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Authors: Félix J. Palma

Tags: #Ciencia ficción, Fantástico

El mapa del cielo (76 page)

BOOK: El mapa del cielo
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Llevaba un tiempo inmerso en aquellos pensamientos cuando, de repente, la esposa de Wells tropezó con su larga falda y cayó al suelo aparatosamente, casi arrastrando con ella al escritor. Murray y Emma la socorrieron, mientras yo tomaba nota mental para indicarles a todas las mujeres, una vez llegáramos a Queen's Gate, que siguieran el ejemplo de la muchacha norteamericana y cambiaran su indumentaria por algo más práctico para una huida a través de las cloacas. Afortunadamente, el tropiezo de Jane se saldó con una simple torcedura del tobillo izquierdo.

Llevábamos ya un tiempo caminando, y pese a que Shackleton insistía en continuar, sin duda ansioso por regresar a los brazos de Claire, decidimos de común acuerdo realizar un alto en el camino para que la esposa de Wells pudiera recuperarse un poco. Aprovechamos aquel interludio para ponernos al corriente unos a otros de los horrores que habíamos padecido antes de coincidir en Primrose Hill. Yo relaté la batalla naval que había presenciado sobre el Támesis, cómo los marcianos habían aniquilado con terrible facilidad, incluso con desdén, a uno de nuestros destructores, y Wells resumió para el capitán, para el cochero y para mí la peripecia vivida por su grupo. Así supe que habían llegado a Londres desde los pastos comunales de Horsell, con los marcianos pisándoles los talones, que habían logrado entrar en la ciudad cuando el cerco defensivo aún no había sido mellado por los invasores, y que luego habían ido de un lado a otro en un alocado periplo que se me antojó demasiado embarullado como para ser capaz de desliarlo ordenadamente aquí. Baste decir que durante su peregrinación les había sucedido algo realmente extraordinario: se habían tropezado con un marciano. Ante mi curiosidad, procedieron a facilitarme su descripción, aunque por desgracia me resultó muy difícil hacerme una idea de su aspecto, ya que ni ellos parecían ponerse de acuerdo sobre él. Lo único que me quedó claro fue que los marcianos eran realmente monstruosos, aunque lo que me resultó más sobrecogedor no fue eso, sino descubrir que podían adoptar apariencia humana. Wells incluso sospechaba que los marcianos llevaban un largo tiempo viviendo entre nosotros, tal vez siglos, fingiéndose humanos. Yo bromeé entonces sobre la posibilidad de haberme codeado con alguno de ellos, pues algunos de mis conocidos tenían unas manías tan estrafalarias que bien podrían ser seres de otros planetas, aunque mi broma no logró arrancar la sonrisa de nadie. Pero no me importó. En aquellos momentos yo me encontraba eufórico, pues nos veía como el grupo de valientes escogido personalmente por el destino para salvar a la humanidad.

Cuando la conversación se extinguió, encendí un cigarrillo y busqué a mi alrededor un sitio donde fumar tranquilo. Me apetecía disfrutar de unos momentos de soledad para reflexionar sobre nuestra situación. Descubrí que a nuestra derecha se abría, en una vertiginosa perspectiva de arcos repetidos, un túnel que parecía conducir hasta el jardín trasero del infinito, así que me aventuré por él sin intención de alejarme demasiado. Caminé distraídamente unos cuantos pasos, y enseguida me encontré con una puerta entreabierta. La empujé con curiosidad y descubrí un pequeño almacén, atestado de herramientas y materiales de construcción. Eché un vistazo, por si hubiese allí algo que pudiera resultarnos útil, pero no encontré nada, o lo que es lo mismo: todo lo que había allí era adecuado para nuestros fines, dado que no tenía la menor idea de lo que podíamos necesitar. Finalmente, opté por sentarme a fumar sobre un enorme cajón que había junto a la entrada, pensando en la estupefacción que embargaría a Victoria cuando, en vez de regresar con el invencible ejército del futuro, apareciera en el sótano con aquel variopinto y desarrapado grupito, para decirle que nuestro plan consistía en huir de Londres hacia no se sabía dónde, atravesando por las malolientes alcantarillas.

En ese momento, oí voces y pasos resonando en el túnel. Al parecer, alguien había sido asaltado por la misma necesidad de soledad que yo. Lancé una maldición. No había modo de estar a solas allí abajo, por muy extenso que fuera el sistema de alcantarillado. Sacudí la cabeza, como hacen los perros cuando los moja la lluvia, para deshacerme de la expresión de fastidio que sin duda había cristalizado en mi rostro y preparar una sonrisa de circunstancias por si quienes se aproximaban decidían entrar en el almacén. Afortunadamente, aunque se detuvieron junto a la puerta, no mostraron ninguna intención de abrirla. Por las voces, deduje que se trataba del empresario y la muchacha americana.

—Gilliam —oí decir a la señorita Harlow—, no estás siendo justo con el capitán Shackleton. Lo que sabes de él no te da derecho a hablarle así.

Aquel reproche me sorprendió, obligándome a aguzar el oído. ¿Qué habría querido decir Emma, y qué sabría Murray del capitán?, me pregunté.

—Yo no creo… —protestó el empresario.

—Tus comentarios son hirientes, Gilliam, y sobre todo, injustos —le interrumpió ella, sin querer escuchar sus excusas—. En este momento todos necesitamos un motivo para seguir adelante, sea el que sea.

—Yo ya tengo un motivo para seguir adelante, Emma. Lo sabes.

—Sí, Gilliam, lo sé —dijo la muchacha con dulzura—. Aunque tampoco te haría falta. Después de todo, eres el gran Gilliam Murray, el Dueño del Tiempo, y no necesitas creer en nada ni en nadie. Pero los demás sí necesitan algo en lo que creer. Y estoy convencida de que la fe en Shackleton es ahora su única fuerza. —Hizo una pausa, antes de añadir—: Y tú eres el culpable de eso.

—¿Yo? —farfulló el empresario—. No sé qué quieres decir.

—Oh, Gilliam, claro que lo sabes: tú le abriste las puertas de nuestro mundo, apartándole del suyo y del destino que le correspondía. Si hoy está aquí, entre nosotros, es porque tú lo mostraste ante todos como el salvador de la humanidad. ¿Te parece bien intentar destruirlo ahora, cuando todos creen en él?

—Está bien, está bien… —murmuró el empresario a regañadientes—. ¡Demonios, Emma, tienes razón! No sé por qué estoy actuando así… ¡Pero el capitán no es la respuesta a sus plegarias! —contraatacó con rabia, para finalizar después en un susurro contenido—. Y lo sabes. Los dos lo sabemos…

—Pero el hecho de que nosotros no tengamos esperanza no nos da derecho a robársela a los demás, Gilliam —dijo ella con esa fría suavidad que siempre lograba apaciguar a Murray, como el silbido del látigo tranquilizaría a un tigre.

¿Qué demonios significaba todo aquello?, me pregunté desde mi escondite. ¿Por qué no podíamos depositar nuestras esperanzas en un héroe del futuro cómo Shackleton? ¿Qué sabían Emma y Gilliam de él? Eran demasiadas preguntas, y mis accidentales confidentes no parecían dispuestos a responderlas, pues al poco oí decir a la muchacha, con cierta brusquedad:

—Creo que debemos volver con los demás.

—Espera, Emma —pidió el empresario, y hasta mis oídos llegó el sonido que produce un roce brusco sobre una tela, por lo que deduje que Murray probablemente la habría asido del brazo—. No hemos podido hablar a solas desde que abandonamos el sótano de Clayton… y necesito saber qué piensas de lo que te dije. Desde entonces parece como si… quisieras rehuirme. Te he sorprendido mirándome un par de veces, y enseguida has apartado la mirada…

Ahora sí que iba a producirse una escena embarazosa si me descubrían allí, pensé con resignación al intuir la pelea romántica que se avecinaba. Así que bajé de la caja que había usado de asiento, me oculté tras ella tratando de hacer el mínimo ruido posible, apagué el cigarrillo contra la suela de mi zapato para que el humo no me delatase y recé para que, en caso de que la pareja entrara en el almacén buscando más intimidad de la que ya tenían, a ninguno se le ocurriera mirar tras el cajón. Si eso sucedía, me resultaría harto complicado explicarles qué hacía allí, recogido sobre mí mismo como un armadillo.

—Oh, por el amor de Dios… —protestó la muchacha—. Eso no es cierto…

—Claro que lo es.

—No, Gilliam, te aseguro que…

—Dime solo una cosa, Emma —la interrumpió el empresario con voz acusadora—. Me equivoqué al confesarte mi secreto, ¿verdad? En vez de enamorarte, lo que he conseguido ha sido ganarme tu desprecio.

—Cómo puedes decir eso… Naturalmente que no te desprecio, Gilliam. Nunca entiendes lo que…

—Es evidente que mi confesión ha logrado el efecto contrario al que pretendía —reflexionó el incombustible Murray, casi sin escuchar las palabras de la muchacha y acompañando ahora su discurso con el sonido de sus pasos, como si se hubiera puesto a caminar por el túnel—. Supongo que la parte de ti que cree que solo hay una forma correcta de hacer las cosas en un mundo tan incorrecto como este, ahora me aborrece…

—Gilliam…

—Es evidente que has tenido tiempo de recapacitar sobre la historia que te conté y, bueno… este es el resultado. Quería que me amaras y, sin embargo, me he convertido en la persona más detestable que hayas conocido nunca…

—¿Detestable? Gilliam, yo…

—¡Bravo, Murray, bravo! Gran jugada, amigo. ¡No podías haberlo hecho peor! —se compadeció el empresario—. Pero ya que está todo perdido, déjame al menos que te diga lo que yo siento, Emma…

—Gilliam, si me dejaras hablar podría…

—¡Emma Harlow! —La voz de Murray retumbó con tal autoridad que incluso yo me erguí inconscientemente en mi escondite—. Quiero que sepas que estos últimos días han sido los más felices de mi inútil y absurda vida. Estar a tu lado, consolarte cuando llorabas, hacerte reír, enfadarte de vez en cuando, o simplemente espiar cada una de tus miradas…

—También los míos.

—¡Todo eso ha sido maravilloso, Emma, lo creas o no! ¡Y si para que eso sucediera ha sido necesario que unos cuantos marcianos llegaran del espacio para convertir nuestro planeta en un matadero, bienvenidos sean! ¡Esta invasión me parece lo mejor que nos ha sucedido en mucho tiempo, y le arrancaré la cabeza a quien se atreva a opinar lo contrario!

—Menos mal que yo opino igual que tú —dijo ella riendo.

—¡Y no me importa si mi apreciación te parece cruel e incluso…! ¿Qué? Espera… ¿Qué has dicho antes? ¿«También los míos…»?

Las carcajadas de la muchacha me dejaron por un momento sin aliento. Dios, ¿cómo podía tener una risa tan hermosa aquella jovencita de aspecto tan huraño?

—Oh, Gilliam, Gilliam… —La joven reía casi ahogándose por las carcajadas—. Es lo que estaba intentando decirte todo este tiempo… Para mí también han sido los días más felices de mi vida… —La risa apenas la dejaba continuar—. ¿No es una locura? El mundo está siendo destruido… y nosotros…

—¡Santo Dios…! ¡Y nosotros celebrándolo! —Gilliam también estalló en carcajadas.

—Oh, sí, sí… ¡Nuestros mejores días…! ¿Hemos dicho eso? Oh… Por favor…

—¡Y yo…! —La risa del empresario inundaba el túnel como un torrente furioso—. ¡Y yo… haciéndote reproches de enamorado…!

—¡Y yo… y yo… pidiéndote que me enamores… mientras…!

—¡Mientras el mundo se iba al infierno! —Las carcajadas de ambos se entrelazaron como luciérnagas cruzándose en el aire.

—Pero es una locura… una locura… ¿No lo ves? ¿No te das cuenta de lo absurdo de todo esto? —Emma habló entre deliciosos hipidos, comenzando poco a poco a serenarse, mientras yo asentía con vehemencia, aliviado al notar que uno de ellos al fin recuperaba la razón—. Mira a tu alrededor, Gilliam. Los marcianos están destruyendo Londres, y nosotros hablando de amor, como si estuviésemos en un baile… Oh, Gilliam. —Su voz sonó repentinamente triste—. Si estuviera enamorada de ti no existiría ninguna diferencia, ¿no te das cuenta?

—No, no me doy cuenta. Por favor, ilústrame. Recuerda que soy un
«petit imbécile
».

—Dios… —Emma se desesperó; su rabia ficticia a duras penas retenía un nuevo ataque de hilaridad—. Solo espero morir antes que tú, pues no se me ocurre un hombre más irritante junto al que sobrevivir a una invasión marciana.

—¿Ah, sí? ¡Pues yo solo me imagino una razón para desear ser el único superviviente del planeta junto a una muchachita tan arrogante, fría y testaruda como tú!

Emma debió de preguntar cuál era esa razón con la mirada, quizá temerosa de que el tono de su voz delatara la marejada de sentimientos que seguramente la anegaba. Las palabras de Murray parecieron cincelar el aire.

—Poder besarte de una vez, sin el temor de que el célebre escritor H. G. Wells y el agente especial Clayton nos interrumpan.

Tras unos segundos de tenso silencio, oí descorcharse la risa de la muchacha, tan contagiosa que hasta yo mismo sonreí a pesar de no haber entendido la broma de Murray. Pero, de repente, aquel adorable cascabeleo se interrumpió con brusquedad. Y no había que ser muy inteligente para comprender que el silencio que invadió de nuevo el túnel se debía a que el empresario había decidido besarla, sin esperar a ser los últimos supervivientes del planeta, y a pesar de la amenaza que seguían representando Wells y el agente Clayton. Al cabo de unos segundos, percibí que de los labios de la muchacha escapaba un tenue jadeo, casi un suspiro, y el roce de la ropa de dos cuerpos que se separan lentamente, con voluptuosa pereza.

—Te amo, Gilliam —dijo entonces Emma—. Estoy enamorada de ti, como nunca pensé que pudiera estarlo de alguien.

¿Y cómo describir aquí el tono estremecido en el que lo dijo? ¿Cómo podría mi pobre habilidad con las palabras transmitir lo que Murray debió de sentir al escucharlas, lo que yo mismo sentí desde mi triste escondrijo? Emma pronunció aquellas palabras con una voz tan dulce como solemne, consciente de que era la primera vez que las decía. Había esperado años para pronunciarlas, creyendo que jamás llegaría el día, y mucho menos que ese día no la sorprendiera en un invernadero o en un jardín, rodeada de oportunas y bellas flores, sino en las apestosas cloacas de Londres, con las ratas como repulsivos adornos. Pero el momento de pronunciarlas había llegado al fin, eso era lo importante, y ella lo había hecho en el tono que merecían, pronunciando cada palabra como si formaran parte de un conjuro ancestral, como si la voz, por algún caprichoso engarce interior, le surgiera del corazón en vez de la garganta. Eran palabras en carne viva, las mismas que yo había escuchado cientos de veces en boca de amantes, de actores, de amigos, pero recorridas ahora por una emoción tan pura que despeinaba el alma, que reducía las palabras de los demás a pobres ensayos, a un puñado de ridículos intentos por anudar palabras y sentimientos con la incuestionable naturalidad con que el Creador enhebraba el fruto a la rama. Pero sobre todo, pensé con tristeza, la muchacha las había pronunciado consciente de que, tal y como estaba sucediendo todo, el futuro no le ofrecería demasiadas posibilidades de repetirlas.

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