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Authors: Félix J. Palma

Tags: #Ciencia ficción, Fantástico

El mapa del cielo (74 page)

BOOK: El mapa del cielo
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—Siento no poder decir lo mismo —respondió Shackleton, usando por el contrario un sorprendente tono comedido—, pero imagino que comprenderá que para mí no suponga ningún placer conocer a la persona que ha convertido mi duelo con Salomón en un espectáculo de circo para aristócratas aburridos.

Yo no esperaba aquella respuesta del capitán. Murray tampoco. El empresario apretó instintivamente los labios, pero, haciendo gala de una asombrosa flexibilidad facial, enseguida sustituyó aquella mueca de desagrado por una sonrisita afable.

—¿Por qué privar a los ingleses de un duelo tan emocionante? Usted maneja la espada con extraordinaria maestría, capitán. Y podría decirse que tiene en mí a su admirador más incondicional: nunca me he cansado de verlo luchar contra Salomón. Y he de confesarle que, por más veces que asistía a su duelo, siempre me maravillaba que saliera victorioso ante un enemigo tan formidable. Es usted un tipo complicado de matar, capitán, si me permite el halago… Parece que lo protegen fuerzas difíciles de explicar.

—Puede que se deba a que mis enemigos no son tan formidables como piensa —respondió Shackleton con frialdad.

—Tal vez deberíamos dejar este saludable intercambio de opiniones para otro momento, ¿no les parece, caballeros? —intervino Wells algo irritado, señalando la panorámica de la ciudad que ofrecía la colina—. Me temo que tenemos asuntos más importantes que atender.

—Tiene toda la razón, señor Wells —se apresuró a contestarle Shackleton—. Yo al menos tengo algo mucho más importante que hacer que discutir con el señor Murray. Mi esposa, Claire, la mujer por la que dejé mi época… está allí abajo, en Queen's Gate, y me gustaría ir de inmediato en su busca… —Luego, dirigiéndole al escritor una mirada cargada de una intensidad que consideré desproporcionada, musitó—: Ella confía en mí. Y por nada del mundo querría decepcionarla… ¿Puede comprenderlo?

—Por supuesto que puedo… capitán. Todos le comprendemos… —contestó lentamente el escritor, tomando la mano de su esposa—, y creo que hablo en nombre de todos si propongo que nos dirijamos allí cuanto antes. Aunque después, tal y como están las cosas, opino que deberíamos abandonar la ciudad con la máxima urgencia, como parecen estar haciendo todos. Quizá tendríamos que intentar llegar al puerto de Liverpool y desde allí dirigirnos hacia Francia, por ejemplo.

Huelga decir que aquel nuevo plan me inquietó. ¿Cómo íbamos a sofocar la invasión huyendo de Londres? ¿Acaso el capitán Shackleton había viajado a nuestra época para limitarse a correr delante de los marcianos como una doncella asustada?

—Me temo que no puedo estar de acuerdo con ese plan, caballeros —protesté—. Naturalmente, les agradezco que todos estén dispuestos a acompañarnos a Queen's Gate, y soy consciente de que, tal como está desarrollándose la invasión, abandonar Londres es lo más sensato, pero no creo que debamos hacerlo.

—¿Ah, no? —se sorprendió el escritor—. ¿Y eso por qué?

—Por lo que ya he insinuado antes, señor Wells, al presentarles al capitán. Según hemos podido comprobar con nuestros propios ojos, en el año 2000 nuestro único problema serán los autómatas, no los marcianos —repetí por enésima vez, con la sensación de estar contando una broma sin gracia—. Evidentemente, eso solo puede significar que la invasión no prosperará. Alguien encontrará el modo de derrotar a los marcianos, y me inclino a pensar que ese alguien es el capitán Shackleton. No creo que su presencia en nuestra época sea casual. Estoy convencido de que el mayor héroe de todos los tiempos hará algo para cambiar la situación, y es obvio que tendrá éxito, porque en el fondo, ya lo ha hecho.

Murray y Wells intercambiaron una mirada suspicaz, luego observaron al capitán, que se encogió de hombros con fastidio, y finalmente me miraron a mí, con una expresión aún más escéptica que la de mi propia esposa, lo cual me sorprendió, pues estaba convencido de que a alguien de la inteligencia de Wells le parecería obvia mi argumentación.

—En caso de que su teoría fuera cierta, señor Winslow —respondió el escritor—, y suponiendo que los acontecimientos del año 2000 tal como todos los conocemos son inalterables, puesto que, de algún modo, como bien dice, ya han sucedido, la invasión podría sofocarse de mil maneras posibles, incluso sin nuestra intervención. Es más, si somos nosotros quienes estamos destinados a detenerla, lo haremos de todos modos, nos quedemos en Londres o huyamos de la ciudad. Insisto, por tanto, que prosigamos con el plan de abandonarla una vez lleguemos a Queen's Gate.

—¿Cómo puede estar seguro de eso, señor Wells? ¿Y si huir es justo lo que
no
debemos de hacer? ¿Y si de ese modo, cambiamos el futuro? —Miré a Shackleton, suplicándole ayuda—. ¿Qué opina usted, capitán? Usted es un héroe, ¿acaso no cree que su prioridad es salvar a la humanidad?

—Sí, señor Winslow, soy un héroe —dijo Shackleton, mirando especialmente a Murray, que torció el gesto con desagrado—. Pero por encima de eso, soy un marido que ha de salvar a su esposa.

—Lo entiendo, capitán —dije, un poco harto de su cerrazón—, pero estoy seguro de que tanto Claire como mi esposa estarán a salvo en el sótano de mi tío mientras nosotros…

—Me temo que el señor Wells tiene razón, señor Winslow —me interrumpió Murray con impaciencia—. No creo que el capitán nos resulte de gran ayuda en una situación como esta. Es evidente que las circunstancias le superan. —Luego se dirigió al capitán con una sonrisa divertida—. Espero que no le ofenda que, pese a su celebrada victoria sobre los autómatas, dudemos de su capacidad para acabar con los marcianos, capitán, pero esas máquinas que manejan son mucho más poderosas que un puñado de muñecos con motorcitos de vapor.

—Por supuesto que no me ofende, señor Murray —respondió Shackleton, dilatando también su sonrisa—, aunque yo al menos he salvado a la humanidad una vez. Usted, de momento, solo se ha limitado a vaciarle los bolsillos.

La respuesta de Shackleton hizo palidecer a Murray durante unos segundos. Luego lanzó una carcajada.

—A hacerla soñar, capitán, a hacerla soñar. Y los sueños siempre tienen un precio, como todo el mundo sabe. Ignoro cómo habrá usted viajado hasta nuestra época, pero le aseguro que transportar a los ciudadanos del Imperio al futuro a través de la cuarta dimensión exige un coste. Pero dejemos esta simpática discusión para otro momento, capitán, o terminaremos aburriendo a todos. Concentrémonos en la situación. —Sin dejar de sonreírle, Murray le pasó un brazo por encima y lo giró suavemente hacia las vistas que ofrecía la colina—. Como puede ver, los marcianos están por todas partes. No hay barrio que no hayan ocupado. ¿Qué haría un héroe como usted para llegar hasta Queen's Gate esquivando a los trípodes?

Shackleton contempló con infinita tristeza cómo los trípodes destruían Londres desganadamente, incluso con aburrimiento. Parecían niños que, cansados de jugar con sus casas de muñecas, hubiesen decidido destrozarlas.

—Lo suponía —dijo Murray ante el silencio de Shackleton—: es imposible incluso para usted. —Se separó de él y se encogió de hombros, mostrándonos su decepción. Solo yo pude ver la sonrisa que en ese instante comenzó a prender en los labios del capitán—. Como pueden ver, algunas situaciones superan hasta a los más grandes héroes —anunció el empresario en un tono de falso desconsuelo—. Pero estoy seguro de que encontraremos un modo de…

—Debería tener más fe en los héroes que tantos beneficios le reportan, señor Murray —le interrumpió el capitán, sin apartar la mirada de las evoluciones de los marcianos—. Iremos hasta Queen's Gate por debajo de los trípodes.

—¿Por debajo? —se sorprendió Murray, volviéndose hacia él—. ¿A qué demonios se refiere?

—A las alcantarillas —respondió Shackleton sin mirarlo.

—¿Las alcantarillas? ¿Se ha vuelto loco, capitán? ¿Quiere que estas encantadoras señoritas bajen a las apestosas alcantarillas de Londres? —se escandalizó Murray, señalando a Emma y a Jane—. De ninguna manera permitiré que Emma…

—Oh, capitán, no le haga caso —intervino la joven americana, dando un paso hacia delante, mientras apoyaba ligeramente su mano sobre el brazo del empresario—. El señor Murray tiene la irritante costumbre de decidir adónde debo o no debo ir, y por lo visto todavía no se ha dado cuenta de que hago siempre lo contrario de lo que me aconseja.

—Pero Emma… —intentó protestar Murray.

—Con sinceridad, Gilliam, creo que deberías dejar que el capitán Shackleton explicara su idea —le interrumpió la muchacha con una dulzura que me pareció deliciosa.

Miré al empresario con mayor admiración aún. Si aquella señorita tan hermosa era su amante, me dije, estaba claro que el empresario gordo y jactancioso que había conocido hacía dos años había sabido aprovechar muy bien su muerte y posterior resurrección.

Murray emitió un gruñido de exasperación, pero hizo una señal al capitán para que continuara.

—Es el modo más seguro —dijo Shackleton, ignorando al empresario y dirigiéndose a los demás—. Bajo la ciudad hay cientos de kilómetros de alcantarillas, y son lo bastante grandes como para que cualquiera pueda recorrerlas. Y luego están los sótanos, los almacenes subterráneos, los túneles del metro… Hay todo un mundo ahí abajo.

—¿Cómo es que las conoce usted tan bien, capitán? —pregunté, intrigado.

A Shackleton le sorprendió mi pregunta. Dudó unos segundos antes de responderla.

—Eh… porque es allí donde nos escondemos en el futuro.

—¿De verdad? ¿Se escondían en las cloacas? —Murray sonrió con ironía—. Es increíble la calidad de las tuberías británicas… Jamás habría sospechado que resistieran un siglo.

La muchacha americana iba a llamar de nuevo al orden al millonario, pero alguien se le adelantó.

—Debería confiar más en el Imperio, señor Murray.

Todos nos volvimos hacia el dueño de aquella voz arrogante, que no era otro que el joven que yo había confundido con un borracho al llegar a la colina.

—Capitán Shackleton, soy el agente Clayton, de Scotland Yard —se presentó, tocándose el sombrero—. Y por lo que he podido oír mientras, eh… descansaba reponiendo fuerzas, se considera lo suficientemente capacitado para guiarnos por las alcantarillas hasta Kensington, ¿estoy en lo cierto?

Shackleton asintió con la solemne resolución con que solo pueden asentir los héroes, responsabilizándose con aquel gesto del rebaño que formábamos. Entonces me adelanté unos pasos, algo molesto porque aquel hombre tan extraño, que en una situación como aquella no tenía reparos en echar una cabezadita contra un árbol, ni siquiera hubiera reparado en mi presencia. Carraspeé ruidosamente, para llamar su atención, y luego le tendí la mano.

—Agente Clayton, soy Charles Winslow, el… —Me detuve indeciso. Añadir «el descubridor del capitán Shackleton», como había sido mi primera intención, se me antojó de repente algo excesivo, así que terminé por decir—: Bueno, soy algo así como… el fiel escudero del capitán en esta aventura.

—Encantado, señor Winslow —dijo el agente, despachándome con un rápido apretón de manos y dirigiendo de nuevo su atención a Shackleton—. Bien, capitán, estaba usted diciendo…

—En realidad, hace un rato, cuando, eh… usted dormía… —le interrumpí de nuevo, enojado por su grosería—, yo estaba diciendo que no me parece una buena idea salir de Londres, pues…

—Señor Winslow, ya ha quedado claro que todos queremos salir de Londres —me cortó Wells—. Ahora estamos únicamente discutiendo cómo llegar primero a…

—Así es… —remachó Murray, ceñudo—, pero yo insisto que la absurda forma que nos propone el capitán de salir de Londres por las alcantarillas, como si fuésemos ratas, no me parece la más adecuada.

—Si tiene usted una idea mejor, señor Murray, adelante, compártala con nosotros —le replicó el capitán con los ojos relampagueantes—, pero le advierto que en toda catástrofe suelen ser las ratas las que primero encuentran la forma de salvarse.

Un momento después, todos estábamos hablando a la vez, enredados en una acalorada discusión. Hasta que de pronto, el agente Clayton elevó su arrogante voz por encima de las demás.

—¡Señores, por favor! —exclamó—. Creo con sinceridad que debemos confiar en el capitán Shackleton y poner en marcha su idea de huir por las alcantarillas de inmediato. Y no lo creo solo porque las credenciales del capitán sean inmejorables, ni porque, de momento, nadie haya propuesto una idea mejor. Lo creo, simplemente, porque me temo que esa pareja de trípodes que viene hacia nosotros no pretende organizar un romántico picnic en la colina.

Todos miramos espantados hacia los dos trípodes que, como paseantes ociosos, atravesaban Regent's Park y se dirigían hacia el lugar donde nos hallábamos.

34

Mientras se reponía del esfuerzo de la jornada admirando la puesta de sol desde su celda, tan extraña e inquietante como las que en los últimos meses habían ido suplantando el tradicional ocaso terráqueo, Charles pensó con profunda tristeza que si había una señal a su alrededor de que el hombre había perdido su patria, era sin duda aquella, el hecho de que el sol ya no se pusiera como en su infancia. Contempló con una mueca de desdén las lúgubres auroras de color verde y morado oscuro que se coagulaban alrededor del sol, dándole el aspecto de un tumor infectado, un sol que había sido despojado de los velos naranjas y amarillos que exhibía antaño, y que ahora, a través de aquella atmósfera emponzoñada, de aquella muselina cobriza que encapotaba el cielo, parecía una de esas monedas desgastadas y chatas que los mendigos hacían rechinar en el mostrador para pedir un vaso de vino.

En aquel momento, Charles avistó tres aeronaves marcianas alzando el vuelo desde el puerto que había a las afueras del campamento: tres brillantes y pulidos platillos voladores que, ronroneando musicalmente, ascendieron varios metros en vertical, quedaron recortados durante un segundo contra la media esfera plateada del sol, como posando para algún daguerrotipo, y luego surcaron a una velocidad imposible aquel turbio océano de aguas verdes y moradas, hasta desvanecerse en la oscuridad sin fondo del espacio. Aquellas aeronaves marcianas, que tan indiscutiblemente constataban el abismo que había entre la ciencia humana y la de sus carceleros, se habían adelantado a las terráqueas a la hora de conquistar sus propios cielos, apenas horadados por los voluntariosos globos aerostáticos. Pero por la indiferencia con que Charles las observó desaparecer, nadie diría que durante los primeros meses, las llegadas y partidas de aquellas resplandecientes máquinas espaciales habían supuesto para los prisioneros un espectáculo tan fascinante como pavoroso.

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