Read El mapa y el territorio Online
Authors: Michel Houellebecq
Se dirigió rápidamente hacia la salida, temiendo que alguien diese la alarma, pero la recepcionista apenas levantó los ojos del autodefinido; bien es verdad que la lucha había sido muy silenciosa. Hasta la estación sólo había doscientos metros. Un tren se detuvo en un andén justo cuando Jed entraba. Montó sin comprar billete, no pasó el revisor y se apeó en la estación central de Zúrich.
Al llegar al hotel, se percató de que la escena de violencia le había puesto en forma. Era la primera vez en su vida que utilizaba la violencia física contra alguien; y le había entrado hambre. Comió con gran apetito, despachó una
raclette
con carne de los Grisones y jamón de montaña, y la acompañó con un excelente tinto del Valais.
A la mañana siguiente retornó el buen tiempo en Zúrich, una fina capa de nieve tapizaba el suelo. Fue al aeropuerto, medio esperando que le detuvieran en el control de pasaportes, pero no sucedió tal cosa. Y los días siguientes no tuvo más noticias. Era curioso que hubiesen renunciado a denunciarlo; probablemente no querían llamar la atención de ningún modo sobre sus actividades. Se dijo que tal vez tuviesen algún fundamento las acusaciones difundidas por Internet sobre el enriquecimiento personal de los miembros de la asociación. Por una eutanasia cobraban cinco mil euros de promedio, mientras que la dosis letal de pentobarbital de sodio venía a costar veinte euros, y no mucho más, sin duda, la incineración más sencilla. En un mercado en plena expansión, en el que Suiza detentaba una posición cuasi de monopolio, debían, en efecto, de embolsarse una pasta gansa.
Su excitación remitió rápidamente y cedió el paso a una oleada de tristeza profunda, que él sabía definitiva. Tres días después de su regreso, por primera vez en su vida pasó la Nochebuena solo. Y también la Nochevieja. Y los días siguientes también los pasó solo.
Unos meses después se jubiló Jasselin. De todas formas era la fecha normal para hacerlo, pero hasta entonces siempre había pensado que pediría seguir en activo como mínimo uno o dos años. El caso Houellebecq le había quebrantado seriamente, se había desmoronado, por así decirlo, la confianza que tenía en sí mismo, en su capacidad para ejercer su oficio. Nadie le había formulado reproches; al contrario, le habían ascendido
in extremis
al grado de comisario superior; no ejercería este puesto, pero su jubilación experimentaría un ligero aumento. Estaba prevista una copa de despedida, e incluso una gran ceremonia a la que estaba invitada la brigada criminal en pleno, y el prefecto de policía pronunciaría una alocución. En suma,
partía con honores
, deseaban hacerle saber que había sido, considerando el conjunto de su carrera, un buen policía. Y él pensaba en verdad que había sido, la mayoría del tiempo, un policía honorable, en todo caso un policía obstinado, y la obstinación es quizá en definitiva la única cualidad humana valiosa no sólo en la profesión policial sino al menos en todas las que tienen que ver con el concepto de
verdad
.
Unos días antes de su cese efectivo invitó a comer a Ferber en un pequeño restaurante de la Place Dauphine. Era un lunes, 30 de abril, mucha gente hacía puente, París estaba muy tranquilo y en el restaurante sólo había algunas parejas de turistas. La primavera se había instaurado, los retoños estaban saliendo, partículas de polvo y de polen bailaban en la luz. Se habían instalado en una mesa de la terraza y pidieron dos pastís antes de la comida.
—Mira —dijo, cuando el camarero depositaba los vasos en la mesa—. La he cagado realmente en este caso, de principio a fin. Si el otro no hubiese notado la falta del cuadro, todavía estaríamos in albis.
—No seas demasiado duro contigo mismo; al fin y al cabo tú tuviste la idea de llevarle a la casa.
—No, Christian… —respondió suavemente Jasselin—. Lo has olvidado, pero la idea fue tuya.
»Soy demasiado viejo… —prosiguió, un poco después—. Simplemente soy demasiado viejo para este oficio. Con los años el cerebro se atrofia, igual que todo lo demás, incluso me parece que más rápido que el resto. En principio, el hombre no está hecho para vivir ochenta o cien años; a lo sumo treinta y cinco o cuarenta, como en los tiempos prehistóricos. Así que hay órganos que aguantan el tipo, incluso notablemente, y otros que se rompen la crisma lentamente…, lenta o rápidamente.
—¿Qué planes tienes? —preguntó Ferber, intentando cambiar de tema—. ¿Te quedas en París?
—No, voy a instalarme en Bretaña. En la casa donde vivieron mis padres antes de venir a París.
Lo cierto era que había que hacer muchas obras antes de poder afincarse allí. Jasselin se dijo que era sorprendente pensar en todas aquellas personas que pertenecían a un pasado próximo y hasta muy cercano —sus padres—, que habían vivido una gran parte de su vida en condiciones de confort que hoy día parecían inaceptables; ni bañera ni ducha, ningún sistema de calefacción realmente eficaz. De todas formas, Héléne tenía que terminar su curso universitario; el traslado sólo podría efectuarse razonablemente al final del verano. No le gustaba nada el bricolaje, le dijo a Ferber, pero sí la jardinería, veía con auténtico placer las tareas de cuidar su huerto.
—Y además —dijo, con una media sonrisa— voy a leer novelas policíacas. Casi nunca lo he hecho durante mis años de actividad, y ahora voy a procurar hacerlo. Pero no me apetece leer a autores americanos, y me parece que son los que más abundan. ¿Me aconsejas algún francés?
—Jonquet —respondió Ferber sin vacilar—. Thierry Jonquet. En Francia es el mejor, en mi opinión.
Jasselin apuntó el nombre en su libreta mientras el camarero le servía un lenguado
meuniere
. El restaurante era bueno, hablaron bastante poco pero se sentía feliz de estar con Ferber por última vez, y le agradecía que no dijese trivialidades sobre la posibilidad de volver a verse, de mantenerse en contacto. Él iba a establecerse en provincias y Ferber se quedaría en París, llegaría a ser un buen policía, posiblemente le nombrarían capitán antes de final de año, poco después comandante y después comisario; pero lo más verosímil era que no volverían a verse nunca.
Se demoraron en el restaurante, todos los turistas se habían marchado. Jasselin terminó su postre: una Charlotte de castañas confitadas. Un rayo de sol que se filtró entre los plátanos iluminó la plaza, espléndida.
—Christian… —dijo, al cabo de un titubeo, y para su propia sorpresa advirtió que la voz le temblaba un poco—. Quisiera que me prometieses una cosa: no abandones el caso Houellebecq. Sé que en realidad ya no depende de nosotros, pero quisiera que espolees cada cierto tiempo a la gente de la Oficina de Lucha contra el Tráfico de Objetos de Arte y que me avises cuando lo hayan resuelto.
Ferber movió la cabeza, lo prometió.
A medida que pasaban los meses, como no aparecía ningún rastro del cuadro en las redes habituales, se puso cada vez más de manifiesto que el asesino no era un ladrón profesional, sino un coleccionista que había actuado por su cuenta, sin ninguna intención de separarse del objeto. Era la peor de las situaciones posibles, y Ferber continuó sus investigaciones en los hospitales y las amplió a las clínicas privadas, al menos a las que accedían a responderle; la utilización de material quirúrgico especializado era la única pista seria que tenían.
El caso sólo se resolvió tres años más tarde, y fue por casualidad. Un vehículo de la gendarmería que patrullaba por la autopista A8 en la dirección Niza-Marsella intentó interceptar a un Porsche 911 Carrera que circulaba a 210 kilómetros por hora. El conductor se dio a la fuga y sólo le detuvieron a la altura de Fréjus. Resultó que se trataba de un automóvil robado, que el hombre estaba ebrio y que era
muy conocido por la policía
. Patrick Le Braouzec había sido condenado varias veces por delitos banales y relativamente menores —proxenetismo, golpes y heridas—, pero un rumor persistente le confería la especialidad bastante extraña de
traficante de insectos
. Existen más de un millón de especies de insectos, y todos los años se descubren nuevas, en particular en las regiones ecuatoriales. Hay aficionados pudientes que están dispuestos a pagar sumas cuantiosas, y hasta muy elevadas, por un hermoso ejemplar de una especie rara: disecado, o de preferencia vivo. La captura y, con mayor motivo, la exportación de estos animales están sometidas a normas muy estrictas que hasta entonces Le Braouzec había conseguido burlar; nunca le habían sorprendido in fraganti y justificaba sus viajes periódicos a Nueva-Guinea, Sumatra o Guayana alegando un gusto por la selva y la vida salvaje. De hecho, el hombre tenía un temperamento aventurero y demostraba una auténtica valentía física: se adentraba solo, sin guía, a veces durante varias semanas, en algunas de las selvas más peligrosas del planeta, provisto de algunas provisiones, un cuchillo de combate y pastillas para purificar el agua.
Esta vez descubrieron en el maletero del coche un maletín rígido revestido de cuero flexible, perforado por múltiples orificios de ventilación; las perforaciones eran casi invisibles, y a primera vista el objeto podía pasar perfectamente por el portadocumentos de un ejecutivo corriente. En el interior, separados por láminas de plexiglás, había unos cincuenta insectos, entre los cuales los gendarmes reconocieron inmediatamente una escolopendra, una mígala y una tijereta gigante; los demás fueron identificados unos días después por el Museo de Ciencias Naturales de Niza. Enviaron la lista a un especialista —el único francés, en realidad, de este tipo de delincuencia— que hizo una estimación rápida: a precios de mercado, el conjunto podía venderse por la suma de unos cien mil euros.
Le Braouzec confesó sin dificultad los hechos. Tenía un litigio con un cliente suyo —un cirujano de Cannes— acerca del pago de una entrega anterior. Había accedido a volver a negociarla con ejemplares adicionales. La disputa se había acalorado y había golpeado al cliente, que cayó con la cabeza por delante contra una mesa baja de mármol. Le Braouzec pensaba que estaba muerto. «Fue un accidente», se defendió, «no tenía la menor intención de matarle.» Se había ofuscado, y en vez de llamar a un taxi para la vuelta, como había hecho para la ida, había robado el coche de la víctima. De este modo, su carrera delictiva concluyó como se había desarrollado siempre, entre la estupidez y la violencia.
El servicio regional de la policía judicial de Niza se desplazó a la villa de Adolphe Petissaud, el cirujano de Cannes. Vivía en la avenue de California, en los altos de Cannes, y era propietario del ochenta por ciento de las acciones de su propia clínica, especializada en cirugía plástica y reconstrucción masculina. Vivía solo. Era evidente que disponía de grandes medios económicos, el césped y la piscina estaban impecables, y en la casa podía haber una decena de habitaciones.
Las de la planta baja y el primer piso no les revelaron prácticamente nada. Se trataba del tren de vida clásico, previsible, de un gran burgués hedonista y no muy refinado que yacía ahora, con el cráneo destrozado, en un charco de sangre sobre la alfombra del salón. Le Braouzec probablemente había dicho la verdad: había sido una tonta disputa de negocios que había acabado mal, no podían imputarle ninguna premeditación. Aun así le caerían, probablemente, como mínimo diez años.
El sótano, por el contrario, les deparó una auténtica sorpresa. Casi todos eran policías endurecidos, experimentados, la región de Niza es conocida desde hace mucho por su alto índice de delincuencia, cada vez más violenta con la aparición de la mafia rusa; pero ni el comandante Bardéche, que dirigía el equipo, ni ninguno de sus hombres habían visto nunca nada semejante.
Las cuatro paredes de la habitación, de veinte metros por diez, estaban amuebladas casi por entero con estanterías acristaladas de dos metros de altura. Regularmente dispuestas dentro de estos estantes, iluminadas por focos, se alineaban monstruosas quimeras humanas. Había genitales injertados en torsos, brazos minúsculos de fetos que prolongaban narices, formando una especie de trompa. Otras composiciones eran magmas de miembros humanos pegados, entremezclados, suturados, alrededor de cabezas gesticulantes. Todo esto se conservaba con medios desconocidos para ellos, pero las representaciones eran de un realismo insoportable: acuchillados y a menudo deshuesados, los rostros estaban inmovilizados en atroces rictus de dolor, coronas de sangre seca circundaban las amputaciones. Petissaud era un perverso grave, que ejercía su perversión a un nivel infrecuente, tenían que existir complicidades, un tráfico de cadáveres y seguramente también de fetos, aquélla iba a ser una investigación larga, se dijo Bardéche al mismo tiempo que uno de sus adjuntos, un joven cabo que acababa de ingresar en el equipo, se desmayaba y caía al suelo suavemente, con gracia, como una flor cortada, a unos metros por delante de Bardéche.
También pensó fugazmente que era una noticia excelente para Le Braouzec: un buen abogado explotaría fácilmente los hechos, describiría el carácter monstruoso de la víctima, que influiría sin duda en la decisión del jurado.
Una inmensa mesa luminosa, de como mínimo cinco metros por diez, ocupaba el centro de la habitación. Dentro del tablero, separados por tabiques transparentes, bullían centenares de insectos agrupados por especies. Accionando accidentalmente un mando situado en el borde de la mesa, uno de los policías activó la abertura de un tabique: una decena de mígalas se precipitaron, agitando sus patas peludas, hacia el compartimento vecino y en el acto a despedazar a los insectos que lo ocupaban: gruesos ciempiés rojizos. De modo que a esto dedicaba sus veladas el doctor Petissaud, en lugar de distraerse, como la mayoría de sus colegas, con anodinas orgías de prostitutas eslavas. Se sentía Dios, pura y simplemente; actuaba con sus poblaciones de insectos como Dios con las poblaciones humanas.
Probablemente las cosas no habrían ido más lejos de no ser por la intervención de Le Guern, un joven cabo bretón, recientemente destinado en Niza, y por el que Bardéche se felicitaba muy especialmente de haberlo reclutado para su equipo. Antes de entrar en la policía, Le Guern había cursado dos años de estudios en Bellas Artes de Rennes, y en un carboncillo de pequeño tamaño colgado de la pared, en uno de los raros intersticios entre las vitrinas, reconoció un bosquejo de Francis Bacon. De hecho, había en el sótano cuatro obras de arte, casi exactamente en las cuatro esquinas del recinto. Además del boceto de Bacon, había dos plastinaciones de Von Hagens; dos obras bastante repugnantes en sí mismas. Por último, descubrieron un lienzo en el que Le Guern creyó reconocer la última obra hasta la fecha de Jed Martin,
Michel Houellebecq, escritor
.