El mapa y el territorio (29 page)

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Authors: Michel Houellebecq

BOOK: El mapa y el territorio
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—Ya llegan… —le dijo con voz suave Ferber, sacándole de su meditación. En efecto, aunque sólo fuesen las diez y media, una treintena de personas ya se habían reunido delante de la entrada de la iglesia. ¿Quiénes podían ser? Probablemente lectores anónimos de Houellebecq. Sucedía, principalmente en los casos de los asesinatos cometidos por venganza, que el asesino asistiera al entierro de su víctima. No lo creía demasiado en el caso presente, pero de todos modos había apostado a dos fotógrafos, dos hombres de la policía científica, en un apartamento de la rue Froidevaux que ofrecía una vista perfecta del cementerio de Montparnasse, equipados con cámaras y teleobjetivos.

Diez minutos más tarde vio llegar a pie a Teresa Cremisi y a Frédéric Beigbeder. Se vieron, se abrazaron. Pensó que los dos observaban una actitud notablemente apropiada. Con su físico de oriental, la editora podría haber sido una de esas
plañideras
a las que todavía contrataban hace poco para determinados entierros en la cuenca mediterránea; y Beigbeder parecía enfrascado en pensamientos especialmente sombríos. De hecho, el autor de
Una novela francesa
sólo tenía cincuenta y un años en aquella época, era sin duda uno de los primeros entierros a los que había tenido ocasión de asistir
dentro de su generación
; y debía de decirse que distaba mucho de ser el último; que cada vez más las conversaciones con sus amigos ya no empezarían con la fórmula: «¿Qué haces esta noche?», sino más bien con: «Adivina quién ha muerto…»

Discretamente, Jasselin y Ferber salieron del ayuntamiento y fueron a mezclarse con el grupo. Se habían congregado ya unas cincuenta personas. A las once menos cinco el coche fúnebre frenó delante de la iglesia: una simple furgoneta negra de los servicios funerarios. En el momento en que los dos empleados sacaban el féretro, un murmullo de consternación y de horror recorrió al gentío. Los técnicos de la científica se habían dedicado a la tarea espantosa de recoger los jirones de carne desperdigados por el lugar del crimen y reagruparlos en sacos de plástico herméticamente cerrados que habían sido enviados a París, con la cabeza de Houellebecq intacta. Una vez terminados los exámenes, el conjunto sólo formaba un montoncito compacto, de un volumen muy inferior al de un cadáver humano ordinario, y los empleados de la funeraria habían juzgado conveniente utilizar un ataúd de niño, de un metro veinte de longitud. Esta voluntad de racionalidad era quizá loable en principio, pero el efecto que produjo cuando los empleados descendieron el féretro a la plaza de la iglesia fue totalmente desconsolador. Jasselin oyó que Ferber sofocaba un hipo de dolor, y él mismo, por curtido que estuviera, tenía el corazón encogido; a varios de los presentes se les saltaron las lágrimas.

La misa en sí fue para Jasselin, como de costumbre, un momento de aburrimiento mortal. Había perdido todo contacto con la fe católica desde que tenía diez años, a pesar del gran número de entierros a los que había tenido que asistir, y nunca había conseguido recobrarlo. En el fondo no comprendía nada de la misa, ni siquiera sabía exactamente de qué quería hablar el cura; hubo menciones de Jerusalén que le parecieron fuera de lugar, pero se dijo que debían de tener un sentido simbólico. Sin embargo, tenía que reconocer que el rito le parecía
adecuado
, que las promesas relativas a una vida futura en este caso eran bien recibidas. En el fondo, la intervención de la Iglesia era mucho más legítima en el caso de un entierro que en el de un nacimiento o una boda. Allí estaba perfectamente en su elemento, tenía
algo que decir
sobre la muerte; sobre el amor, ya era más dudoso.

Normalmente, en un entierro los parientes más próximos se colocan cerca del féretro para recibir el pésame; pero allí no había familia alguna. Una vez dicha la misa, los dos empleados se apoderaron de nuevo del pequeño ataúd —a Jasselin volvió a asaltarle un escalofrío de desolación— para cargarlo en la furgoneta. Para su mayúscula sorpresa, unas cincuenta personas aguardaban en la plaza a que lo sacaran de la iglesia: probablemente lectores de Houellebecq alérgicos a cualquier ceremonia religiosa.

Nada de particular se había previsto, ni bloqueo de calles ni medidas sobre el tráfico, el coche fúnebre partió, pues, directamente hacia el cementerio de Montparnasse, y el centenar de personas recorrió el mismo camino por las aceras, orillando el jardín de Luxemburgo a lo largo de la rue Guynemer y después tomando la rue Vavin y la rue Brea, subió un tramo del boulevard Raspail para de aquí cortar por la rue Huyghens. Jasselin y Ferber se habían unido a la comitiva. Había allí gente de todas las edades, de todas las condiciones, la mayoría sola, a veces en pareja; gente a la que nada especial parecía unir en el fondo, en la que no se advertía ningún rasgo común, y Jasselin tuvo de repente la certeza de que estaban perdiendo el tiempo, eran lectores de Houellebecq y nada más, era inverosímil que se encontrase entre ellos alguien relacionado con el asesinato. Mala suerte, se dijo, por lo menos era un paseo agradable; el tiempo se mantenía bueno en la región parisiense, el cielo era de un azul profundo, casi invernal.

Probablemente aleccionados por el cura, los sepultureros les habían esperado para empezar a dar paladas. Delante de la tumba, creció aún más el entusiasmo de Jasselin por los entierros, hasta el punto de que tomó la decisión firme y definitiva de que le enterraran a él también, y de llamar a su notario algún día a partir del siguiente para que constara explícitamente escrito en su testamento. Sobre el féretro cayeron las primeras paladas de tierra. Una mujer aislada, de unos treinta años, arrojó una rosa blanca; la verdad es que las mujeres están bien, se dijo, piensan en cosas que no se le ocurrirían a ningún hombre. En una incineración hay siempre ruidos de maquinaria, los quemadores de gas que producen un estrépito espantoso, mientras que allí el silencio era casi perfecto, únicamente perturbado por el ruido relajante de los terrones que chocaban contra la madera y se desmenuzaban suavemente sobre la superficie del ataúd. En el centro del cementerio, el rumor del tráfico era casi imperceptible. A medida que la tierra llenaba la fosa, el ruido se volvió más sofocado, más mate; después colocaron la losa.

VIII

Recibió las fotos a media mañana del día siguiente. A pesar de que su suficiencia había irritado a Jasselin, debía reconocer que los técnicos de la policía científica solían hacer un excelente trabajo. Las fotos eran claras, bien iluminadas, de una magnífica definición a pesar de la distancia, se reconocía perfectamente la cara de cada una de las personas que se habían tomado la molestia de desplazarse al entierro del escritor. Las tiradas iban acompañadas de un lápiz USB que contenía las fotos en forma numérica. Lo envió en el acto a la brigada de delitos informáticos por correo interno, con una nota donde pedía que las cotejaran con el archivo de fotos de delincuentes fichados; ahora disponían de un programa informático de reconocimiento de rostros que les permitiría efectuar esta operación en cuestión de unos minutos. No tenía muchas esperanzas, pero al menos había que intentarlo.

Los resultados le llegaron a ultima hora de la tarde, cuando se disponía a marcharse a su casa; eran, como esperaba, negativos. Al mismo tiempo, la brigada de delitos informáticos había agregado una nota de síntesis de una treintena de páginas sobre el contenido del ordenador de Houellebecq, del que finalmente habían conseguido descifrar los códigos. Se la llevó para estudiarla tranquilamente en su casa.

Le recibieron los ladridos de Michou, que brincó en todas direcciones durante un cuarto de hora como mínimo, y el olor de un bacalao a la gallega; Héléne intentaba variar los sabores, pasaba del borgofión al alsaciano, de la Cocina provenzal a la del sudoeste; también tenía un gran dominio de las cocinas italiana, turca y marroquí, y acababa de inscribirse en un curso de iniciación a las cocinas de Extremo Oriente organizado por el ayuntamiento del distrito V. Héléne salió a abrazarle; llevaba puesto un bonito vestido de seda. «La cena estará lista dentro de diez minutos, si quieres…», dijo ella. Tenía un aspecto relajado, feliz, como siempre que no tenía que ir a la facultad; acababan de empezar las vacaciones de Todos los Santos. El interés de Héléne por la economía había disminuido mucho a lo largo de los años. Cada vez más, las teorías que trataban de explicar los fenómenos económicos, de prever sus evoluciones, le parecían más o menos igualmente inconsistentes, aventuradas, cada vez tenía más ganas de asemejarlas a la pura charlatanería; en ocasiones se decía que era incluso sorprendente que concedieran un Premio Nobel de Economía, como si esta disciplina pudiese alegar la misma metodología seria, el mismo rigor intelectual que la química o la física. También su interés por la docencia había decrecido mucho. En conjunto, los jóvenes ya no le interesaban gran cosa, sus alumnos eran de un nivel intelectual abrumadoramente bajo, hasta cabía preguntarse qué les habría empujado a emprender sus estudios. En el fondo de sí misma sabía que la única respuesta era que querían ganar dinero, todo el dinero posible; no obstante algunos arrebatos humanitarios de corta duración, era lo único que les alentaba realmente. Su vida profesional, en suma, podía reducirse al hecho de enseñar absurdidades contradictorias a cretinos arribistas, aunque evitaba formulárselo en términos tan claros. Proyectaba acogerse a una jubilación anticipada en cuanto su marido dejase la policía criminal; él no compartía este estado de ánimo, él seguía amando su trabajo, el mal y el delito le parecían asuntos tan urgentes, tan esenciales como cuando había empezado, veintiocho años atrás.

Encendió la televisión, era la hora de las noticias. Michou saltó a su lado en el sofá. Tras la descripción de un atentado suicida especialmente sangriento de terroristas palestinos en Hebrón, el presentador abordó la crisis que sacudía los centros bursátiles desde hacía varios días, y que amenazaba, según algunos especialistas, con ser peor que la de 2008: en total, un compendio muy clásico. Se disponía a cambiar de cadena cuando Héléne salió de la cocina y fue a sentarse en el brazo del sofá. Él dejó el mando a distancia; a fin de cuentas era el terreno de Héléne, se dijo Jasselin, ella se interesaba quizá un poco.

Tras un repaso de los principales centros financieros, apareció en el plató un
experto
. Héléne le escuchó con atención y una indefinible sonrisa en los labios. Jasselin le miraba los pechos por el escote del vestido: pechos de silicona, sí, habían realizado los implantes diez años antes, pero había sido un éxito, el cirujano había hecho un buen trabajo. Jasselin era totalmente partidario de los pechos de silicona que atestiguan que en la mujer existe cierta
buena voluntad erótica
; lo cual es en verdad lo más importante del mundo en el ámbito erótico, que retrasa en ocasiones diez y hasta veinte años la desaparición de la vida sexual de la pareja. Y además había maravillas, pequeños milagros: en la piscina, durante su única estancia en un hotel-club de la República Dominicana (Michel, su primer bichón, a punto estuvo de no perdonárselo, y se prometieron que no repetirían la experiencia, a no ser que encontrasen un hotel-club que admitiera perros, pero por desgracia no descubrieron ninguno), resumiendo, durante aquella estancia se había maravillado contemplando los pechos de su mujer, tumbada de espaldas en la piscina, que apuntaban hacia el cielo en una audaz negación de la gravedad.

Los pechos de silicona son ridículos cuando la cara de la mujer está atrozmente arrugada, cuando el resto de su cuerpo está degradado, adiposo y fláccido; pero ése no era el caso de Héléne, ni mucho menos. Su cuerpo se había mantenido delgado, sus nalgas firmes, apenas caídas; y el pelo castaño rojizo, espeso y rizado, le caía en una cascada todavía grácil sobre los hombros redondeados. En suma, era una mujer muy hermosa, Jasselin había tenido suerte, mucha suerte.

A muy largo plazo, por supuesto, todos los pechos de silicona se vuelven ridículos; pero a muy largo plazo ya no se piensa en esas cosas, se piensa en el cáncer de útero, en las hemorragias de la aorta y en otros asuntos por el estilo. Se piensa también en la transmisión del patrimonio, en el reparto de los bienes inmobiliarios entre los presuntos herederos, en fin, otras preocupaciones distintas de la silicona, pero aún no habían llegado a ese punto, se dijo él, no del todo, quizá esa noche hicieran el amor (o mejor mañana por la mañana, Jasselin prefería la mañana, le ponía de buen humor para la jornada), se podía decir que todavía tenían
algunos años hermosos
por delante.

La sección de economía acababa de terminar, pasaban ahora a la presentación de una comedia sentimental que se estrenaría al día siguiente en las pantallas francesas.

—¿Has oído lo que dice ese tipo, el experto? —preguntó Héléne—. ¿Has visto sus pronósticos?

No, de hecho él no había escuchado nada, se había conformado con mirarle los pechos, pero se abstuvo de interrumpirla.

—Dentro de una semana se verá que todos sus pronósticos eran falsos. Llamarán a otro experto, o incluso al mismo, y hará nuevas previsiones con la misma seguridad… —Sacudía la cabeza, desconsolada, casi indignada—. ¿Cómo puede considerarse una
ciencia
a una disciplina que ni siquiera consigue hacer pronósticos verificables?

Jasselin no había leído a Popper, no tenía a su alcance ninguna respuesta que darle; se limitó, por tanto, a posarle una mano en el muslo. Ella le sonrió antes de decir: «Va a estar lista ahora mismo», y volvió a la cocina, pero sacó de nuevo a colación el tema durante la cena. El crimen, le dijo a su marido, le parecía un acto profundamente humano, vinculado, por supuesto, con las zonas más sombrías de lo humano, pero humano al fin y al cabo. El arte, por poner otro ejemplo, estaba relacionado con todo: con las zonas sombrías, con las luminosas, con las intermedias. La economía casi no estaba ligada con nada, sólo con lo más maquinal, previsible y mecánico que había en el ser humano. No sólo no era una ciencia, sino que no era un arte, en definitiva no era prácticamente nada en absoluto.

El no estaba de acuerdo, y se lo dijo. Por haber frecuentado largo tiempo a criminales, podía asegurarle que se trataba de los individuos más maquinales y previsibles concebibles. En la casi totalidad de los casos mataban por dinero y sólo por dinero; por otra parte, era el motivo de que fuese tan fácil capturarles. Por el contrario, casi nadie, nunca, había trabajado
exclusivamente
por dinero. Había siempre otras motivaciones: el interés que le merecía su trabajo, la consideración que podía aportarle, las relaciones de simpatía con los colegas… Y tampoco casi nadie observaba un comportamiento totalmente racional en las compras. Probablemente era esta indeterminación fundamental de las motivaciones, tanto de los productores como de los consumidores, lo que volvía tan aventuradas y, a fin de cuentas, falsas las teorías económicas. En cambio, la investigación criminal podía abordarse como una ciencia o al menos como una disciplina racional. Héléne no supo qué responderle. La existencia de agentes económicos había sido desde siempre la
parte de sombra
, la falla secreta de toda teoría económica. Aunque ella juzgaba su trabajo con mucho desapego, la teoría económica representaba su contribución a las cargas del matrimonio, su estatuto en la universidad: beneficios simbólicos, en gran medida. Jean-Pierre tenía razón: ella tampoco se comportaba en absoluto como un
agente económico racional
. Héléne se distendió sobre el sofá, miró a su perrito que descansaba patas arriba, con el vientre al aire, extático, en el rincón inferior izquierdo de la alfombra del salón.

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