El mapa y el territorio (15 page)

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Authors: Michel Houellebecq

BOOK: El mapa y el territorio
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La última vez, que Jed recordara, la habitación principal, la sala, estaba vacía; ahora estaba amueblada con una cama y un televisor.

—Sí —dijo Houellebecq—, después de su visita me di cuenta de que era el primer visitante que entraba en esta casa, y que sería probablemente el último. Entonces me dije, ¿de qué sirve mantener la ficción de una habitación donde recibir? ¿Por qué no instalar directamente mi dormitorio en la habitación principal? Al fin y al cabo, me paso la mayoría de los días tumbado; suelo comer en la cama, viendo dibujos animados en la Fox TV; no es que organice
cenas
.

Había pedazos de biscotes y lonchas de mortadela esparcidos por las sábanas, manchadas de vino y con algunas quemaduras.

—Pero vayamos a la cocina… —propuso el autor de
Renacimiento
.

—He venido a sacar fotos.

—¿En las cocinas no funciona su cámara?

»He recaído… He recaído totalmente en los embutidos —prosiguió sombríamente Houellebecq. En efecto, la mesa estaba sembrada de envoltorios de chorizo, de mortadela, de paté de campaña. Tendió a Jed un sacacorchos y, una vez abierta la botella, bebió de un trago un primer vaso, sin oler el buqué del vino, sin siquiera hacer un simulacro de degustación. Jed tomó una docena de primeros planos, procurando variar los ángulos.

—Me gustaría hacerle fotos en su despacho…, el sitio donde trabaja.

El escritor emitió un gruñido poco entusiasta, pero se levantó y le precedió hacia un pasillo. Las cajas de mudanza apiladas a lo largo de las paredes no habían sido todavía abiertas. Le había salido barriga desde la última vez, pero su cuello y sus brazos seguían igual de descarnados; parecía una vieja tortuga enferma.

El despacho era un cuarto grande, rectangular, de paredes desnudas, prácticamente vacío, exceptuando tres mesas de jardín de plástico verde botella arrimadas a una pared. Sobre la mesa central había un iMac de 24 pulgadas y una impresora láser Samsung; hojas de papel, impresas o manuscritas, llenaban las otras mesas. El único lujo era un sillón giratorio de cuero negro y respaldo alto, provisto de ruedas.

Jed sacó algunas fotos del conjunto del cuarto. Al ver que se acercaba a las mesas, Houellebecq tuvo un sobresalto nervioso.

—No se preocupe, no voy a mirar sus manuscritos, sé que lo detesta. Aun así… —reflexionó un instante—, me gustaría ver qué aspecto tienen sus anotaciones, sus correcciones.

—Preferiría no enseñárselo.

—No voy a mirar el contenido. Es sólo para tener una idea de la geometría del conjunto, le prometo que en el cuadro nadie reconocerá las palabras.

Houellebecq, reticente, sacó algunas hojas. Había muy pocas tachaduras, pero sí numerosos asteriscos en mitad del texto, acompañados de flechas que guiaban hasta otros bloques de texto, algunos en el margen, otros en hojas separadas. Dentro de estos bloques, de una forma burdamente rectangular, nuevos asteriscos remitían a nuevos bloques, formando como una arborescencia. La letra era inclinada, casi ilegible. Houellebecq no apartó la vista de Jed durante todo el tiempo que empleó en tomar sus negativos, y suspiró con visible alivio cuando se alejó de la mesa. Al salir del despacho, cerró tras él la puerta, cuidadosamente.

—No es el texto sobre usted, aún no lo he empezado —dijo, al volver hacia la cocina—. Es un prefacio para una reedición de Jean-Louis Curtis en
Ómnibus
, tengo que entregarlo. ¿Quiere un vaso de vino?

Hablaba ahora con una jovialidad exagerada, sin duda para que Jed olvidase la frialdad inicial de su recibimiento. El Château Ausone estaba casi acabado. Abrió un armario con un gesto amplio y descubrió una cuarentena de botellas.

—¿Argentino o chileno?

—Chileno, para variar.

—Jean-Louis Curtis está totalmente olvidado hoy. Escribió unas quince novelas, cuentos, un libro de pastiches extraordinario…
La France m'épuise
contiene, en mi opinión, los pastiches más logrados de la literatura francesa; sus imitaciones de Saint-Simon, de Chateaubriand son perfectas; también se las compone muy bien con Stendhal y Balzac. Y sin embargo hoy no queda nada de eso, ya no le lee nadie. Es injusto, era un autor bastante bueno en un género un poco conservador, un poco clásico, pero intentaba hacer su trabajo honestamente, o sea, lo que él juzgaba que era su trabajo.
La Quarantaine
me parece un libro muy logrado. Hay una auténtica nostalgia, una sensación de pérdida en el tránsito de la Francia tradicional al mundo moderno, leyéndole se puede revivir perfectamente ese momento; rara vez es caricaturesco, aparte de algunas veces con ciertos personajes de curas izquierdistas. Y luego
Un jeune couple
es un libro muy sorprendente. Abordando exactamente el mismo tema que Georges Perec en
Las cosas
, consigue no ser ridículo en comparación, lo que no es poco. Evidentemente no tiene el virtuosismo de Perec, pero ¿quién lo tuvo, en su siglo? Nos puede asombrar también que toma partido por los jóvenes, por las tribus de hippies que en aquel tiempo, al parecer, atravesaban Europa con una mochila, rechazando la «sociedad de consumo», como se decía entonces; el rechazo de Curtis de esa sociedad es, sin embargo, tan fuerte como el de ellos y descansa en fundamentos mucho más sólidos, como se ha visto hasta la saciedad después. Georges Perec, por el contrario, acepta la sociedad de consumo, la considera con razón el único horizonte posible, sus consideraciones sobre el éxito de Orly me parecen absolutamente convincentes. Han catalogado erróneamente de
reaccionario
a Jean-Louis Curtís, es sólo un buen autor un poco triste, convencido de que la humanidad apenas puede cambiar, en un sentido o en otro. Un amante de Italia, plenamente consciente de la crueldad de la mirada latina sobre el mundo. En fin, no sé por qué le cuento todo esto, a usted le importa un bledo Jean-Louis Curtis, y se equivoca, por cierto, debería interesarle, también en usted percibo una especie de nostalgia, pero esta vez es una nostalgia del mundo moderno, de la época en que Francia era un país industrial, ¿o me engaño?

Sacó de la nevera chorizo, salchichón, pan rústico.

—Es verdad —respondió Jed al cabo de una larga reflexión—. Siempre me han gustado los productos industriales. Nunca se me hubiera ocurrido fotografiar, por ejemplo…, un salchichón. —Extendió la mano hacia la mesa, se disculpó al instante—. Bueno, es muy rico, no quiero decir eso, lo como con placer… Pero fotografiarlo no. Hay esas irregularidades de origen orgánico, esas venillas de grasa diferentes de una rodaja a otra. Es un poco… desalentador.

Houellebecq sacudió la cabeza y separó los brazos como si entrara en un trance tántrico; lo más probable era que estuviera ebrio e intentara conservar el equilibrio en el taburete de cocina donde se había acuclillado. Cuando volvió a hablar su voz era suave, profunda, embargada de una emoción ingenua.

—En mi vida de consumidor —dijo—, habré conocido tres productos perfectos: los zapatos Paraboot Marche, el combinado ordenador portátil-impresora Canon Libris y la parka Camel Legend. He amado apasionadamente estos productos, me habría pasado la vida en su compañía, comprando periódicamente, a medida que se fueran gastando, productos idénticos. Se había establecido una relación perfecta y fiel que me hacía ser un consumidor feliz. Mi vida no lo era en absoluto, desde todos los puntos de vista, pero al menos tenía esto: a intervalos regulares podía comprarme un par de mis zapatos favoritos. Es poco pero es mucho, sobre todo cuando se tiene una vida interior bastante pobre. Pues bien, me han privado de esta alegría, esta alegría sencilla. Al cabo de unos años, mis productos favoritos han desaparecido de las estanterías, lisa y llanamente han dejado de fabricarlos; y en el caso de mi pobre parka Camel Legend, sin duda la más hermosa jamás fabricada, sólo sobrevivió una temporada… —Empezó a llorar, lentamente, con grandes lagrimones, se sirvió otro vaso de vino—. Es brutal, ¿sabe usted?, terriblemente brutal. Mientras que las especies animales más insignificantes tardan miles, a veces millones de años en desaparecer, los productos manufacturados son desterrados de la superficie del planeta en unos días, nunca se les concede una segunda oportunidad, no les queda más remedio que sufrir, impotentes, el
diktat
irresponsable y fascista de los responsables de las líneas de producción, que naturalmente saben mejor que nadie lo que quiere el consumidor, que pretenden captar en él una
espera de novedades
, que lo único que hacen en realidad es transformar su vida en una búsqueda agotadora y desesperada, un vagabundeo sin fin entre lineales eternamente modificados.

—Comprendo lo que quiere decir —intervino Jed—, sé que a mucha gente le partió el corazón que dejaran de fabricar el Rolleiflex de doble objetivo. Pero quizá entonces… Quizá deberíamos reservar nuestra confianza y amor para los productos extremadamente onerosos, que gozan de un rango mítico. No me imagino, por ejemplo, que Rolex suspenda la producción del Oyster Perpetual Day-Date.

—Usted es joven… Usted es jovencísimo… Rolex hará lo mismo que los demás. —Se apoderó de otras tres rodajas de chorizo, las colocó sobre un pedazo de pan, engulló ambas cosas y se sirvió otro vaso de vino—. Me ha dicho que acaba de comprarse una cámara nueva… Enséñeme el manual.

Recorrió durante dos minutos las instrucciones de la Samsung ZRT-AV2, moviendo la cabeza como si cada una de las líneas confirmara sus sombrías predicciones.

—Pues sí… —dijo finalmente, devolviéndole el manual—. Es un bello producto, un producto moderno; puede usted amarlo. Pero debe saber que dentro de un año, dos a lo sumo, será reemplazado por otro nuevo, de características supuestamente mejoradas.

»También nosotros somos productos —continuó—, productos culturales. Nosotros también llegaremos a la obsolescencia. El funcionamiento del mecanismo es idéntico, con la salvedad de que no existe, en general, mejora técnica o funcional evidente; sólo subsiste la exigencia de novedad en estado puro.

»Pero esto no es nada, no es nada… —prosiguió, con ligereza. Empezó a cortar un segundo salchichón y luego, con el cuchillo en la mano, se interrumpió para entonar con una voz potente—: ¡Amar, reír y cantar!

Con un ademán amplio barrió la botella de vino, que se estrelló contra las baldosas del suelo.

—Voy a recoger —dijo Jed, levantándose de un brinco.

—No, déjelo, no importa.

—Podríamos cortarnos, si hay añicos de cristal. ¿Tiene una bayeta?

Miró a su alrededor, Houellebecq daba cabezadas sin responder. En un rincón vio una escobilla y un recogedor de plástico.

—Voy a abrir otra botella —dijo el escritor. Se levantó, atravesó la cocina zigzagueando entre los añicos de cristal que Jed recogía como mejor podía.

—Ya hemos bebido bastante… Por mi parte, ya he hecho todas las fotos.

—¡Vamos, no se irá a marchar ahora! Justo cuando empezábamos a divertirnos… ¡Amar, reír y cantar! —entonó de nuevo, antes de beber de un trago un vaso de vino chileno—. ¡Cofia de mier! ¡Taberno! ¡Taberno! —añadió, con convicción. Hacía ya algún tiempo que el ilustre escritor había contraído esta manía de emplear palabras raras, a veces en desuso o francamente impropias, cuando no neologismos infantiles al estilo del capitán Haddock. Los escasos amigos que le quedaban, como sus editores, le perdonaban esta flaqueza, al igual que se perdona prácticamente todo a un viejo decadente fatigado.

—Es pomposa, esa idea que ha tenido de hacerme un retrato, realmente pomposa.

—¿De verdad? —se asombró Jed. Terminó de recoger los añicos, lo metió todo en un saco de basura especial para cascotes (Houellebecq, al parecer, no tenía otros), volvió a sentarse a la mesa y cogió una loncha de salchichón.

—¿Sabe? —continuó, sin perder el aplomo—. Me he propuesto hacer bien este cuadro. Estos últimos diez años he intentado representar a gente de todas las capas de la sociedad, desde el carnicero caballar hasta el director general de una multinacional. Mi único fracaso fue cuando intenté representar a un artista, más concretamente a Jeff Koons, no sé por qué. Bueno, también fracasé en el caso de un cura, no supe abordar el asunto, pero en el caso de Koons fue peor, había empezado el cuadro y me vi obligado a destruirlo. No quiero quedarme con este fiasco, y con usted creo que me resarciré. Hay algo en su mirada, no sabría decir qué, pero creo que puedo transcribirlo…

La palabra
pasión
pasó de repente por la cabeza de Jed, y de golpe se remontó diez años atrás, durante el último fin de semana que había pasado con Olga. Era el domingo de Pentecostés, en la terraza del castillo de Vault-de-Lugny. La terraza dominaba el parque inmenso, cuyos árboles agitaba una brisa ligera. Anochecía, la temperatura era de una suavidad ideal. Olga parecía absorta en la contemplación de su medallón de bogavante, no había dicho nada desde hacía un minuto como mínimo, y cuando levantó la cabeza le miró directamente a los ojos y le preguntó:

—¿Sabes por qué, en el fondo, les gustas a las mujeres?

Él masculló una respuesta indistinta.

—Porque gustas a las mujeres —insistió Olga—, supongo que habrás tenido ocasión de darte cuenta. Eres bastante guapito, pero no es por eso, la belleza es casi un detalle. No, es otra cosa…

—Dime.

—Es muy simple: porque tienes una mirada intensa. Una mirada apasionada. Y es eso, ante todo, lo que buscan las mujeres. Si leen una energía, una pasión, en la mirada de un hombre lo encuentran seductor.

Mientras él meditaba sobre esta conclusión ella bebió un sorbo de Meursault, probó su entrante.

—Evidentemente… —dijo, un poco más tarde, con una leve tristeza—, cuando esta pasión no se dirige a ellas, sino a una obra artística, son incapaces de darse cuenta…, bueno, al principio.

Diez años después, observando a Houellebecq, Jed tuvo conciencia de que también tenía algo en la mirada, una pasión, incluso algo alucinado. Debía de haber inspirado pasiones amorosas, quizá violentas. Sí, a juzgar por todo lo que sabía de las mujeres, parecía probable que algunas de ellas se hubieran prendado de aquella oveja torturada que ahora balanceaba la cabeza devorando lonchas de paté de campaña, manifiestamente indiferente de pronto a todo lo que pudiese asemejarse a una pasión amorosa, y también seguramente a cualquier relación humana.

—Es cierto, sólo siento un débil sentimiento de solidaridad con respecto a la especie humana… —dijo Houellebecq, como si hubiese adivinado los pensamientos de Jed—. Diría que mi sentimiento de pertenencia disminuye un poco todos los días. Sin embargo me gustan sus últimos cuadros, aunque representen a seres humanos. Tienen algo… de general, diría, que trasciende la anécdota. Bueno, no quiero adelantarle mi texto, de lo contrario no escribiría nada. A propósito, ¿no le molesta mucho que no lo termine a finales de marzo? La verdad es que no estoy muy en forma en este momento.

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