El médico de Nueva York (2 page)

BOOK: El médico de Nueva York
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Al ver la sangre, el desconocido se humedeció los labios. Antaño había sido carnicero, pero el negocio no había funcionado. La pelea de gallos le había traído antiguos recuerdos a la memoria. El corazón le latía deprisa.
Vixen
lo notó y lanzó varios bufidos y brincó. La ramera flaca se situó al lado de
Vixen,
abriéndose paso a empujones, y acarició la pierna del irlandés.

—Excitante, ¿verdad?

—Ahora no —respondió el hombre, tirando de la rienda del caballo.

La mujer agitó su cabellera rubia y se alejó. El gallo blanco lanzó un gemido ahogado. A pesar de estar ya acabado, consiguió avanzar unos pasos hasta chocar contra la verja; se revolvió con violencia antes de caer al suelo, aceptando definitivamente la muerte.

—¡Fraude! —exclamó alguien.

El viejo había desaparecido.

El gallo marrón examinó a su enemigo muerto; luego se arregló las plumas con el pico, se pavoneó y cacareó, anunciando a todo el mundo su victoria, sobre todo a los gallos locales.

No muy lejos de allí, unas gallinas le respondieron. Los jugadores, absolutamente perplejos, reaccionaron con igual conmoción; los ganadores gritando con entusiasmo, los perdedores protestando. El irlandés no pudo disimular su alegría.

—¡He ganado cinco libras!

El tipo achaparrado lo miró con recelo.

—Aquí hay gato encerrado.

—Eso no es asunto mío.

Temió que el hombre se negara a pagarle. De ser así, le cortaría la garganta sin darle tiempo a pestañear.

El hombre, suavizando la expresión, le pagó; en chelines. Al irlandés no le molestó. Los guardó en el monedero verde y los que no le cupieron allí, en la alforja, mientras imaginaba ya la noche de alcohol que le esperaba. No de cerveza, sino de ron. Y en compañía de una puta con quien luego retozaría hasta hacerla chillar. Las putas eran lo mejor, pues al pagar por sus servicios el cliente sabía que eran suyas. Además, nunca creaban problemas.

Dos negros, un hombre y un chico de mirada estrábica, se abrieron paso entre los presentes. El hombre recogió el gallo marrón, aún excitado, y le besó y acarició hasta que consiguió calmarle. El chico arrojó al animal muerto a un cesto y se apresuró a limpiar la sangre y las plumas con agua y una escoba.

El irlandés ladeó la cabeza para apurar hasta la última gota de la jarra; pero estaba vacía. La lanzó al suelo con desprecio y buscó con la mirada a las rameras. La pequeña de tetas caídas y grandes como melones le dedicó una sonrisa antes de acercarse.

—Me llamo Joy.
[1]

—Ya lo sé —refunfuñó mientras se inclinaba hacia ella para agarrarle un seno.

—¡Oye, tú, mantén las manos quietas! Esto es mío hasta que vea algo de dinero —replicó la ramera al tiempo que le estrujaba el culo con una mano y con la otra señalaba la alforja.

El desconocido la asió por las muñecas.

—Eso es mío hasta que yo diga lo contrario.

—Me haces daño.

—Nadie se burla de mí, de eso puedes estar segura. Algunos saben por experiencia que hablo en serio. —Rió con despecho—. Pero no están aquí para contarlo, ¿verdad?

—Gilipollas.

Hizo ademán de pegarla.

—Venga, vete.

Joy le pasó la mano por la pierna hasta llegar a la ingle.

—Puedo hacerte muy feliz.

El irlandés ya se había olvidado de ella. Empujó un poco a
Vixen
y buscó al Gordo. Ya se había largado.

2

Martes 14 de noviembre. Más tarde

El irlandés, de nombre Thomas Hickey, presionó con las manos la alforja, los bolsillos y el monedero para asegurarse de que sus ganancias estaban seguras y luego condujo a
Vixen
fuera del establo, lejos del murmullo de los jugadores ebrios que aún comentaban la pelea de gallos.

La noche era muy fría, pero por lo menos había cesado de nevar. Hickey se dirigió hacia la hoguera para calentarse un poco, pensando de nuevo en lo bien que le sentaría un poco de ron, un rato de diversión y un polvo. Pero aún tendría que esperar un rato. Condujo el caballo hacia el camino, donde se cruzó con el hombre con dolor de muelas. Sin dejar de retorcerse, éste clavó la mirada en Hickey, vaciló un instante y decidió moverse.

El Gordo montó el caballo refunfuñando y se marchó en dirección sur. Hickey contempló con pesar las luces de Cross Keys mientras se alejaba; oyendo las risas de la taberna, decidió tomar la misma dirección que el Gordo, sin prisas.

El pueblo de Kingsbridge no ofrecía iluminación alguna a lo largo del camino para orientar al viajero exhausto. Tiritando de frío, Hickey se subió el cuello para protegerse del viento helado que soplaba de Nueva Inglaterra.

Cuando por fin se hubo acostumbrado a la oscuridad, descubrió que el camino estaba desierto y misteriosamente tranquilo. De repente vislumbró el destello de una luz a su derecha. Se volvió.

Por el letrero que colgaba en la entrada supo que la taberna se llamaba El Gallo Luchador. Se dijo que la gente de esa zona no pensaba en otra cosa que en gallos. La yegua gris moteada del Gordo estaba atada a la baranda exterior de la taberna, junto con tres caballos más. Los animales no dejaban de relinchar y remover la nieve con las patas.

En el interior del local la fragancia a café y pasteles dulces se mezclaba con el olor a cerveza, ron, tabaco, humo y cordero asado; la combinación despertaba el apetito y la sed a cualquiera.

Un hombre pequeño con un gran quiste en medio de la cabeza calva atendía el bar. Había cuatro más sentados a las mesas. El Gordo no estaba a la vista. Un camarero menudo se abrió paso sosteniendo una bandeja casi tan grande como él.

—¿Acaba de entrar un hombre algo rechoncho?

—Ahí detrás, señor —respondió el joven, señalando con el mentón hacia la puerta cerrada de la parte trasera.

Hickey se encaminó hacia la barra.

—Ron.

Lo apuró de un trago y soltó unas monedas.

—Otro.

Se llevó esa segunda copa hacia la parte trasera. No llamó a la puerta. Entró en una pequeña habitación
y
se sentó a la mesa de roble frente al Gordo, que todavía llevaba el pañuelo atado a la cabeza. Sin dejar de mover los ojos viperinos, el hombre dijo:

—Supongo que eres leal a Su Majestad.

—Por dinero soy leal a quien haga falta —replicó Hickey con una amplia sonrisa que dejó al descubierto su dentadura amarilla—. Trabajé para el loco Jorge una vez y puedo volver a hacerlo.

El Gordo se inclinó sobre la mesa y empezó a hablar, hasta que una llamada a la puerta le interrumpió.

—¡Maldita sea! ¿Qué ocurre?

El chico entró con otra ronda de cerveza. Tras depositar las jarras encima de la mesa, corrió hacia la puerta y regresó con bandejas de cordero asado, patatas y pan. Comenzó a disponer los alimentos sobre la mesa, pero el Gordo le ordenó que saliera.

—Da algo al chico por las molestias —sugirió Hickey, quien, molesto por la ausencia de fuego, se arropó mejor con el abrigo.

El Gordo frunció el entrecejo y arrojó un penique al chico, quien lo recogió hábilmente antes de salir y cerrar la puerta.

—¿Qué noticias traes?

—Cierto caballero que hasta ahora ha estado ocupado en Boston llegará a Nueva York. He dado al bobo de mi lugarteniente tres botellas de coñac, y me ha ofrecido a cambio su fidelidad. Cuando ese caballero llegue a Nueva York, necesitará guardias.

—Eso no es una novedad —replicó el Gordo, mientras se llevaba una chuleta de cordero a la boca con gran satisfacción.

—Llegará a Kingsbridge antes de la medianoche —explicó Hickey, alzando la jarra—. Ha estado yendo y viniendo de Cambridge furtivamente. Kingsbridge es su apeadero de camino a Nueva York. Todavía no he averiguado por qué viene al sur; quizá por una mujer. Cuando se encuentra en Kingsbridge, se hospeda en la taberna Cross Keys, enfrente del establo.

—Eso ya lo sabemos.

—En Nueva York tiene una cita con un hombre.

—Lo sabemos.

—Si sabéis tanto, ¿para qué me necesitáis?

El Gordo carraspeó y bebió un trago de cerveza.

—Es un tipo de Connecticut, llamado Bushnell —prosiguió Hickey mientras masticaba una patata untada en grasa de cordero.

—Hemos oído hablar de él.

—Otra vez, maldita sea. Ese tipo viene de Connecticut y nuestro hombre ha viajado desde Cambridge hasta Kingsbridge; aun así, la cita tendrá lugar en Nueva York. ¿Sabéis por qué? —Hickey echó a reír—. No se fía del tabernero, Alfred Abbott.

—La gente es así —repuso el Gordo, haciendo una mueca al ver sangre en la manga del abrigo de Hickey—. ¿Qué tienes en la manga?

Hickey chasqueó la lengua al tiempo que se frotaba la manga del abrigo con la mesa mojada de cerveza.

—Uno de los gallos me salpicó. Me sorprende que el chorro de sangre llegara tan alto.

—Debía de ser un buen gallo.

—En fin —dijo Hickey, comiendo
y
bebiendo tan rápido como podía—, ¿qué puedo hacer por vosotros?

El Gordo se quitó el pañuelo de la cabeza y se sirvió otra jarra de cerveza. La bebió pausadamente y luego se secó los labios con los dedos
y
éstos con el pañuelo.

Hickey dejó de comer, a la espera.

—Queremos que mates a ese hombre, Hickey.

El irlandés se quitó restos de comida de los dientes.

—Decid cuándo. Podría hacerlo esta misma noche. Una puñalada entre las costillas mientras duerme.

—Todavía no. No seas impaciente. El momento debe ser el más propicio. Y tal vez no queramos que se haga ni con un puñal ni con una pistola.

—¿Con qué, entonces? ¿Queréis que lo ahorque?

El Gordo respiró hondo.

—Una muerte menos violenta sería lo ideal.

Hickey dejó de comer.

—¿Por qué no lo haces tú mismo?

—Lo preferimos así.

—¿Tenéis miedo de los Hijos?

—Eso no importa.

—Seré una tumba. ¿Cuánto?

—Más que suficiente. ¿Sólo te preocupa el dinero? ¿Con cuánto te sentirás bien pagado?

El irlandés echó la cabeza hacia atrás y apuró la cerveza de un trago.

—Sólo me interesan las mujeres. —Eructó—. Mujeres suculentas que se abran de piernas y griten, griten y griten.

—Eres un desgraciado.

—¿Ah, sí? ¿Qué tal un poco de ron?

3

Miércoles 15 de noviembre. Muy de mañana

—¡Ah del barco! ¿Qué barco?

A pesar de que el mar estaba agitado y el viento soplaba con fuerza, la voz del marinero se oyó con claridad.

—¿Qué barco?

El capitán Boulderson cerró el catalejo. De nada le servía en la oscuridad. Donde momentos antes sólo había divisado oscuridad estigia, de pronto distinguía pálidos destellos de luz y vagas imágenes de banderas y gallardetes en medio de masas de velas. El
Union Jack,
incluso en las tinieblas, era inconfundible. Unos minutos más y se reunirían con la Flota Real.

—¡A puerto, timonel! —exclamó Boulderson.

—Sí, señor.

—¿Qué barco? —se oyó de nuevo en medio del crujir de las velas.

—Díselo, contramaestre.

—Paquebote
Conde de Halifax,
de Falmouth —comunicó el contramaestre a través del cuerno—. Capitán Boulderson al mando. ¿Quién demonios eres?

—La
Duquesa
del jodido
Gordon,
si te interesa saberlo. Y el
Asia
os está oliendo el culo. ¿Qué hacéis rumbo a Nueva York?

—Eso es asunto nuestro.

—Un día de estos será asunto nuestro. ¿Sabéis que Nueva York es un polvorín?

—Mejor, eso caldeará el ambiente.

—¿Qué noticias traéis de Londres? ¿Ocurrirá?

—Yo no sé nada.

—A decir verdad, yo tampoco. Venga, pasad rápido,
Conde de Halifax.
Luego te invitaré a una copa en Nueva York.

—Me beberé ésa y otras diez más.

Así pues, en noviembre del año 1775 el
Conde de Halifax
, que devolvía a un joven a su casa después de varios años en el extranjero, navegó sin incidente alguno desde el estrecho hasta Nueva York, una ciudad sitiada y, de momento, con dos gobiernos: el del rey y el de los patriotas. Se avecinaba una guerra que nadie creía llegara a estallar, aunque todo el mundo sabía que era inevitable. Se avecinaba una guerra y también un nuevo mundo.

Agarrado a la baranda de la cubierta del
Conde de Halifax,
el joven agradeció llevar puesta ropa de abrigo. El invierno en Nueva York era tan frío como lo recordaba.

Se habían hecho a la mar a principios de octubre, hacía ya siete semanas y dos días. Una vez cruzado el estrecho, supo que ya faltaba poco para arribar a su hogar.

Aunque al principio el recién llegado se sintió desconcertado por la presencia de la Flota Real, luego se tranquilizó. La ciudad era considerada un nido de
tories,
seguidores leales del rey Jorge. La misión de la flota inglesa consistía precisamente en salvaguardar ese nido. El problema se solucionaría pronto; tenían que solucionarlo conjuntamente las colonias turbulentas y el rey.

Amaneció mientras entraban en la bahía. Delante, a la izquierda, y a pesar de la niebla y la nieve, se divisaban los acantilados de Nueva Jersey; a la derecha, la ciudad de Nueva York. El joven forzó la mirada para distinguir la isla cubierta de niebla, ansioso por vislumbrar la ciudad que lo había visto nacer.

Impaciente, tropezó con una bolsa de piel negra que tenía a sus pies; decidió colocarla junto a dos grandes baúles de viaje del mismo material.

Su compañero sonrió burlón.

—Impaciente, ¿verdad?

—Bastante —respondió.

Tenía veintinueve años, era alto, ancho de espaldas y vestía unos calzones ajustados de terciopelo azul doblados bajo las rodillas, a juego con un abrigo también ceñido, medias blancas, botas altas negras y un grueso manto negro de lana. A diferencia de su amigo, desdeñaba la moda de usar peluca, prefiriendo llevar su espesa cabellera rubia atada atrás con un lazo de terciopelo negro. Ese día lucía un sombrero.

El color del pelo y su tez rosada revelaban su ascendencia holandesa. Se llamaba John Peter Tonneman.

Cual buque fantasma, el
Conde de Halifax
recorrió la última parte de la travesía a través de la niebla. Todo el mundo alrededor de Tonneman estaba ajetreado; se oían voces en la cubierta y los pisos inferiores, acalladas sólo por el crujido de las velas. Una agradable brisa hinchó de repente las velas, y los marineros se llamaron entre sí. El viento empezó a disipar la niebla que se había formado a consecuencia de las primeras nieves, y la ciudad de Nueva York apareció espléndida en el horizonte, con toda su belleza, coronada por los pálidos destellos de las farolas.

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