Read El médico de Nueva York Online
Authors: Maan Meyers
—¿Por qué? ¿Llevaba uniforme?
—No exactamente.
—No te entiendo. ¿Pertenecía al campamento Bayard o al regimiento de Nueva York?
—Estaba muy oscuro, y no podría asegurarlo. Por eso no se lo conté antes. Ese hombre se alejaba del Collect, no en dirección al campamento, sino a la ciudad. Mediría metro setenta y no era nada corpulento. No distinguí el color del abrigo. Algo en él me hizo pensar que era un soldado. Quizá la manera de andar; como un soldado. —Quintin se encogió de hombros.
—¿Cuántos años tenía?
—No podría decirlo.
—¿Le oíste la voz?
El negro negó con la cabeza.
—¿Habías bebido esa noche, Quintin?
El negro se sintió ofendido por la pregunta. Poniéndose en pie, respondió:
—Soy cristiano, señor Daniel; hace ya diez años, desde que cumplí los catorce. Desde entonces llevo a Cristo en el corazón y no he bebido más alcohol.
—Mis más sinceras disculpas. —El alguacil se sonrojó—. Gracias por habérmelo contado.
—Sí, señor. He hecho lo que debo hacer. Ahora, si me perdona, tengo trabajo que hacer.
Quintin, todavía indignado, se marchó sin quitarse el sombrero.
Goldsmith, disgustado, lo siguió. Quintin atizaba el fuego, gruñendo con el esfuerzo. El alguacil lo observó. Quintin fingió no verle.
Lanzando un suspiro, Goldsmith decidió reemprender el camino de regreso. No podía quitarse a Quintin de la cabeza. El negro tenía veinticuatro años, la misma edad que él, pero vivían en dos mundos distintos.
El alguacil tenía la intención de hacer lo que todos los días. Después de pasear por la zona este del Collect, rondaría por el oeste. Sin embargo, determinó romper esa rutina.
En el distrito oeste, en Church y Barkley Streets, al otro lado del King's College, al noroeste del Common, se extendía la zona conocida como «la tierra sagrada» por los prostíbulos y alcahuetas que trabajaban en ellos. Goldsmith se dirigió hacia una puerta roja y la golpeó.
—¿Quién es?
—Soy yo, Molly.
Se oyeron unos pasos rápidos. La puerta se abrió y una mujer de pelo negro y sedoso invitó al alguacil a pasar.
—Oh, mi dulce Danny, ¿dónde has estado? Te he echado de menos.
El hombre sonrió tímidamente.
—Pero si nos vimos ayer.
Molly torció el gesto. Lucía un abrigo que había visto tiempos mejores. Se lo abrió. Debajo sólo llevaba una camisa rosa muy fina y unas medias de lana tupidas. Tampoco usaba zapatos.
—Bueno, pues desde ayer te echo de menos.
La habitación era pequeña y oscura, sin chimenea y con una única vela. El mobiliario se reducía a una cama estrecha, una silla y una caja de madera que hacía las veces de ropero. De la pared colgaba un espejo dorado.
Molly se sentó en la cama, agarró a Goldsmith del brazo y lo invitó a magrearle los senos. La prostituta sonrió satisfecha y caprichosamente mientras se miraba en el espejo.
—¿Estás preparado? Yo siempre estoy preparada para ti.
El cuerpo de Molly despedía un olor a almizcle en absoluto desagradable.
Goldsmith se desasió con delicadeza.
—Nada de eso ahora, señorita Weiss.
—¿Qué pasará si no te hago caso? —Le quitó el sombrero y empezó a mesarle el cabello—. ¿Me pegarás?
—¿Conoces a una chica guapa, de unos veinticinco años, alta, esbelta y menuda?
—¿Para qué quieres una puta escuálida como ésa, cuando me tienes a mí?
—Se trata de un asunto muy serio, Molly.
La chica compuso una expresión de falsa seriedad.
—Lo siento. Continúa, seré buena.
—Pelo rojizo. Con una cicatriz en la mano y una marca en el hombro derecho. Una «f» o una «p».
—Creo que no la conozco.
—¿Has oído a alguna de las
damas
quejarse de un cliente a quien gusta morder en el trasero?
—¿Estás de broma?
—¿Por qué?
—Eso es harto frecuente en mi trabajo.
—¿Quieres decir que os muerden? ¿Y lo permitís?
—No tenemos otra alternativa, Daniel. Así nos ganamos la vida.
Alguien golpeó la puerta.
—¿Molly?
—Voy ahora mismo, cariño —respondió la mujer.
Goldsmith lanzó un suspiro.
—Si sabes algo de mi pelirroja, o del mordedor, házmelo saber.
—Sí, alguacil. —Le besó en la mejilla—. Pásate más a menudo para que no me olvide de ti.
Una vez en el exterior, Goldsmith volvió a suspirar y se cruzó con un hombre alto que iba muy abrigado. Lo observó entrar en la habitación de Molly hasta que la puerta roja se cerró. El alguacil se enderezó el sombrero, regresó al pie del Collect y reanudó su ronda habitual. Pasó por delante de la fábrica de polvos para el cabello y almidón en Magazine Street y tomó de nuevo la dirección norte, esta vez para pasear por el lado oeste del estanque. Si en la zona este apenas había algo, menos aún en la oeste; sólo la Gun Powder Magazine, otra tenería y más ciénaga. Goldsmith caminó sin prestar atención a lo que le rodeaba. Ya no pensaba en Molly.
Estaba tan absorto reflexionando sobre la información que le había proporcionado Quintin acerca del hombre blanco que ni se percató de que ya había llegado a Catherine Street, donde se construía el hospital. «¿Qué demonios significa eso del soldado?»
La ciudad estaba llena de soldados, aunque no todos lo parecían; unos vestían harapos, otros camisas de caza y algunos el uniforme azul de la armada continental. Si Quintin estaba en lo cierto, tenía que ser un soldado veterano. La mayoría de soldados continentales parecían cualquier cosa menos militares.
Aquello no tenía nada que ver con la guerra. Se trataba pura y simplemente de un caso de asesinato; un brutal asesinato.
Debía contárselo a alguien, pero ignoraba dónde podría encontrar al concejal Brewerton. Rutgers Hill se hallaba más cerca que el ayuntamiento y el alcalde. Así pues, Goldsmith decidió explicárselo al doctor Tonneman. Quería comunicarle que conocía a una persona que había sido testigo del asesinato.
Jueves 16 de noviembre. Mañana
El taller de impresión que Tonneman buscaba se hallaba en Hanover Square. El establecimiento, que a su vez era librería y papelería, ocupaba el primer piso de una casa de ladrillo pintada de blanco.
Encima del letrero del taller había otro que indicó a Tonneman que allí encontraría a Joseph Pearsall, relojero.
De repente se abrió la puerta principal, y un chico de pelo rubio salió corriendo con un legajo de periódicos bajo el brazo.
Por detrás de Tonneman pasó un carro a toda velocidad.
—Venga, venga —exclamó una voz joven mientras otro muchacho saltaba del carro y se dirigía hacia la puerta. Era el chico del árbol.
—Vete al carajo, Ben —espetó el primero mientras colocaba los periódicos en la parte trasera del carro. Luego regresó a la tienda y cerró de un portazo. Espantada, la yegua empezó a levantar nieve con las patas.
—Basta ya.
El chico moreno se volvió.
—¿Señor?
Tonneman se había equivocado; ese jovencito era mayor y más corpulento que el del árbol. Aun así, tenía la misma cara exótica y los mismos ojos negros.
—Busco el taller de impresión Rivington.
—Lo ha encontrado usted, señor —anunció el chico con orgullo mientras abría la puerta.
Tonneman oyó el rítmico ruido de las máquinas de imprimir. El muchacho, sin apartarse del umbral de la puerta, recitó:
—He aquí el establecimiento de James Rivington, librero, impresor, papelero y gacetero. Soy su aprendiz, Benjamín Mendoza. Los jueves el señor Rivington publica el mejor periódico de Nueva York, el
Rivington's New York Gazetteer.
La suscripción anual cuesta un dólar y medio, y cada ejemplar sólo dos peniques.
—Te ha salido muy bien —elogió Tonneman cruzando el umbral.
De inmediato aspiró el típico olor a tinta, y el ruido de las máquinas, procedentes de la trastienda, se tornó más fuerte. Un mostrador de madera separaba la trastienda de la zona de recepción, y sobre él había una pila de libros con cubiertas de piel. Unos estantes a la izquierda, al lado de la chimenea, contenían más libros, además de manos de papel ordenadamente apiladas.
A pesar del frío, el fuego estaba casi apagado, una medida muy sensata teniendo en cuenta el alto riesgo de incendio. Tal vez por eso el gato dormía tan cerca de las llamas, moviendo únicamente la cola cuando oía pasos cerca. A la derecha de la chimenea había una escalera. Un letrero en forma de dedo indicaba que arriba se hallaba Joseph Pearsall, el relojero. El chico rubio salió corriendo con otro legajo de periódicos en el hombro.
Tonneman se fijó en el hombre situado detrás de la máquina de imprimir. Tenía la nariz grande, las cejas espesas y oscuras y una frente muy ancha. Lucía un delantal de piel sucio y debajo unos calzones y una camisa de seda que llevaba arremangada, dejando al descubierto unos fuertes antebrazos. Por un lado, parecía no pertenecer a ese mundo; por otro, daba la impresión de sentirse en aquel taller como pez en el agua.
—Ben —llamó al chico que Tonneman había conocido en la puerta.
El joven corrió a su lado y le reemplazó al mando de la máquina.
El hombre se limpió las manos con unas hojas de periódico rasgadas, las arrojó a un cesto y finalmente recogió una tira de papel que la máquina acababa de imprimir. La mostró a un caballero mayor que él, vestido con un traje de satén, tricornio azul y peluca.
En la zona del taller había dos mesas. En la primera, un aprendiz rechoncho de pelo castaño componía una página.
Rivington exclamó:
—Ahora no es momento de practicar, Arnold. Ve a apilar el papel.
El chico regordete obedeció la orden de Rivington.
En la segunda mesa se encontraba un hombre delgado y calvo, concentrado en un libro de cuentas. Las ventanas que la flanqueaban hacían innecesaria la luz artificial.
Por todos lados —bajo las mesas, en el suelo— había jarros de cerámica u otros recipientes, leña para el fuego, paquetes... De las paredes colgaban páginas de periódico, carteles, folletos; muestras, en definitiva, del trabajo del impresor.
El caballero del tricornio azul se hallaba de pie, apoyado en un bastón. Cambió de postura varias veces y finalmente asintió con la cabeza:
—Esto es perfecto, señor Rivington.
El ruido de la máquina de imprimir cesó súbitamente. Benjamín se enjugó la frente, agradeciendo el respiro momentáneo.
—Enseguida le atiendo, señor —dijo Rivington a Tonneman cuando se acercaba al mostrador para hacer la factura al anciano caballero—. Perdone el desorden. Hoy es el día que sacamos el periódico. ¿En qué puedo servirle?
—Querría poner un anuncio...
—Ben, si Dios hubiese querido que hoy descansaras, te habría metido una silla bajo el trasero. Muestra a este caballero algunos anuncios. —Rivington señaló con el dedo una estantería—. Señor Morton, hay que revisar las galeradas antes de imprimirlas.
—Ahora mismo voy.
El hombre calvo sentado ante el libro de cuentas cogió un peluquín negro de la mesa, se lo colocó sin demasiado cuidado y tomó asiento ante una mesa contigua a la máquina de imprimir.
—Gracias, señor Morton.
Ben reunió algunas muestras de anuncios y las llevó a Tonneman. Éste no podía evitar pensar en lo mucho que se parecía ese chico al otro, el del árbol.
—¿Tienes hermanos, chico?
—Dos, señor. Yo soy el pequeño.
—Te llamas Benjamín Mendoza, ¿verdad?
—Sí, señor.
—¿Eres español?
—No, señor. Mi familia vino de Holanda hace ya un siglo... —Estuvo a punto de añadir algo más, pero se lo calló.
—Bien, Benjamín, veamos que hay aquí.
El muestrario exponía una amplia gama de anuncios, desde casas para alquilar a recompensas para quien diera alguna pista sobre un criado fugitivo.
Benjamín apartó algunas cosas de la mesa, proporcionó una pluma y tinta a Tonneman y regresó a su puesto en la máquina. Con el ruido de la impresora de fondo, el médico escribió el anuncio que tenía en la mente: «El doctor John Peter Tonneman, de Londres, ofrece sus servicios como médico, cirujano, dentista y oculista en Rutgers Hill. Tratamientos de viruela, reuma y ciática. Extracción de muelas. Fabricación de lentes. Preparación y venta de medicamentos.»
Cuando Rivington hubo despedido a su distinguido cliente, se acercó a Tonneman y leyó lo que escribía. Esbozó una sonrisa al ver el apellido.
—Conocía a su padre, señor. Mi más sincero pésame.
—Gracias.
—Supongo que le habrá sucedido en el cargo de juez de paz.
Tonneman asintió con la cabeza.
—Así pues, sabrá usted algo de lo ocurrido en el Collect.
—Sólo sé que se encontró el cadáver de una joven.
—¿Y la cabeza? —inquirió Rivington.
Era evidente que el hombre conocía parte de la historia.
—Cortada. Sólo el alcalde puede desvelar el resto de detalles.
—Está claro que fue asesinada.
Tonneman se fijó en la expresión seria del hombre.
—Pues sí, pero no puedo añadir nada más.
—Muy bien, señor, respetaré su voluntad. Si quiere que el anuncio aparezca durante una semana, le costará seis peniques.
Tonneman asintió con la cabeza.
—Quizá decida dejarlo un tiempo más.
—Quince peniques tres semanas.
—Si me decido, ya se lo comunicaré.
Rivington aprovechó para echar un vistazo a lo que acababa de salir impreso. A continuación cogió un ejemplar del periódico y se lo tendió a Tonneman.
—Es un ejemplar de nuestro último número. Mancha un poco. Me temo que la tinta no se ha secado aún.
Tonneman dejó seis peniques encima del mostrador y se guardó la factura en el monedero.
—Benjamín es un trabajador excelente.
—El mejor. Si busca usted un aprendiz, sepa que éste me pertenece en cuerpo y alma. Su padre quería que fuera comerciante como el resto de la familia, pero el chico tiene tinta de impresor en la sangre. —Rivington esbozó una sonrisa—. Hay también una muchacha, de unos catorce años. —Lanzó una carcajada—. Gracias a Dios no soy su padre.
—Que tenga usted un buen día, señor Rivington.
—¿Puedo servirle en algo más antes de que se vaya? ¿Papel? Quizá quiera algún libro. ¿De medicina, tal vez? ¿O un cuento para niños?
—De momento no deseo nada más. Ya tengo libros de medicina. En cuanto a lo del cuento... no estoy casado, de modo que no tengo la suerte de tener hijos.