Read El médico de Nueva York Online
Authors: Maan Meyers
Hickey estaba pletórico. El Gordo le pagaría una buena suma de dinero por esa información. Silbando
Yankee Doodle,
depositó el tazón de madera en el suelo. El puré de guisantes no le había gustado; parecía pintura verde. Una vez conoció a un hombre que murió por haberse tragado pintura verde. Se rascó la barriga con aire pensativo. Acababa de ocurrírsele la manera de matar al general.
Miércoles 15 de noviembre. Noche
No sentía dolor. Calada hasta los huesos, había entrado a hurtadillas en su casa por la puerta trasera. El vendaje del pie se le había mojado en la nieve y se le había helado.
Mientras subía por las escaleras de la parte trasera, sonreía satisfecha. Quería ser un chico y se había comportado como tal. Hizo una pausa antes de pisar el último escalón —el que crujía—, pero fue demasiado tarde.
—¿Mariana, eres tú?
—Sí, madre; ahora mismo voy.
Se fue rápidamente a su habitación, se quitó las ropas de chico y las escondió debajo de la cama. Sin molestarse en ponerse las enaguas, se enfundó un vestido de algodón azul claro y se lo abrochó sin mucho cuidado.
El vestido empezaba a quedarle pequeño, pero nadie se había dado cuenta. Sacó la lengua y con un grito sofocado se abrochó el botón del pecho. Ya era casi una mujer, lo que en esa casa significaba que pronto debería convertirse en una dama. ¿Por qué todos la incordiaban con eso? No era divertido ser una chica, y menos aún una dama. Los hombres podían hacer cosas más emocionantes. Las Hijas de la Libertad se quedaban en casa hilando o cosiendo mientras por la noche los hombres realizaban tareas excitantes.
Ser una dama convertía a la mujer en prisionera. Los vestidos y sus avíos eran los lazos que la ataban. Resultaba imposible trepar a los árboles con un vestido.
—¡Mariana!
Se dirigió al dormitorio de su madre. Su cojera le recordó que sólo llevaba una bota. Había escondido la otra debajo de la cama, con el resto de ropas de muchacho.
Como no se le había hinchado más el pie, pudo calzarse las zapatillas. Olvidó quitarse la gorra de lana roja antes de entrar.
Leah Mendoza estaba tumbada en la cama, recostada sobre almohadas de satén rosas y amarillas. Tenía el rostro tan blanco como la colcha que la cubría, a excepción de la coloración azul alrededor de los ojos y la boca. Su frágil mano descansaba sobre un libro de sonetos de Shakespeare. El fuego de la chimenea no calentaba a Leah Mendoza. Encima de la mesita de noche había un vaso con láudano.
Mariana besó a su madre en la fría mejilla y se acercó a la chimenea. Con la ayuda de unos leños, sacó unos ladrillos del fuego y los envolvió en una manta pequeña. Introdujo esa ofrenda caliente bajo las mantas, en la zona de los pies, aunque lo bastante abajo para no quemar a su madre.
—¿Qué tal te sientes?
Mariana se sentó en la cama al lado de su madre. Respondió con una débil sonrisa. Mariana le acercó el vaso a los labios. Leah Mendoza sorbió el elixir de opio, ron y agua y luego lanzó un gemido. La enfermedad que padecía le provocaba ahogos y desmayos. Nadie habría adivinado, por su aspecto, que sólo tenía cuarenta años.
—Ay, Mariana, ¿por qué escondes tu bonita cara bajo esa horrible gorra?
La joven devolvió el vaso de láudano a su sitio y se quitó la gorra, reprendiéndose por no haberse acordado de quitársela. Su madre tendió el brazo para acariciarle el rostro.
—Ay, querida, mi dulce niña, ¿qué será de ti?
—Ya no soy una niña. Tengo casi quince años.
—Ay, querida...
Mariana le cogió la mano hasta que el láudano hizo su efecto. Cuando su madre cayó enferma, Mariana había decidido curarla. Para ello tenía que convertirse en médico. Por esa razón empezó a espiar al doctor Peter Tonneman; deseaba aprender la magia de la medicina. Dos años antes, en un arranque de entusiasmo, decidió contar a los miembros de su familia qué quería ser de mayor. Su padre se burló de ella: «¿Y por qué no ser rey de Inglaterra? También podrías hacer ese trabajo. No seas tonta, criatura. Te casarás, tendrás hijos y serás una buena esposa y madre. Ya verás.»
Sus hermanos Amos y Matthias también se mofaron de ella. Sólo el más pequeño, Benjamín, se lo tomó en serio. Y también fue Benjamín, tres años mayor que ella, quien comprendió que necesitaba ser libre. Mariana tenía la impresión de que sólo los hombres podían ser dueños de su destino.
Benjamín le había proporcionado el gabán y los calzones, las botas y el resto de ropas con que se hacía pasar por chico.
Sólo había revelado su secreto al doctor Peter. Lo que no sabía era que resultaba muy difícil mantener un secreto como ése en una ciudad tan pequeña como Nueva York, y más aún en una comunidad tan reducida como la sefardí. Las demás familias judías la consideraban un bicho raro; si algún día llegaba a convertirse en la hermosa dama con que soñaba su madre, ningún padre permitiría que su hijo la cortejara, a pesar de la riqueza de los Mendoza.
David Mendoza era un próspero comerciante cuyo negocio consistía en importar sedas, lanas y alfombras de Persia, China y Turquía, para luego venderlas en su tienda de Broad Street, cerca de la oficina de correos. La mansión estaba ubicada en Maiden Lane.
Tanto Matthias, el mayor, como Amos, el segundo, trabajaban en el negocio del padre.
Matthias se había casado con Caty da Silva hacía año y medio, y Amos con Hannah Frank un año después; una vez casados, ambos decidieron montar su propio negocio. Matthias residía ahora en una casa a la izquierda de la mansión paterna, y Amos en otra a la derecha.
La madre de Mariana sufrió la primera crisis en el mes de diciembre. Lilly, la doncella, corrió a casa de su amiga Gretel porque el doctor Jacoby se hallaba en Haarlem visitando a sus pacientes. No tardó en acudir a la mansión un hombre alto, de pelo cano y ojos oscuros y penetrantes: el doctor Peter Tonneman. Mariana sabía quién era porque lo había espiado a través de la ventana de su consulta durante todo el año. Por la manera en que la miró el día que visitó a su madre, Mariana dedujo que el viejo doctor la había reconocido.
Cuando hubo conseguido que Leah recobrara el sentido, y después de que ésta se durmiera, el doctor Peter cogió a Mariana por el codo y dijo:
—Bien, jovencita; se parece usted mucho a un mozalbete de cuya compañía disfruto desde hace meses.
Mariana estaba ocupada con una botella de tónico que el doctor había sacado de su bolsa negra.
—No sé de qué me habla, señor. —Su madre seguía muy pálida—. ¿Se pondrá bien mi madre?
—Tendrá que permanecer en cama. Y no le convienen disgustos. —Sonrió—. Es una lástima que no sepa de qué le hablo, porque estaba decidido a invitar a ese chico a pasteles y chocolate la próxima vez que le viera.
—Creo que le gusta la cerveza.
El viejo médico echó a reír.
—Pues le invitaré a cerveza.
Cuando el muchacho volvió a espiar a través de la ventana de la consulta del doctor Tonneman, éste lo invitó a entrar. Mariana confesó rápidamente su engaño y su fascinación por la medicina mientras bebía la cerveza, tratando de no hacer ninguna mueca por el sabor amargo. Tonneman se comprometió a darle lecciones de medicina y no desvelar el secreto. Desde entonces, Mariana bebió chocolate y trabó buena amistad con el doctor. Cuando éste no pudo escribir porque ya le temblaba demasiado la mano, Mariana lo hizo por él.
El 23 de abril, después de que Paul Revere llegara de Boston con la noticia de lo ocurrido en la batalla de Bunker Hill, un amigo de Ben, Joel Higgins, el hijo del albañil, recibió un golpe de bayoneta en la pierna izquierda durante una incursión nocturna de los Hijos de la Libertad en el arsenal inglés. Mariana condujo a Ben y Joel a la consulta del doctor Tonneman mientras los soldados ingleses continuaban la persecución de los Hijos por las calles. El viejo médico limpió y cosió las heridas de Joel.
Mariana se encargó del vendaje. El doctor Tonneman reconoció, para orgullo de la muchacha y desconcierto de Ben, que se sentía muy orgulloso de su alumna y admitió que el vendaje era un excelente trabajo.
Los cuatro conversaron hasta el amanecer sobre la causa, mientras bebían chocolate adulterado con un poco de ron; los cuatro fueron conscientes de que la guerra en pos de la libertad había empezado.
Jueves 15 de noviembre. Mañana
El alguacil Goldsmith pasó la mañana como de costumbre, es decir, efectuando la ronda por el distrito periférico, empezando al pie de Catherine Street cerca del East River y Cherry Street, siguiendo por Division Street y Orchard, luego por Delancy Square, Bullock; cruzaba a continuación Bowery Lane para avanzar por Mary Street hasta llegar a Bayard Street. Desde allí el alguacil emprendió el camino hacia el Collect, esperando ser recibido con una taza de sopa caliente. Ceñida a la espalda llevaba una bolsa de piel donde guardaba alimentos; decidió no comerlos todavía por temor a quedarse sin nada para más tarde. Goldsmith no recordaba un invierno tan prematuro como ése; le pareció un mal agüero.
La zona abierta alrededor del estanque ofrecía escasa protección contra el tempestuoso viento, aun a pesar de las colinas vecinas. Se ciñó la bufanda de lana gris alrededor del cuello y se sujetó el sombrero. A pesar del frío, la nieve había desaparecido por completo, y aunque le dolían los pies, los tenía secos, lo que era una bendición.
La ciudad de Nueva York se dividía en siete distritos: el sur y el de los muelles cubrían la zona de Manhattan; el oeste la zona de North River; el norte, el este y el Montgomery abarcaban el área central de la ciudad. El distrito periférico, de cuya seguridad era responsable Goldsmith, empezaba en el extremo más alejado del estanque Collect.
Por la noche, cinco serenos —tres a jornada completa y dos a media jornada— rondaban por la zona para asegurarse de que no ocurría nada malo, además de encargarse de comunicar la hora a los vecinos. El Collect era en verdad tierra de nadie, donde sólo vivían los negros; sin embargo, desde que la ciudad había comenzado a perforar la tierra en busca de agua, y desde que se había iniciado la construcción del hospital en el extremo norte de Catherine Street, Goldsmith tenía orden de incluir esa zona en sus rondas. Eso sucedió antes de que apareciera la doncella decapitada. «Menuda broma; ésa no era una doncella.» Desde ese día, Goldsmith vigilaba con especial interés el Collect.
Cuando llegó al cruce entre Cross y Magazine Streets, fue recibido por el hedor del foso situado en esta última calle. Conteniendo la respiración, se encaminó hacia la excavación, que había sido parcialmente cubierta con tablones por orden expresa del alcalde. Satisfecho porque los tablones no habían sido tocados y nadie más había sido arrojado a la fosa, decidió seguir su camino hacia la zona norte.
—¿Tiene frío, señor alguacil? —preguntó Elías Goodsell, uno de los empleados de la empresa Van Pelt.
Goldsmith le saludó con la mano, pero no respondió.
Aunque todo parecía en orden en las cabañas del Collect, Goldsmith sabía que existía una vida subterránea muy activa.
La ronda le llevó a las dos cabañas de brea en el extremo norte del camino. La demanda de brea respondía a necesidades tan diversas como el recubrimiento de madera en zonas expuestas, ungüentos, lociones, jabones o vapores medicinales para afecciones pulmonares. A la derecha empezaba el campamento de los soldados, una colección de cabañas y tiendas que se extendían por Bayard Street hasta la mansión Bayard. En el campamento reinaba el silencio. Probablemente los soldados estaban haciendo instrucción en el Common, o bien una de esas marchas que tanto gustaban a los sargentos, o tal vez estaban bebiendo en las tabernas para entrar en calor.
Goldsmith se acercó a la hoguera que ardía detrás de las cabañas para calentarse las manos. Consiguió calentarlas, pero a un alto precio; el humo que inhaló, mezcla de brea y madera conífera, le provocó un acceso de tos. Finalmente decidió entrar en la cabaña más próxima.
No había nadie. La cabaña se componía de una única habitación, donde se guardaba la brea hasta que era transportada a alguna otra parte. En el suelo, justo en el centro, ardía un fuego demasiado débil para calentar. En el centro de la lumbre se había colocado una piedra sobre la cual descansaba un puchero. El alguacil dejó la bolsa encima de una gran aduja de cuerda
y
se sentó al lado.
Había decidido comer una manzana cuando apareció Quintín. El negro que había acompañado a los médicos al Collect el día anterior permaneció de pie en el umbral de la puerta, con el sombrero raído en la mano.
—Buenos días, señor Daniel.
—Buenos días, Quintín. Ponte el sombrero o se te enfriará la cabeza.
—Sí, señor.
Quintín se caló el sombrero
y
se envolvió el cuello con un trozo de lona que usaba como bufanda. Parecía sentirse cómodo así.
Goldsmith esperó a que hablara. El africano golpeó el suelo con las botas para quitarse la brea.
—¿Ha venido para hablar conmigo, señor?
—No; sólo estaba dando una vuelta. Hoy hace un frío terrible.
—No habrá encontrado otra cabeza, ¿verdad? —preguntó Quintín, y echó a reír como un loco.
Esa reacción preocupó a Goldsmith. Quintín no era un loco. El alguacil se frotó la nariz.
—¿Ha encontrado al asesino de esa mujer, señor?
—No.
—No pensará que lo hizo alguno de nosotros, ¿verdad?
—Es una posibilidad. ¿Tú que opinas?
—Yo no opino nada. Hago mi trabajo y no me meto con nadie. Le invito a un té, alguacil. Es algo flojo, pero por lo menos está caliente.
—De acuerdo. Me sentará bien un poco de té caliente.
Mientras llenaba de té una taza de madera, Quintin arrugó la frente, meditabundo.
Goldsmith cogió la taza y bebió, al tiempo que observaba atentamente al negro mientras éste cavilaba. El alguacil tenía frío. El té y el modesto fuego no servían de mucho. Impaciente, se levantó.
—La noche antes de que Kate Schrader encontrara la cabeza...
—¿Sí? —El alguacil se calentó las manos con la taza.
—Vi a un hombre salir del pozo donde hallamos el cadáver. No era uno de nosotros, y tampoco un pobre blanco como los que viven por aquí.
—¿Le viste la cara?
—No, señor.
—¿Era uno de los serenos o tal vez el guardia nocturno del campamento?
—No, señor... Creo que era un soldado.