Read El médico de Nueva York Online
Authors: Maan Meyers
—¿Sin que nadie se percatara?
—Pues no lo sé. Expliqué todo al alguacil del distrito. No me acuerdo del nombre.
—Freemont —apuntó Goldsmith—. ¿Registró el local? ¿Has tenido noticias suyas últimamente?
—La respuesta a ambas preguntas es «no».
Tory
de mierda. —Sam levantó la taza señalando a Rivington—. Con perdón, señor.
Rivington sonrió y alzó la taza a su vez.
—Está usted perdonado, señor. Eres mejor amigo que la mayoría de mis camaradas monárquicos, esos que se han marchado. Creo que estáis todos locos. No apruebo lo que lleváis entre manos y deseo que vuestro proyecto fracase, pero soy consciente de que cada cual es libre de expresar sus opiniones. Tal vez si se os hubiera concedido este derecho antes, las cosas no habrían llegado tan lejos y los acontecimientos no habrían derivado hacia el desastre.
—Voltaire —dijo Bushnell.
Rivington parpadeó, perplejo.
—Conozco su obra.
—Voltaire dice: «Pensad por vosotros mismos y dejad que los demás disfruten del privilegio de hacer lo mismo.»
Sam sirvió otra ronda.
—¿Eso te enseñaron en Yale?
—Sí.
—Buena escuela. Me encantaría seguir esta discusión filosófica, pero tengo trabajo que hacer; vosotros, caballeros, tenéis la suerte de poder disfrutar de vuestro ocio.
—Yo no voy a ninguna parte —dijo Bushnell.
—Yo tampoco —coincidió Rivington.
Los dos hombres formaban una extraña, incluso cómica, pareja; Jem Rivington, el monárquico corpulento y con peluca, y David Bushnell, el patriota delgado y rubio.
Sam se quedó pensativo unos instantes. Recogió la botella y dejó el recipiente del café.
—Saludos, entonces —se despidió mientras se dirigía hacia la cocina.
El impresor se levantó para alcanzar a Sam; poniéndole una mano en el hombro, anunció:
—Pronto me iré a... Londres. Tal vez dentro de dos o tres semanas. Hay algo que me preocupa y necesito contarlo antes de partir.
—Dime.
Rivington miró alrededor, y aunque bajó la voz, Goldsmith oyó la conversación.
—Desconozco los detalles; sólo sé lo que he oído por ahí.
—¿De qué se trata? —preguntó el tabernero.
—Quieren asesinar a Washington.
—No es una novedad.
—Sí lo es el hecho de que sepan que le gusta comer aquí. Es muy probable que pretendan envenenar la comida. En tu taberna.
—¿Bromeas?
—Te juro que no.
—Bueno, no hay nada que temer. El general está en el norte, lejos de aquí.
—Cuando regrese, vigila a quien se acerque a su comida.
—Gracias por el consejo. Para ser lealista, no eres mal tipo, aunque sí un poco loco.
—Es verdad, es verdad; es una lástima —declaró Rivington sonriendo—. Y tú, para ser patriota, eres un buen tipo.
Cuando el impresor se reunió con Bushnell, Goldsmith siguió a Sam a la cocina. Elizabeth le tenía preparados un saco de patatas y otro de nabos.
—Gracias —dijo Goldsmith.
—De nada —respondió Sam—. Pásate dentro de unos días. Quintin ha de volver a su trabajo habitual.
Goldsmith se despidió y salió.
—¿Señor Goldsmith?
Goldsmith se volvió. Quintin le había seguido.
—Dime, Quintin.
—Sé que ya no es usted alguacil, pero creo que debería saber una cosa.
—¿De qué se trata?
—Volví a ver a ese tipo cerca del Collect. Se lo comenté al alguacil Scarborough, pero no me hizo caso. Me dijo que no le molestara.
—¿A qué tipo te refieres? —preguntó Sam, que había salido detrás de Quintin.
—El que vi la primera vez. El que parece un soldado.
Miércoles 17 de enero. Mañana temprano
Tanto el North como el East River estaban helados.
Mientras la ciudad de Nueva York hervía políticamente en medio de la ola de frío que había empezado en noviembre, los barcos ingleses se hallaban atracados no muy lejos de la orilla por temor a las masas de hielo flotante.
Eso dificultaba la vida a los habitantes de la ciudad, puesto que a Nueva York sólo se llegaba por mar, excepto en Kingsbridge, donde un puente estrecho de madera conectaba la isla de Manhattan con sus vecinos del norte. Los alimentos y demás productos básicos comenzaban a escasear.
Aun así, algunos viajeros y comerciantes audaces se atrevían a cruzar el hielo para llegar a Nueva Jersey. Muchas almas trabajadoras seguían cogiendo ostras bajo la capa de hielo de la bahía.
En el estrecho, atracado en la orilla, el
Duquesa de Gordon
continuaba cobijando al gobernador Tryon, quien se empeñaba en creer que, como representante del rey, aún controlaba Nueva York.
La ciudad perdía habitantes día tras día. La mitad había huido. La leña escaseaba. Los soldados, que ocupaban casas vacías, quemaban la solería para calentarse. Lo que no comían ni quemaban, lo arrojaban por la ventana.
A pesar de la huida de muchos neoyorquinos, John Peter Tonneman, médico y cirujano, dentista y ocultista, tenía bastante trabajo. Los pacientes acudían a su consulta desde primera hora de la mañana hasta el anochecer.
Mariana Mendoza se había convertido en su mayor consuelo y sostén. Acudía a su casa cada día, excepto los sábados, para ayudarle en todas las tareas, tanto en la casa como en la consulta, y hacerle compañía hasta el anochecer. Los pacientes acabaron por aceptar a esa chica esbelta que usaba ropas extravagantes. Después de todo, vivían en una época de crisis.
El doctor Tonneman era el centro de muchas conversaciones. Todo el mundo sabía que su padre había sido un patriota y que el joven era harina de otro costal. Si bien Mariana Mendoza era la hermana de Ben, un incondicional Hijo de la Libertad, el mejor amigo de Tonneman, el doctor Jamison, natural de Londres y actual director del colegio de medicina del King's College, era partidario del rey. También se sabía que solía cenar en casa del capitán Richard Willard.
Seis meses antes, la mayoría de gente tenía amigos en ambas facciones, pero tal y como dijo ese patriota de Filadelfia: «Tú y yo éramos amigos de toda la vida; ahora yo soy tu enemigo, y tú el mío.»
Para Tonneman, que estaba a punto de cumplir veintinueve años, la vida tranquila y reposada que había conocido de pequeño y había creído poder recuperar con su regreso a Nueva York se había truncado para siempre con la terrible muerte de su querida Gretel.
Algo, tal vez la conexión con su infancia, la arteria de su existencia, había desaparecido con la repentina y execrable muerte de Gretel. Dada su condición de juez de paz, había sido él quien había practicado la autopsia. Lo había hecho con lágrimas en los ojos. Jamie le había apoyado moralmente en todo momento. Fue precisamente éste quien se había percatado de que el crimen había sido cometido con una espada. Le habían cortado la cabeza con la espada encontrada bajo los matorrales que luego había desaparecido.
A Tonneman no le importaba cómo. El caso era que Gretel se había ido para siempre. Había sido la única madre que había conocido. Jamás volvería a oír sus risas, ni a sentir sus abrazos, ni a oírla llamarle Johnny; jamás volvería a verla atizar el fuego. Gretel le había querido muchísimo, siempre lo había sabido. Ella, no obstante, había pedido muy poco a cambio; nunca le había regañado por haber permanecido tanto tiempo en Londres, abandonando a su padre; ni por no haber salido a la calle y haber proclamado a voz en grito que era un patriota. ¿Acaso su peor traición consistía en no haberse pronunciado contra el rey cuando sabía, en el fondo, que la causa era justa y el único camino que un hombre respetable podía tomar?
Había perdido a su padre y Gretel. Él, un hombre adulto ya, se sentía abandonado, huérfano.
Había enterrado a Gretel al lado de su marido, Kurt, no muy lejos del panteón de los Tonneman. El funeral había durado poco a causa del intenso frío y el fuerte viento que agitaba faldas, chales y sombreros.
Ante todo, le había conmovido profundamente el dolor de Mariana y
Oso
Bikker. Este último se había presentado llorando desconsoladamente después de enterarse de la noticia. Se confortaban mutuamente conversando largas horas en la cocina.
Mariana Mendoza, cuya presencia silenciosa flotaba alrededor de él, le había ayudado en sus deberes con los pacientes, cuyo número aumentaba día tras día debido a la escasez de médicos y el brote de gripe.
John Tonneman entendía que la degradación del cuerpo humano formaba parte del ciclo vital. La naturaleza descargaba su violencia enviando a la humanidad inundaciones, pestes y demás catástrofes. Pero ¿y la violencia entre los hombres? Eso era una obscenidad.
Después de que Tonneman extrajera una muela a Sam Fraunces el día de Año Nuevo, el tabernero le había sugerido la idea de contratar a Quintin Brock hasta que encontrara una nueva ama de llaves. Sam había enseñado a Quintin a cocinar; el negro podría encargarse además de las tareas domésticas a cambio de comida y un lugar limpio y caliente donde dormir por lo menos hasta la primavera.
Hacía ya dos semanas que Quintin estaba en la casa, y el caos que había invadido a Tonneman al principio empezaba a remitir. Volvía a reinar el orden.
También la consulta estaba en orden, lo que debía, naturalmente, a Mariana.
Tonneman había tenido un día muy duro. Sentado en el estudio, escribía los informes de los pacientes con una taza de té humeante a mano. Una segunda taza descansaba al lado. Desde el estudio oía a Mariana lavar el instrumental.
Dejó de escribir. ¿Cómo había ocurrido? Ignoraba la respuesta. Después del asesinato de Gretel, Mariana, esa extraña joven, se había autoadjudicado el puesto de ayudante; Tonneman ya no cuestionaba su excéntrica indumentaria. Corrían tiempos excéntricos y América era un país excéntrico.
Tonneman cerró el libro de los informes y abrió el que Mariana le había entregado dos días antes, asegurándole que todo el mundo en Nueva York estaba leyéndolo. Lo había leído apresuradamente y lo había guardado, pero las palabras del autor anónimo no se olvidaban tan fácilmente.
El libro se titulaba
Sentido común
, y el autor abordaba el tema con gran habilidad. «El desacuerdo con Inglaterra ha de conducir a la ruptura de las relaciones entre el rey y las colonias.» Lo releyó.
—¿Qué te parece?
Tonneman salió de su ensimismamiento y levantó la mirada; Mariana se hallaba en el umbral de la puerta. Se había quitado la boina y se había hecho una cola. Tonneman señaló con el dedo la taza que tenía al lado.
—Es té yanqui.
—¿Qué te parece? —repitió la joven llevándose la taza a la boca. Como el médico no respondía, se acercó un poco más.
—Tiene mérito —respondió Tonneman con cautela.
Mariana tenía el rostro ligeramente colorado y los labios rosados. Tonneman pensó en lo tiernos que debían ser esos labios y en el cuerpo de mujer que se escondía bajo esas holgadas ropas masculinas.
—¿Mérito? —exclamó Mariana, agitando los brazos; derramó el té—. Tonterías. Es escritura sagrada. Habla de la independencia.
De repente, sin saber cómo, Tonneman se levantó de la silla, la abrazó y la besó en los labios. Mariana recibió ese beso con placer.
—Lamento interrumpir este momento de pasión, amigo.
Los ojos de Mariana no parpadearon; permitió que Tonneman siguiera abrazándola.
Jamie, divertido por la escena, añadió sonriente:
—Hemos de hablar de un asunto muy importante y no disponemos de demasiado tiempo.
Mariana se desasió de los brazos que la estrechaban, recogió el abrigo y la gorra y salió del estudio. Tonneman oyó cómo la puerta de la consulta se cerraba.
—Veo que has traído una amante a casa.
Jamie se sentó a la mesa de Tonneman y ojeó los expedientes.
—Jamie... no es mi amante.
—Lo será, John; lo será.
—No tengo intención de que lo sea.
—Tú te lo pierdes. ¿No encuentras muy atractivo ese disfraz? —Miró alrededor—. Esto está muy sucio. Echo de menos a la vieja amazona.
Tonneman lanzó una mirada severa a su amigo, que se había comprado una nueva peluca y lucía un tricornio escarlata. El director del colegio de medicina del King's College llevaba un elegante abrigo de terciopelo color escarlata, adornado con galones negros. Tonneman estaba confuso. ¿Quién era ese petimetre adinerado? Jamie seguro que no.
—¿Cuál es ese asunto tan urgente? —preguntó con más frialdad de la que deseaba revelar.
Jamie se percató de ello. Poniéndose en pie, le dio unas palmadas en la espalda.
—Venga, amigo, no me digas que has perdido el sentido del humor. Quiero verte contento. Pase lo que pase, recuerda que nuestra amistad jamás morirá.
Jamie tenía razón. Avergonzado, Tonneman le tendió la mano.
En ese momento Quintin apareció por la puerta sosteniendo una cuchara de madera en la mano.
—Perdonen, doctor Tonneman, doctor Jamison. Señor Tonneman, ¿le gusta el ajo?
—Pues sí.
—Cuando pruebe mi cocido, tendrá la lengua feliz, el corazón más ágil, y desaparecerán los malos espíritus. Espere y verá. El ajo es además muy curativo; limpia la sangre, calma el estómago y fortalece el corazón.
Tonneman sonrió.
—Me fío de usted, doctor Quintin.
Sonriendo, el negro hizo una reverencia con la cabeza y salió.
Frente a la expresión sonriente de Tonneman, Jamie fruncía el entrecejo.
—No me gusta ese negro.
—No te gusta ningún negro.
—Tienes razón. Aun así, me desagrada éste en particular. Tengo la inquietante sensación de que fue él quien cortó la cabeza a esas mujeres.
Tonneman echó a reír.
—¿Quintin? No seas ridículo.
—Ríe cuanto quieras. Un crimen es como una enfermedad; los síntomas te llevan a la causa. Las cabezas de esas mujeres siempre han aparecido cerca de él. ¿Qué otra prueba necesitas?
—Un motivo.
—Venga, ese negro no necesita motivo alguno para matar. Es lo que hacen los de su clase. No me extrañaría que ese mulato de Sam Fraunces también estuviera implicado.
—¿Qué te parecería echar del país a todos los africanos?
—Me bastaría con que no quedara ni un rebelde. ¿Qué ha sido de los días felices de antaño?
Tonneman dio una palmada a su amigo en la espalda.
—Es verdad; vivimos en una época inestable, para expresarlo con palabras suaves.
—Por eso he venido. Sabemos que los rebeldes están enviando tropas a Nueva York —explicó Jamie—. Así pues, tendré que retirarme cuanto antes. Sugiero que vengas con nosotros.