El médico de Nueva York (27 page)

BOOK: El médico de Nueva York
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—No —exclamó Goldsmith mientras miraba suplicante a Tonneman.

Mariana, de espaldas a Molly y Goldsmith, susurró al doctor:

—Quintin se quedará sólo hasta la primavera. Necesitarás a alguien.

Tonneman se enterneció. Pensó que Mariana, para la edad que tenía, era muy racional.

—Por lo visto, necesito una ama de llaves.

46

Viernes 19 de enero. De la mañana a la tarde

El vendedor de agua lo aguardaba en la esquina cuando él salió de la casa Gunderson.

—¿Quiere agua, señor? Es una buena manera de empezar el día.

—¿Cómo? —preguntó Hickey, irritado.

—El Gordo quiere verle.

—¿Dónde y cuándo?

Los que habían decidido quedarse en Nueva York, fueran cuales fueran sus razones, se hallaban sitiados desde dentro y fuera. El contingente del rey se había instalado en las aguas que rodeaban la ciudad. En tierra, dos fuerzas —la leal al rey y la rebelde— estaban a punto de iniciar una guerra. Nueva York era como una mujer con dos amantes, el rey y los rebeldes; cada uno la quería para sí solo.

Cuando empezaron a circular las primeras copias de
Sentido común
, la llama de la independencia se convirtió en un incendio. El libro ponía por escrito lo que la gente había soñado, deseado y pensado en secreto, y no se había atrevido a expresar en voz alta. Había concluido el período de paz. Había llegado el momento de exigir la libertad, la independencia. La guerra que había estallado en Lexington y Concord en el mes de abril no era ya una guerra que la gente quería, sino que necesitaba.

El general Charles Lee, el segundo de Washington, había reunido dos regimientos de voluntarios en Connecticut con objeto de entrar en Westchester. Se presentía que, si las tropas rebeldes entraban en Nueva York, los barcos ingleses comenzarían a bombardear. Uno de los muchos comités de Nueva York así se lo había comunicado a Lee, quien montó en cólera, pero decidió retrasar la operación.

A Hickey le importaba muy poco la guerra. Él era un soldado profesional y sabía que las guerras se repetían cíclicamente; no obstante, la vida seguía adelante. Tan sólo le importaba el placer; cerveza y alcohol que se lo proporcionaran, prostitutas que chillaran y monedas rutilantes.

Llevó el carro del carnicero Gunderson hasta la cervecería Harrison, en la calle del mismo nombre. Hacía un día claro pero frío. Vio el caballo del Gordo atado delante del establecimiento, por lo que dedujo que el hombre se hallaba cerca.

—Harrison —exclamó Hickey.

Una de las puertas de la cervecería se abrió de par en par. Un tipo alto y enjuto salió.

—¿Qué quieres?

—Cuatro barriles de la mejor cerveza que tengas.

—Te costará mucho dinero.

—Cárgalos en el carro.

—¿Quién paga?

—Yo —respondió el Gordo mientras salía por la puerta.

Harrison saludó con una inclinación de la cabeza.

—Sí, señor. ¿En libras o dólares?

—En dólares continentales —respondió, sacando un fajo de billetes del monedero.

El dueño de la cervecería frunció el entrecejo. Hickey tampoco estaba conforme. Prefería el ruido de las monedas inglesas.

—Trae el carro —ordenó Harrison al tiempo que regresaba al interior—. No quiero romperme la espalda.

—¡Aquí lo tienes! —vociferó Hickey.

—No tan deprisa —replicó el Gordo, subiéndose al carro de un salto.

Cuando se hubo asegurado de que Harrison no podía oírles y que no había nadie alrededor, Hickey preguntó al Gordo:

—Eres Matthews, ¿verdad?

El Gordo no se inmutó.

—Sí.

Hickey tiró de las riendas, y el caballo del carnicero siguió a Harrison lentamente. Sonriendo, Hickey silbó unos compases de
Yankee Doodle.

—Si pretendes mofarte de mí, estás consiguiéndolo.

—La gente que conozco dice que el comité de seguridad sospecha de ti.

—Sospechan de cualquier lealista; en cualquier caso, yo no oculto mis simpatías —repuso el concejal.

—Mis confidentes me han comentado que estás en la lista de los sospechosos desde el mes de mayo.

—¿Sospechoso de qué?

—Todavía no lo han averiguado.

Matthews echó a reír.

—Ni lo harán, los pobres. Rezan por la revolución, pero no tienen ni idea de cómo hacerla.

—No estés tan seguro. Corren rumores de que están llegando tropas de todas partes.

—¡Venga ya! También he oído rumores de que se ha declarado una epidemia de viruela. Esos rumores sólo asustan a los niños.

—No se trata de ningún rumor. Me he enterado por fuentes fiables de que Washington ha ordenado al general Lee que libere la ciudad de Nueva York del cerco del rey.

—Sigue.

—Ahora mismo hay dos regimientos en Connecticut.

Con aire de superioridad, Hickey aguardó a que el Gordo hablara.

—Ya lo sabemos.

Ésa no era la respuesta que Hickey esperaba.

—Siempre dices que ya sabes lo que te cuento cuando ya te lo he contado. Si sabes tanto, ¿por qué no actúas?

—Eso nos proponemos. Si callas un momento, te lo explicaré.

—¿Qué quieres?

—Muy sencillo; quiero a Washington muerto. Además deseo que ocurra en Nueva York.

—Pero no está en Nueva York.

—Podemos esperar.

—¿Sólo eso? Si hubiese sabido que sería tan sencillo, no habría reclutado a tantos hombres.

—Cuantos más, mejor. No, eso no es todo. Tranquilo.

Habían llegado a una plataforma llena de barriles de cerveza.

—Echadme una mano —pidió Harrison—. Hoy estoy solo.

Hickey se apeó del carro y ayudó a Harrison a disponer tres tablas en el suelo. A continuación empujaron los barriles hasta subirlos al carro.

Matthews entregó a Hickey el fajo de billetes, y éste pagó a Harrison. Hickey quiso devolver el cambio a Matthews, quien le dijo que se lo quedara.

—Eres muy generoso —comentó Hickey mientras se alejaban—. ¿Qué se supone que me pagas con este dinero?

—Quiero que el día que mates a Washington los cañones rebeldes de Nueva York y Kingsbridge sean destruidos. También volarás el fuerte George y el puente del rey. ¿Podrás hacerlo?

—¿Que si podré hacerlo? —Hickey lanzó una carcajada—. ¿Tiene el diablo aspecto de mujer pelirroja?

47

Domingo 4 de febrero. Tarde

A Tonneman siempre le habían gustado los domingos; de pequeño, porque se libraba de estudiar. Las campanas de todas las iglesias de la ciudad solían repicar, anunciando a las distintas congregaciones que había llegado la hora del oficio religioso. Sin embargo, últimamente las campanas sólo se tañían cuando había que reunir a la gente en Broadway para comunicar noticias de la guerra. Era de los pocos médicos que quedaban en Nueva York y, a pesar de que mucha gente se marchaba, cada día llegaban más soldados, muchos de ellos enfermos.

Había estado fuera todo el día visitando pacientes; una pierna rota, una herida grave en la cabeza y, naturalmente, diversos casos de gripe. Había oído rumores de que había una epidemia de viruela en las colonias del sur; si la epidemia llegaba a Nueva York, la enfermedad vencería a los rebeldes con más eficacia que las tropas del rey.

Los soldados que había examinado —la mayoría del campamento Bayard— eran fuertes. No podía decir lo mismo de los pobres desvalidos que vivían cerca de allí, en el Collect. Al rico Richard Willard y su familia les resultaría fácil cobijarse en un santuario durante la guerra, pero a los pobres no, dado que no tenían ni medios ni refugios posibles.

Seis personas del Collect habían fallecido la semana anterior, dos de ellas niños. El frío intenso, la falta de leña y la gripe eran la causa de las muertes. De seguirse ese ritmo, la viruela o los ingleses constituían un mal menor.

Cuando hubo visitado el que creía su último paciente del día, un Tonneman absolutamente exhausto decidió regresar a casa. Había soldados continentales por doquier.

La pierna fracturada que había atendido era la del nieto de Kate Schrader. En agradecimiento, la mujer le había regalado un pollo raquítico que probablemente moriría antes de que Quintin pudiera cortarle la cabeza. Algunos pacientes le habían pagado con huevos, otros con verduras y alguno con monedas.

Tonneman condujo a
Chaucer
al establo, le dio de comer, pero no le cepilló; luego se apresuró a entrar en la consulta, donde Mariana extraía diminutas astillas del antebrazo de un carpintero. Tonneman se dejó caer en la silla, entregó el pollo a Mariana y se ocupó de la herida del carpintero, John Webb, quien pareció quedarse más tranquilo.

—No es que no me fiara del chico.

Tonneman levantó la mirada y sonrió a su ayudante, que se había sonrojado ante el comentario del carpintero. Mariana se quitó la boina.

—Muchas gracias, doctor. Me temo que no podré pagarle con dinero. ¿Puedo hacerle algún remiendo? —preguntó mientras miraba el pollo con codicia.

—Hay que arreglar la escalera de la entrada —intervino Mariana.

Tonneman le quitó el pollo de las manos y se lo tendió a Webb.

—Lleva el pollo y la comida de ahí a la cocina. —Señaló con el dedo—. Por ahí. Pregunta a Quintin qué hay que arreglar.

El pollo empezó a chillar, y Webb le retorció el cuello.

—Lo haré, señor.

Tonneman observó al hombre mientras salía de la consulta, preguntándose si realmente repararía la escalera, u optaría por marcharse con el pollo. Mariana comenzó a limpiar el instrumental.

—Ya lo haré yo —se ofreció Tonneman—. Quiero que regreses a casa antes de que anochezca.

A Tonneman le disgustaba que se fuera a casa sola; la ciudad estaba llena de soldados. Sonrió al pensar que, afortunadamente, nadie la tomaría por una chica.

Ese día Mariana no se negó a que la acompañara a casa como en otras ocasiones.

El carruaje del padre de Tonneman había sido cortado, a fin de conseguir leña para el fuego, de modo que ambos tendrían que montar a
Chaucer.
El caballo no pareció muy contento al ver la silla.

Primero montó Tonneman, que después ayudó a subir a Mariana. La chica prefirió montar como un hombre.

A Tonneman le sedujo ese gesto. Mariana siempre conseguía sorprenderle. La rodeó con los dos brazos para coger las riendas y experimentó una extraña sensación de felicidad al notar que a ella también se le aceleraba el ritmo del corazón.

Durante el trayecto Tonneman inclinó la cabeza hacia Mariana con objeto de rozarle la mejilla. Mariana se volvió ligeramente, y sus labios tocaron los del hombre.

Los cascos de
Chaucer
resonaban en las estrechas calles adoquinadas. Tonneman y Mariana cabalgaban ajenos al frío porque a cada uno sólo le importaba el calor del otro. En Maiden Lane reinaba la tranquilidad, salvo por un grupo de soldados borrachos que enseñaban a un par de neoyorquinos igualmente ebrios cómo utilizar un mosquete. Un soldado apuntó a Tonneman con el arma y exclamó:

—Deja que te vea la cara, maldito lealista.

—No soy lealista —afirmó Tonneman sin alterarse—. Soy médico y voy a visitar a un paciente.

—Pase, doctor.

El soldado le saludó, aunque apenas podía tenerse en pie.

Los demás soldados repitieron las palabras de su camarada:

—Pase, doctor, adelante.

Mariana estaba temblando. ¿O era él quien temblaba? Tonneman no estaba seguro. Sabía, de todos modos, que el temblor no se lo habían causado los soldados borrachos.

—Mariana —susurró.

La muchacha volvió la cabeza, y Tonneman le besó en los labios.

Ella se apartó con un gesto brusco.

—Mi casa.

Antes de que el caballo se detuviera, Mariana ya había saltado al suelo con gran agilidad. Recorrió a toda prisa la avenida que conducía a la entrada de la casa de ladrillo.

Tonneman esperó hasta que la joven desapareció de la vista; luego regresó a casa. ¿Estaba loco? ¿Qué sería de ellos?

48

Domingo 4 de febrero. Anochecer

La casa del comerciante David Mendoza estaba en silencio; sólo había una vela encendida. Mariana sabía que su hermano Ben había salido con los Hijos de la Libertad, como cada noche, y que su padre estaría haciendo compañía a su madre; por lo menos eso deseaba con fervor.

Pasó por delante de la sala de estar de puntillas y se dirigió a la escalera.

—¿Hija?

—Sí, papá.

La voz procedía de la sala de estar, que se hallaba a oscuras.

—Ven aquí conmigo y trae una vela.

Su padre estaba sentado en una butaca de orejas con los pies encima de un taburete bajo. Los retiró y dijo:

—Siéntate aquí, hija.

Mariana colocó la vela en la mesita al lado de la butaca y tomó asiento en el taburete. Adoraba a su padre, un hombre atractivo de quien se sentía orgullosa. David Mendoza jamás había comprendido el deseo de su hija de ser médico ni aceptado que los tiempos estaban cambiando.

Le acarició el rostro.

—Hija, ¿qué va a ser de ti?

A Mariana se le llenaron los ojos de lágrimas al verle tan triste.

—Papá, todo saldrá bien; ya verás.

—Llevas las ropas de tu hermano, trabajas en la consulta de un hombre a quien no conocemos.

—Yo sí le conozco, papá. Es un hombre muy bueno. Me necesita.

—Ya —dijo David Mendoza con la voz entrecortada. Se inclinó y tomó la cara de su hija con las manos—. ¿Y tú qué sientes por él, hija?

A Mariana le dio un vuelco el corazón. Su padre le repitió la pregunta:

—Papá, yo... yo...

—¿Le amas, hija?

—Papá...

—Si le amas, hija, no me interpondré en tu camino.

De repente, y sin saber por qué, Mariana reconoció:

—Es verdad, papá, le amo. Amo a John Tonneman con todas mis fuerzas.

49

Domingo 4 de febrero. Anochecer

Tonneman cenó en cuanto regresó a casa. Quintin le anunció que John Webb, el carpintero, había arreglado la escalera de la entrada principal.

Después de cenar se sentó en su estudio, sin lograr apartar a Mariana de sus pensamientos. Era distinta a todas las mujeres que había conocido. Estaba convencido de que, de haber nacido hombre, habría sido médico. Mariana era dulce, valiente y segura de sí misma. En los casi cuatro meses que la conocía, su belleza había aumentado día a día, a pesar de las ropas masculinas que lucía. Tonneman no acertaba a comprender por qué en un principio no se había dado cuenta de su verdadera condición; de hecho, Jamie se había percatado enseguida de que era una mujer.

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