El médico de Nueva York (29 page)

BOOK: El médico de Nueva York
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—¡Pum! —susurró Hickey—. ¡Pum!

53

Jueves 15 de febrero. Pasada la medianoche

Goldsmith bajó por las escaleras a toda prisa.

Cogió el sombrero que colgaba de una percha al lado de la puerta, se lo caló y, de paso, agarró un bastón que había pertenecido a su padre.

Recorrieron presurosos King Street.

—¿Cuándo lo has visto?

—Hace más o menos treinta minutos.

—Y has esperado tanto...

—Estaba ayudando a la señora Fraunces. Lleva comida a la gente del Collect. El nieto de Kate Schrader estaba enfermo, de modo que me mandó avisar al doctor Tonneman. Entonces vi al soldado. Bueno, lo vi de espaldas. Iba en dirección a las cabañas de brea. Pero tenía que avisar al doctor antes de contarle a usted lo que vi.

En William Street doblaron a la derecha. Goldsmith se había quedado sin aliento. Su mente corría más que sus pies. Por fin atraparía al hombre que había asesinado a Gretel; sólo entonces el alma de la alemana descansaría en paz y él dormiría plácidamente. Eso, por supuesto, si el tipo era el asesino de Gretel, o si en verdad era un asesino. Por el momento, se trataba del hombre que Quintin había visto esa noche.

Cuando llegaron a Frankfort Street, Goldsmith jadeaba y, a pesar del frío, estaba empapado en sudor. Se detuvo para tomar aliento; sólo pensaba en capturar a ese hombre.

Quintin esperó paciente.

—¿Dónde?

—Al otro lado —señaló el africano con la linterna—. Ya se lo he dicho; iba en dirección a las cabañas de brea.

Reanudaron la marcha. Reinaba un silencio absoluto. No se oía nada... excepto a alguien silbar
Yankee Doodle.

Al aproximarse vieron que un hombre corría en dirección este, hacia Bayard Street y el campamento. Delante de ellos, en el suelo, distinguieron el parpadeo de una luz. El aullido de un perro rompió el silencio de la noche.

La tierra estalló por los aires. Goldsmith vio un sinfín de luces ante sus ojos. «Bombas. La guerra ha empezado. Debo regresar a casa. Los niños. Molly.» La linterna de Quintin salió disparada. «Casa. Los niños. Dormir.» ¿Estaba muriendo? ¿Estaba muerto?

PRIMAVERA
54

Viernes 22 de marzo. Última hora de la tarde

Goldsmith asociaría para siempre lo ocurrido esa noche de febrero con
Yankee Doodle.
Habían transcurrido ya cinco semanas, y aún le dolía la cabeza cuando tenía hambre, estaba cansado o indispuesto, lo que parecía ser siempre, por lo menos últimamente.

Para Quintin, esa noche estaba inexorablemente relacionada con el mismísimo diablo. Había contado a Goldsmith que había vislumbrado la luz del diablo, roja como la sangre, y que el viejo Satán, el gran enemigo de la humanidad, sonriendo, aguardaba para llevarse sus almas perdidas.

Tonneman llegó el primero al lugar de los hechos. Había ido a casa de Kate Schrader para visitar al nieto de ésta, de modo que llegó junto a la hoguera unos minutos después de la explosión. Había encontrado a Goldsmith y Quintin gimiendo, con las ropas quemadas y manchados de negro por la brea, y de rojo por la sangre. Lo raro fue que no murieran en el acto. Los trasladó a la cabaña de Kate y, hasta que los hubo limpiado, no los reconoció.

Goldsmith se deleitaba contando la historia una y otra vez. Al principio Deborah y la siempre recta Esther le trataron con delicadeza y respeto, pero al cabo de siete días se hartaron de escucharle. Por tanto, no fue casual que Goldsmith visitara a Molly para narrar de nuevo la historia, adornando en cada ocasión los hechos. Molly era una ávida oyente.

Sin embargo, Goldsmith no permanecía ocioso todo el día. Se había sabido que los ingleses abandonaban Boston y que probablemente se dirigían hacia Nueva York. Goldsmith decidió unirse a los hombres y jóvenes que quedaban en la ciudad para levantar barricadas en Bayard's Hill, cerca de Bowery. Desde la colina se dominaba la mayor parte de la ciudad, de modo que talaron numerosos árboles e instalaron allí una torre de vigilancia.

Otros hombres se ocuparon de alzar barricadas en Broad, Courtlandt Wall y Crown Streets. Algunas baterías de artillería fueron desplegadas a lo largo de Reed Street, apuntando al North River, y también detrás de Trinity Church, Whitehall Dock y Coenties Slip, en el East River. Incluso se colocó una en Rutgers Hill. Un tercio de la población trabajaba de firme para convertir Nueva York en una fortaleza.

Esa mañana Goldsmith había estado ayudando a cavar trincheras; tenía los músculos doloridos y las manos llenas de ampollas.

El viernes anterior, el gobernador Tryon había hecho un llamamiento dirigido a «los habitantes de Nueva York». Los ingleses ya no estaban en el puerto, sino más cerca.

Aparecieron octavillas por todos los rincones de la ciudad: «Hay todavía una puerta abierta para la gente honesta que quiera aprovecharse de la justicia y benevolencia que la suprema legislatura les ofrece a cambio de volver a disfrutar de la gracia y paz de Su Majestad...»

Algunas bandas de patriotas se dedicaron a romperlas, aunque su deporte favorito consistía en perseguir lealistas. Dadas las circunstancias, los lealistas que aún permanecían en la ciudad decidieron marcharse.

Habían llegado ocho mil hombres de Pensilvania y Nueva Jersey, de modo que las milicias de Connecticut estaban alertadas. La ciudad esperaba ansiosa la llegada de los regimientos de Nueva Inglaterra.

Había huido tanta gente de Nueva York que en la ciudad había más soldados que neoyorquinos, cada cual con el uniforme y el sombrero de su regimiento. La ciudad lucía un aura casi festiva.

Los soldados extendían sus mantas donde podían. Los más afortunados encontraban abrigo en las casas abandonadas de los ricos, mientras que otros dormían en los campos enlodados que bordeaban el camino de Kingsbridge.

—¿Dónde está el doctor Tonneman? —preguntó Goldsmith con un gruñido. Cambió de postura. Le dolía la espalda.

—En el campamento Bayard otra vez. Docenas de esos pobres chicos han contraído la gripe, y tres de ellos han muerto. El doctor Tonneman les ayuda a trasladarse hasta el King's College. Es una lástima que el nuevo hospital haya sido reconvertido en barracones. No importa; el hospital estaba ahí y lo han aprovechado. Han mandado a los estudiantes a sus casas. Los libros y demás están guardados en el ayuntamiento. Toma un poco más de ponche, Daniel. —Molly le llenó la taza. Luego le acarició el rostro. Ya se le habían curado los cortes y moratones, pero las cicatrices causadas por la brea caliente no se le borrarían jamás. Aun así, Goldsmith había tenido mucha suerte. El pobre Quintin había quedado prácticamente sordo. Molly le dio un beso en la mejilla. El hombre no protestó—. Tuviste la mala fortuna de estar allí en el instante en que la hoguera decidió explotar.

Goldsmith asintió con la cabeza.

—Te digo que no fue un accidente. Ese soldado estaba allí. Estoy convencido de que él fue el responsable. Aún no sé los motivos que le indujeron a hacerlo, pero tarde o temprano los descubriré, estoy seguro.

—¿Crees que no tiene sentido que los ingleses hicieran volar las minas?

—¿Por qué? Si tenían intención de realizar un acto de sabotaje de esas características, ¿no habría sido más lógico hacer explotar el polvorín?

Goldsmith bebió más ponche. «¡Mujeres! No entienden esta clase de cosas.» Miró a Molly con el rabillo del ojo. Llevaba un vestido de Gretel que había arreglado porque le venía demasiado holgado. Molly había engordado unos kilos desde la enfermedad. A los ojos de Goldsmith, estaba muy guapa.

—Es mejor que cuentes al doctor Tonneman tus sospechas. Querido Daniel, jamás comprenderé por qué demonios estabas ahí a esas horas de la noche.

Goldsmith estaba maravillado. Las reprimendas de Deborah semejaban arañazos, mientras que las de Molly eran suaves como el terciopelo.

—Una buena razón; dame una buena razón y no volveré a preguntártelo jamás.

—Intentaba recuperar mi trabajo.

—Y también trataba de limpiar su nombre, Molly.

Ninguno de los dos le había oído entrar. Tonneman estaba apoyado contra la puerta de la cocina, exhausto. Incluso
Homer,
acurrucado frente a la chimenea, tardó unos cinco segundos en reaccionar. Al igual que Quintin, el viejo mastín estaba sordo; además tenía cataratas.

—Y hay un motivo aún más importante.

Goldsmith y Tonneman intercambiaron unas amargas sonrisas.

—Sí, permitir que Gretel descanse en paz.

Molly se tapó la boca con la mano y emitió un sonido extraño para ahuyentar a los malos espíritus.

Los dos hombres esbozaron unas sonrisas más alegres.

Mientras Molly llenaba los tazones de sopa, Tonneman preguntó:

—¿Y Mariana? No está en la consulta.

—Su madre volvía a sentirse mal, y como aquí estaba todo tranquilo...

Tonneman apuró la sopa de un trago, sin cuchara, e hizo ademán de levantarse.

—Será mejor que...

Molly le puso una mano en el hombro.

—Tómese la sopa como una persona y descanse un poco si no quiere enfermar como sus pacientes. Dijo que le avisaría si le necesitaba.

Goldsmith sonrió disimuladamente; le hizo gracia que Molly diera órdenes a Tonneman como hacía con él.

—Será mejor que siga su consejo, doctor.

—Basta ya —ordenó Molly muy seria. Luego les guiñó un ojo—. Tengo cosas que hacer arriba, de modo que os dejo para que habléis. —Lanzó una mirada perspicaz a Goldsmith antes de retirarse.

—¿Qué ocurre, Daniel? —preguntó Tonneman mientras se llevaba la cuchara a la boca—. La sopa está muy buena.

Goldsmith la probó.

—Sí, me gusta.

Sonrió. Molly había demostrado ser no sólo una buena cocinera, sino también una excelente ama de llaves. La casa estaba inmaculada. Goldsmith dejó la cuchara en la mesa y echó la silla hacia atrás, a la espera de que el doctor terminara.

—¿Qué ocurre, Daniel?

—El hombre que provocó la explosión es el asesino.

—¿En qué te basas para decirlo? ¿Cómo sabes que la explosión está relacionada con los asesinatos?

—No cuento con ninguna prueba; simplemente presiento que el asesino es uno de nuestros soldados.

Tonneman reflexionó unos instantes.

—Cuando se cometió el primer asesinato, el de Jane de Kingsbridge, aún no había demasiados soldados en la ciudad, y tampoco cuando ocurrió el de Gretel. Ahora hay más soldados que neoyorquinos. Nadie sabe cuántos. Jamás encontraremos a un soldado determinado... sería como buscar una aguja en un pajar. ¿Por qué sospechas eso?

—Por lo que explicó Quintin. Además, justo antes de la explosión, oí a alguien silbar
Yankee Doodle.
¿Quién sino un patriota silbaría esa melodía?

55

Jueves 11 de abril. Tarde

La primavera había traído consigo muchas lluvias. Las calles sin pavimentar del Collect estaban llenas de barro; la situación había empeorado después de que se reanudaran las obras de abastecimiento de agua.

La disentería y la fiebre aún acechaban el campamento Bayard debido a las precarias condiciones de higiene y salubridad. En una misma tienda se hacinaban seis soldados. La exposición a la enfermedad, la escasez de alimentos y la falta de médicos castigaban a los soldados cual bombardeo inglés. Las ropas no tuvieron ocasión de secarse antes de que llegaran las lluvias. Las trincheras se inundaron. Cuanto más llovía, más aumentaba el número de soldados enfermos.

Tonneman estaba desbordado, y le faltaban medicinas. Aun cuando hubiera tenido a mano todos los remedios conocidos, ciertas cosas no podían ser curadas. Tonneman guió a
Chaucer
hacia el campamento; decidió no montarlo porque el pobre animal corría el riesgo de hundirse en el lodo.

Esos días circulaba la noticia de que el general Washington había salido de Boston y se dirigía hacia allí. Si el clima no mejoraba, el viaje resultaría muy duro para las tropas. Tonneman no quería ni imaginar cuántos de los soldados de Washington llegarían enfermos.

Nueva York se había acostumbrado a su nueva situación; la de ser una suerte de campamento armado. Incluso las persecuciones contra los
tories
—los patriotas se habían dedicado durante un tiempo a emplumar lealistas— habían disminuido sensiblemente después de que el congreso continental, reunido una vez más en Filadelfia, las condenara con severidad.

Tonneman se detuvo en el Bowery para leer una octavilla clavada en un castaño. Un tal Samuel Louden anunciaba que su librería ambulante disponía ya de un fondo de dos mil volúmenes y que se enviaría un catálogo a los suscriptores. Tonneman cogió el papel esbozando una sonrisa. Detalles como ése en medio de tanta locura constituían una prueba de que el mundo seguía cuerdo.

Montó a
Chaucer.
La lluvia estaba impregnada del dulce perfume de la primavera. Los árboles que flanqueaban el camino empezaban a verdear. Aunque todavía lloraba la muerte de Gretel, quizá aún más que la de su padre, Tonneman se sentía agradecido por muchas razones. Antes de que terminara el verano, Mariana Mendoza se convertiría en su esposa.

Se había enterado por Jamie de que la familia Willard se había retirado a una mansión que el hermano de Abigail poseía en Princeton, por lo menos mientras durara la guerra. Jamie le escribió para comunicarle que se había casado con Grace Greenaway, sin mencionar nada de la hija de ésta, Emma, huida desde el mes de noviembre.

A Tonneman le resultaba curioso que él hubiese escogido una mujer tan joven para casarse, mientras que Jamie había preferido una mujer por lo menos siete años mayor que él. De todos modos, Grace Greenaway era una mujer inmensamente rica, y Jamie, muy listo. A diferencia de Tonneman, siempre le habían encantado los placeres de la vida mundana.

La lluvia había empezado a amainar. Bowery Lane era un camino muy transitado. Tonneman intentaba mantener una distancia prudencial respecto a los caballos que tenía delante y detrás para evitar que le salpicaran. De repente algo se movió a su derecha. Se detuvo. ¿Un ciervo? Llevaba la pistola en la alforja. La carne de venado era muy gustosa. Cogió la alforja. El ciervo se adentró en el bosque. Tonneman tomó la misma dirección que el animal y de pronto se percató de que no se hallaba demasiado lejos del cementerio judío. Siguió adelante, pensativo. Aún era de día, y en casa no le esperaba nadie.

David Mendoza había sugerido que su antepasado Pieter Tonneman estaba enterrado en el cementerio judío. Naturalmente, Mendoza se equivocaba, pero, puesto que se hallaba tan cerca del cementerio, decidió comprobarlo.

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