El menor espectáculo del mundo (11 page)

BOOK: El menor espectáculo del mundo
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Mateo negaba con la cabeza, medio adormecido. Nunca había estado en el Teide, y a esas alturas dudaba de que alguna vez lo estuviese.

—Tonterías. El infierno está ahí dentro —aseguraba la Dolores, señalando el hospital con la barbilla—. En la última planta. Yo lo vi con estos ojos cuando lo de mi hermano Braulio: no hay llamas ni calderas ni nada de eso, sólo hay camas y viejos llenos de tubos a los que sus familias no les dejan morir. Así me imagino yo el infierno.

—Pues yo prefiero imaginarme el cielo —respondía Caparrós—, que es donde pienso ir.

Y lo describía como una interminable extensión de hierba, poblada de árboles frondosos, bajo cuya sombra los muertos podían tenderse a degustar los ricos manjares que un ejército de complacientes huríes les servían en bandejas de plata. Al oírlo, la Dolores sacudía la cabeza con repugnancia. Aquella visión se le antojaba la hacienda de un depravado. Caparrós no estaba de acuerdo, y ambos se enzarzaban en una estéril discusión sobre la estética del paraíso, hasta que le pedían a Mateo que realizara su propuesta, como si se tratase de un concurso de arquitectura. Pero Mateo nunca había tenido mucha imaginación, y la poca que tenía no le alcanzaba más que para imaginarse el cielo como una nada inmaculadamente blanca y fragante en la que poder flotar sin que ninguna cosa importara. Aquel paraíso minimalista solía poner fin a la discusión.

La Dolores sacaba entonces de su bolso el termo de café y les servía a cada uno. Con el vaso de plástico entibiándole las manos y el bullicio de la ciudad convertido en un eco aletargante, gracias a la constelación de jardincitos que los aislaba de una avenida de tres carriles donde embarrancaba el tráfico, a Mateo los labios se le abarquillaban en una sonrisa de dicha: aquel era su momento preferido del día, apenas una hora de sol que lo hacía rejuvenecer como a una planta, un intervalo de pura y simple felicidad que lo pertrechaba de luz para afrontar el resto de la jornada.

—Lo que yo no quiero es tener que pasarme años llena de tubos en una cama —aclaraba entonces la Dolores.

Por las tardes, sin embargo, el sol daba en la otra puerta del hospital y para aguantar el frío en el poyete hacía falta mucha voluntad. Mateo, como los demás, prefería pasar la tarde en casa, aunque en su caso eso significara reanudar la guerra fría que sostenía con su nuera desde que se mudó al piso de su hijo. La mujer, uno de esos ejemplares de hembra a los que el matrimonio parece marchitar en cuestión de meses, había acatado su traslado sin atreverse a contradecir al marido, pero ponía todas sus dotes interpretativas en hacerle ver cuánto le desagradaba su presencia, y a Mateo, que ya de por sí se sentía un intruso, aquella actitud belicosa había terminado por sumergirlo en una inquietud continua. Al principio, echando mano de sus pobres recursos de seducción, había intentado conquistarla, pero enseguida tropezó con una resistencia extrema, lindante con lo irracional, que lo inundó de pavor. Tras la constatación de que toda amnistía era imposible, de que aquella mujer había venido al mundo con la secreta misión de odiarlo, barajó la posibilidad de rendirse, de coserse unas campanitas al pijama y transformar el cuarto de los trastos en su lazareto particular. Si no lo hizo fue porque albergaba la sospecha de que aquella estrategia lograría que la tristeza que le anegaba el alma alcanzara su pleamar, aniquilando su ya de por sí escasa voluntad de supervivencia. Se propuso, por el contrario, plantar batalla: no restringió sus salidas, pese a quedar fatalmente expuesto al devastador desprecio de la mujer cada vez que se la cruzaba por el pasillo, e incluso se atrevió a acaparar el sillón más esquinado del salón.

Durante las comidas, Mateo tampoco recibía auxilio del resto de su familia, que parecía ajena al duelo en el que ambos andaban enfrascados. Desde su rincón, mientras dejaba que se enfriara la sopa, los observaba en silencio, intentando comprender cómo era posible que pudiera sentirse tan distinto a ellos si todos eran brotes de la misma cepa, si por todos corría su misma sangre. Presidiendo la mesa, a un tiro de piedra del televisor, se encontraba su hijo, achicando la sopa con gesto de autómata, sin abandonar tampoco entonces esa mueca de ensimismada contrariedad de quienes se sienten estafados por su destino. Diez años atrás, había empeñado sus ahorros en la compra de una modesta casa de campo, que se vio obligado a vender precipitadamente, sin apenas haberla disfrutado, cuando la competencia convirtió en espejismo los pingües beneficios de su taller mecánico. De la existencia en aquel paraíso fugaz sólo le quedaba ahora una incorruptible desconfianza en la vida y sus mudanzas, aparte de un puñado de herramientas de jardinería de las que nunca había querido desembarazarse. Mateo solía observarlo con lástima, mientras respiraba el tufo a grasa y aceite de frenos que lo acompañaba siempre, precediéndolo por la vida como el azufre a los demonios. A su derecha se sentaba su nieto, un adolescente espigado y huraño que amenazaba con descarriarse si nadie lo impedía. Al otro extremo de la mesa, esparciendo sus esporas de rencor, se encontraba su nuera, en quien Mateo evitaba detener la mirada. Y a su lado, haciendo equilibrios sobre dos cojines y manejando la cuchara casi con la misma torpeza que él, se hallaba su nieta, la única alegría que le había deparado su encierro en aquella casa. Con apenas seis años recién cumplidos, su nieta destilaba todavía ese aire de criatura mágica, de híbrido entre persona y duende que irradian los niños. Mateo la contemplaba con ternura, admirando cada uno de sus gestos de marioneta, preguntándose en qué clase de mujer se convertiría, qué tormentos y alegrías le tendría reservada la vida, o cuánto tardaría en dedicarle el mismo desdén que le profesaban los otros.

Cuando la comida concluía, disolviendo a la familia, Mateo se sentaba en el sillón del rincón, e intentaba comprender el programa que emitía el televisor, pero enseguida perdía el hilo y se dedicaba a espiar cómo el sol manso de la sobremesa recorría la terraza, desde los geranios a la bombona de butano, una ruta en la que empeñaba la tarde. Era entonces, en el momento en que las primeras espigas de oscuridad brotaban en los rincones, cuando su nieta lo reclamaba tomándolo de la mano, para guiarlo como un lazarillo hasta la mesa del comedor, donde desplegaba su arsenal de lápices y cuadernos.

Mateo la ayudaba a hacer los deberes con una sonrisa en los labios, agradecido de que los arcanos de la caligrafía los convirtiesen en cómplices por unas horas.

—¿Tú cuándo te vas a morir, abuelo? —le preguntó una tarde la niña.

Sorprendido por su pregunta, él la contempló sacarle punta al lápiz, sin saber qué responder.

—Aún no lo he decidido —dijo al fin—. Ya veremos.

—Y cuando te mueras, ¿irás al cielo o al infierno?

Mateo se encogió de hombros.

—Dios dirá —contestó, mientras en lo más hondo de sí mismo se imaginaba caminado por la hierba del cielo de Caparrós, en dirección a un grupo de huríes tan bellas como ociosas.

La Dolores lo invitó a salir una mañana en la que Caparrós estaba en una de sus sesiones de diálisis. Se lo dijo como ella solía decir las cosas, sin rastro alguno de romanticismo, enfocando el asunto hacia lo práctico:

—Escucha, Mateo, he estado cavilando y he llegado a la conclusión de que no tendríamos que pasar los cuatro días que nos quedan resignados a la soledad. Te considero un hombre apuesto y si a ti no te desagrada demasiado el aspecto de esta vieja podríamos ir por las tardes a alguna cafetería o a pasear por el parque. Ya no tenemos edad de entregarnos a pasiones desaforadas, ni tiempo para construir ningún noviazgo, pero al menos podríamos hacernos compañía. Creo que nos vendría bien a los dos.

Mateó la contempló con incredulidad, sorprendido no tanto por la propuesta de la Dolores como por que de repente ella se le mostrase a las claras como una mujer con necesidades.

—Mira, te he apuntado mi dirección —continuó, sacando del bolso un pedacito de papel—, porque dicen que los viejos tienen muy mala memoria. Ahí te espero esta tarde a las seis. Acudir o no es cosa tuya. Sólo una cosa te pido: si no lo haces, jamás volveremos a hablar de este asunto.

Tras decir aquello dejó de mirarlo y se concentró de nuevo en el ir y venir de las ambulancias, sin aparentar necesitar de Mateo ningún comentario ni pregunta al respecto. Él tampoco dijo nada, presa de un aturdimiento que tardó en desvanecerse. Caparrós llegó al poco, dando saltitos e incluso permitiéndose esgrimir algunos pasos de baile al más puro estilo Fred Astaire, incapaz de sustraerse a la euforia que siempre le invadía cuando le decantaban la sangre. Aquella mañana se saldó con dos trombosis, una mujer maltratada, tres cólicos nefríticos, un hombre destrozado a mordiscos por un perro, tres accidentes de circulación, cuatro neumonías y un navajazo. El momento más emotivo, sin embargo, corrió a cargo de un niño de apenas seis meses que se tragó el ojo de su muñeco en un despiste de la madre.

A pesar de que el domicilio de la Dolores no se hallaba demasiado lejos de la casa de su hijo, Mateo se encontró vestido dos horas antes de las seis. Había recuperado del armario su traje de boda, un terno oscuro que hacía años que permanecía embalsamado en una funda de plástico, que abrió con la sensación de estar exhumando un cadáver. Nunca había pensado que algo lo obligara a volver a envainarse en aquel traje, que para él representaba el pasado, incluso la felicidad. Ahora lo aterraba tener que participar de nuevo en la enredada función de la vida. Se lo puso con dedos temblorosos. Ya no tenía Mateo el porte de entonces. El traje le bailaba por todos lados y debía erguirse y alzar la barbilla como un señoritingo de elevada cuna si quería desbaratar la imagen de fantoche que le devolvía el espejo. Los nervios y el sudor que le enjabonaba las manos convirtieron la tarea de anudarse la corbata en una operación ardua y frustrante, pero no quiso pedirle ayuda a su nuera, pues no confiaba en que la mujer pudiera resistirse a aquella oferta de estrangulamiento. Completó la añeja indumentaria con unos zapatos de piel igualmente trasnochados, y se sentó en la cama con el aire reconcentrado de un púgil que espera su salida al cuadrilátero.

A cada minuto que pasaba, sentía los músculos más tirantes y cómo el corazón le palpitaba con más fuerza de la acostumbrada, incluso le pareció que comenzaba a experimentar un ligero mareo. ¿A qué se debían aquellos síntomas dignos de un colegial? Sin dejar de manosear el papelito con la dirección de la Dolores, se miró los zapatos y juzgó que no estaban lo suficientemente resplandecientes. Buscó un pañuelo, se descalzó, y comenzó a darles lustre, primero al derecho y luego al izquierdo, para volver de nuevo al otro por no haber quedado satisfecho con su brillo. De vez en cuando, echaba una ojeada al despertador que había en su mesilla. La hora de su cita iba aproximándose con lentitud, pero aún le quedaba tiempo más que suficiente para arrancarle a los zapatos el fulgor deseado. Sin embargo, a pesar del entusiasmo con el que los frotaba, no lograba ver su rostro reflejado en ellos, y una cosa estaba clara: no pensaba presentarse a recoger a la Dolores con los zapatos sucios. Al poco, un nuevo vistazo al reloj le indicó que las manecillas habían alcanzado la hora que había establecido para su salida. El brillo de los zapatos, sin embargo, aún lo le satisfacía. Aumentó el ritmo sin dejar de espiar el despertador, pero pronto tuvo que reconocer que, a causa de los malditos zapatos, llegaría tarde a casa de la Dolores. Sintió algo parecido al alivio cuando el reloj marcó la hora de su cita sin que él hubiese logrado que los zapatos refulgiesen, aun así continuó frotándolos con el mismo tesón mientras la tarde se oxidaba tras la ventana. No dejó de hacerlo hasta que la oscuridad le impidió ver sus propias manos. Entonces encendió la luz y comenzó a desvestirse, lamentando que los zapatos le hubiesen retenido allí. A pesar de ello, guardó el traje en el armario con la sensación de quien restaura el orden de las cosas.

A la mañana siguiente, cuando Mateo llegó a la puerta de Urgencias, sentado sobre el poyete sólo encontró a Caparrós. Tras intercambiar un saludo, ambos comentaron la extraña ausencia de la Dolores, que hasta entonces había exhibido una puntualidad envidiable. Mateo ocupó su puesto en el poyete y, mientras la esperaban, continuó barajando el mazo de excusas que había ideado durante la noche sin decidirse a sacar ninguna carta. ¿Qué podía decirle, que pese a que ella le gustaba no creía que su cuerpo de viejo fuese a resistir las tensiones propias del galanteo? ¿Y si disimulaba su cobardía bajo algún contratiempo idiota, le proponía una nueva cita, buscaba el rosario de su Paloma y le pedía a Dios que le confiriese el valor necesario para no defraudarla de nuevo? Pero de todos modos, qué importaba, pensó mientras contemplaba el arribo de la primera ambulancia. La Dolores le había prohibido hablar del asunto en el caso de que él no acudiese a la cita, y Mateo sabía que no tendría el coraje de contradecirla para ofrecerle una explicación que, a todas luces, resultaría enrevesada y triste.

Ninguno dijo nada cuando vieron cómo dos camilleros bajaban a la Dolores de la ambulancia, cubierta hasta el cuello por una sábana y amordazada por la mascarilla. Por mucho que estiró el cuello, Mateo no acertó a ver si estaba consciente. A su lado, Caparrós movía la cabeza, entre afligido y atónito. Cuando la camilla se perdió en el interior del hospital, les extrañó no oír la voz de la Dolores arriesgando un diagnóstico.

Dejaron transcurrir la mañana sin atreverse a romper el silencio que había conjurado la llegada de la mujer. ¿Qué mal aquejaba a la Dolores? ¿Se repondría o estaría muriéndose en ese instante mientras ellos cabeceaban consternados? Con esas dudas se marcharon a casa, y con esas dudas encararon los días siguientes. Cada mañana, leían con un temblor de aprensión las esquelas del periódico, esperando encontrarse a la Dolores con el nombre completo en uno de aquellos lúgubres recuadritos negros, pero la mujer parecía tener mejores cosas que hacer que morirse. ¿Se hallaría de regreso en su casa, restableciéndose al cuidado de su familia, o se encontraría todavía en el interior del hospital? Tras tres días de cavilaciones, Mateo sacó de su bolsillo el papelito con la dirección de la Dolores y le propuso a Caparrós poner fin a aquella intriga de una vez por todas.

Decidieron acudir a su casa esa misma tarde. El domicilio que la Dolores le había anotado en el papelito correspondía a un piso encastrado en un inmueble de líneas sobrias y fachada mugrienta, sitiado por unos jardincitos donde sobrevivía una congregación de plantas lastimosas. Un felpudo de aspecto piojoso los recibió al fondo de un pasillo interminable. Ante aquella alfombrilla se cuadraron Mateo y Caparrós tras pulsar el timbre. Al poco, notaron oscurecerse la mirilla y, azorados, respondieron al escrutinio al que los sometían desde el otro lado mostrando una sonrisa mansa.

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