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Authors: Mario Escobar

Tags: #Aventuras, Intriga

El mesías ario (11 page)

BOOK: El mesías ario
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—¡Alto! —grito Hércules rompiendo por primara vez el silencio. La figura no se detuvo, corrió más aprisa llegando hasta la puerta—. ¡Alto o abro fuego!

Las palabras de Hércules no causaron ningún efecto y el fugitivo intentó abrir la puerta. Un estallido y un pequeño chispazo consiguieron paralizar al hombre por unos segundos.

—No fallaré el próximo disparo —la voz sonó fría y seca.

—No dispare —dijo el hombre en un forzado acento alemán.

Hércules se aproximó a la sombra y apenas pudo distinguir los rasgos con la poca luz del hall. Sin dejar de apuntar registró al hombre. En un cinto llevaba un cuchillo largo que brilló al sacarlo de su funda.

—Maldito bastardo —dijo Hércules empujando al hombre hacia las escaleras—. Siéntate.

El hombre miró para un lado y para el otro y terminó por sentarse en los primeros escalones, después inclinó la cabeza y esperó un tiro que no sonó.

—No vas a morir, por lo menos ahora.

—Dispare —dijo el hombre entre suplicante y desafiante.

—¿Quién es usted? —preguntó Hércules ignorando el comentario.

—¿Acaso importa mucho?

—¿Es un sicario? Necesito saber quién le envía.

—No soy un sicario —contestó secamente.

—Un sicario, un asesino, ¿Cómo prefiere que le llamen? —dijo irónico Hércules.

—Soy un patriota, me ha oído. Sirvo a una causa que usted no puede entender —dijo el hombre enderezándose.

—Matando a sangre fría a un hombre que no podía defenderse. ¿Qué clase de patriotismo es ese?

—Tan sólo ha sido una ejecución. No podíamos permitir que un simple policía se metiera en nuestros asuntos.

—¡Cerdo! —dijo Hércules dándole con la culata de la pistola en la cara. El metal abrió una brecha en la cara del hombre y la sangre comenzó a brotar abundantemente.

—No me amedrentará con sus golpes ni con sus amenazas —dijo el hombre tapándose la herida con una mano.

—Ya veremos —dijo Hércules y antes de terminar la última palabra un disparo sonó y parte del antebrazo del hombre saltó por los aires.

—¡Ah! —gritó el hombre agarrándose el brazo herido.

—Te dispararé una y otra vez hasta que me digas lo que quiero oír. Puedo llenarte el cuerpo de plomo y mantenerte con vida, pero tendrás tanto dolor que habrás preferido no haber nacido —dijo Hércules levantando del suelo el cuerpo del asesino.

—¡No, por favor! —suplicó el hombre soltando el brazo herido y extendiendo una mano ensangrentada.

—Depende de ti.

—No puedo hablar.

Un segundo disparo atravesó la pierna y el hombre se estremeció de dolor. Hércules esperó unos segundos a que se recuperara y entonces le preguntó:

—¿Quién te envía?

—Llevamos mucho tiempo esperando este momento. No podemos dejar que nadie vuelva a retrasarlo —dijo el hombre jadeante, comenzando a marearse por la pérdida de sangre.

—¿Retrasarlo? ¿Retrasar el qué? —dijo Hércules pisando la herida de la pierna.

—Ah. Esos profesores quisieron descubrir algo que sólo unos pocos pueden conocer —logró decir el hombre.

—¿El qué? —preguntó Hércules pisando más fuerte.

—Estaba anunciado que vendría un Mesías. Un verdadero Mesías.

—¿De qué hablas?, ¿deliras? —dijo Hércules levantando el pie de la pierna herida.

El hombre parecía poseído mientras hablaba. Su rostro de dolor fue trasformándose en una máscara de rabia. Hércules le golpeó en la pierna herida otra vez y el hombre se retorció de dolor.

—Ese Mesías débil nunca debió reinar. Vendrá un Mesías Ario que devolverá al mundo su fuerza.

—¿Quién te envió? —preguntó Hércules harto de los delirios del asesino.

—¡Púdrete! —dijo el hombre escupiendo a Hércules. Antes de que este reaccionara, sacó una pequeña ampolla y partiéndola con los dientes se la bebió de un trago. Cuando Hércules intentó sacársela de la boca el líquido ya había penetrado en la garganta del hombre.

—Maldito, escupe eso —dijo Hércules forzándole a abrir la boca. Unos segundos después el hombre comenzó a sufrir convulsiones y cayó al suelo retorciéndose.

—Nadie podrá detener al Mesías Ario —dijo en medio de terribles espasmos. Después dejó de moverse.

Capítulo 19

Viena, 14 junio de 1914

El príncipe Stepan se sentía ridículo con el estúpido disfraz escogido por los servicios secretos rusos. Vestir de tirolés en Viena era no tener ningún conocimiento de la cultura austríaca, pero cuando había abierto su maleta justo al atravesar la frontera de la región Rusa con Polonia, había comprobado el traje. El almirante Kosnishev no iba mejor vestido. Con un ridículo sombrero tirolés y unos pantalones cortos, parecía un colegial de San Petersburgo.

—Los servicios secretos que usted dirige son un desastre. Este traje sólo se usa en el Tirol, pero en Viena pareceremos un par de tipos raros.

—Al llegar a la casa de nuestro contacto podremos cambiarnos, pero será mejor que no hable tan alto, su acento ruso le delata.

—¿El acento? Quien más va a fijarse en mi acento si con este traje nos mira todo el mundo. No pasamos precisamente desapercibidos.

—Príncipe Stepan, yo no quería que me acompañara en esta misión. Prefería ir sólo.

—¿Está loco? Hasta un ciego lo haría mejor que cualquiera de sus hombres, pero es demasiado para un hombre sólo.

—No se burle de nuestro servicio secreto, es el mejor de Europa —contestó enfadado el almirante.

—Eso espero, nos jugamos mucho con esta operación. ¿Cuánto queda para llegar a la casa de su confidente? —pregunto el príncipe Stepan.

—La próxima parada. Será mejor que tire de esa cuerda —dijo el almirante señalando a la campanilla.

El tranvía se detuvo chirriante y los dos rusos bajaron de un salto. El príncipe Stepan hizo un gesto y se agarró su pierna mala.

—Maldición —dijo dolorido.

—No grite —dijo el almirante Kosnishev.

Los dos hombres ascendieron por una prolongada pendiente y se adentraron en uno de los barrios bajos de la ciudad. En aquellas calles sucias e infectas se pudría la peor calaña del imperio. Por la calle se veían checos, eslovenos, polacos, húngaros, eslovacos y serbios. El almirante miró la dirección y los dos hombres penetraron en un destartalado edificio de cuatro plantas. El olor a vómito de borrachos y orín revolvió a los dos aristócratas rusos. Ascendieron hasta el último piso y llamaron a la puerta. Poco tiempo después les abrió un hombre pequeño, de pelo moreno y barba negra. Les miró de arriba a abajo, sorprendido por los extraños atuendos y después les dejó entrar. La puerta daba a una sala amplia y luminosa, en ella, media docena de hombres estaban sentados charlando entre sí.

—Los serbios siempre hablando, pero para algo de acción nos necesitan a los rusos —dijo el almirante en ruso.

—Los dos enlaces rusos —dijo un hombre rubio poniéndose en pie. Sus ojos azules escrutaron a los dos visitantes y después de aspirar su pipa dijo a sus compañeros en serbio—. Creo que nos han enviado a los dos agentes más inútiles de Rusia.

—¿Qué ha dicho? —preguntó el príncipe Stepan. El almirante Kosnishev contestó sin dudar:

—Ha dicho que han enviado de Rusia a dos agentes importantes.

—Y, ¿por qué se han reído todos?

—Humor serbio, ¿Quién puede entenderlo?

—Señores —dijo el hombre rubio en un correcto alemán —Serbia está dispuesta a todo por liberar a su pueblo, la Mano Negra les da la bienvenida.

Capítulo 20

Madrid, 14 de junio de 1914.

—Dime la verdad, necesito saber la verdad.

Las palabras de Alicia le partieron el corazón. Hércules había dejado el cuerpo sobre la alfombra del estudio y lo había tapado con una sábana. El despacho estaba desordenado y no se había atrevido a coger nada, tan sólo el informe que se encontraba sobre la mesa. Después llamó a Lincoln para informarle de lo ocurrido y a la policía. Antes de que los primeros agentes llegaran al edificio abandonó la casa y buscó a Alicia por algunos salones que frecuentaba por la tarde. La encontró en la casa de una de sus íntimas amigas. Prefirió decirle tan sólo que tenía que acompañarle y que su padre estaba en estado grave. Estuvieron en silencio todo el camino. Alicia había perdido a su madre unos años antes y la idea de quedarse sola en el mundo le horrorizaba. Hércules sentía un nudo en la garganta y la sensación de que podía haber hecho algo más para evitar la muerte de su amigo.

Cuando llegaron a su residencia, Lincoln, que sí conocía lo sucedido, comenzó a preguntar a Hércules sobre el incidente y la preocupación de Alicia se acentuó. Ahora estaba delante de él suplicando una respuesta, pero Hércules no sabía que decir.

—Cuando entré a tu casa lo encontré todo a oscuras. Subí con sigilo hasta el despacho de tu padre. Cuando estuve frente a la puerta comprobé que estaba muerto, le habían degollado. Capturé al asesino, pero poco después se quitó la vida.

—Pero, ¿quién querría matar a mi padre?

—La profesión de tu padre era peligrosa y persiguiendo a criminales se consiguen muchos enemigos —dijo Hércules.

Alicia se sentó en el butacón de la biblioteca y rompió a llorar. Don Ramón había permanecido impasible hasta ese momento, pero se acercó a la mujer e intentó animarla. Lincoln estaba paralizado, los sentimientos siempre le hacían sufrir una intensa angustia.

—La muerte de tu padre está relacionada con la investigación que estamos llevando a cabo. El asesino era de origen alemán y confesó antes de morir que servía a los intereses de una sociedad que espera el advenimiento de un nuevo Mesías.

—¿Un nuevo Mesías? —preguntó don Ramón.

—Para ser exactos un Mesías Ario —especificó Hércules.

—Yo he leído algo sobre eso en los escritos de Madame Blavatsky —dijo don Ramón.

—¿Madame Blavatsky? —preguntó Hércules.

—Es muy conocida en los Estados Unidos —dijo Lincoln.

—Madame Blavatsky es una aristócrata rusa de origen alemán. Después de realizar varios viajes por Oriente se asentó en Nueva York y fundó la Sociedad Teosófica —explicó don Ramón.

—No sabía de su afición por lo esotérico —dijo Hércules.

—Estoy recopilando información para un libro que tengo entre manos. Seguramente lo titule La lámpara maravillosa.

—¿De que tratará? —preguntó Lincoln.

—Será muy diferente a todos los libros que he escrito hasta ahora. Mi idea es hacer una especia de libro de ejercicios espirituales.

—¿Ejercicios espirituales? —dijo Lincoln frunciendo el ceño.

—Hay un mundo espiritual que se escapa a nuestros sentidos —dijo don Ramón mientras señalaba alrededor.

—Lo siento, maestro, pero yo no creo que haya ningún mundo espiritual —contestó tajante Hércules.

—La Teosofía defiende algunos principios interesantes. La mayor parte de los pensamientos de Madame Blavatsky se encuentran en su libro titulado La Doctrina Secreta.

—Es un libro esotérico —afirmó Lincoln.

—Muchos lo consideran su Biblia —dijo don Ramón.

—Creo que tengo una copia de esos libros. Pero la verdad, nunca les había prestado mucha atención.

Hércules se dirigió a uno de los estantes y señaló con la mano varios tomos.

—No sé por cual empezar.

Don Ramón se acercó a los volúmenes y sacó el tomo vi. Lo colocó sobre el gran atril y comenzó a leer.

—«De Jesús dijeron los gnósticos bardesanianos y otros, que era Nebo, el falso Mesías, el destructor de la antigua religión ortodoxa. Otros sectarios lo tuvieron por "fundador de una nueva secta de nazars". En hebreo, la palabra naba significa "hablar por inspiración"».

—Blavatsky no creía en Jesús como el Mesías —dijo Alicia, que se había recuperado un poco de la trágica noticia y había decidido dedicar todas sus fuerzas en encontrar a los asesinos de su padre.

—Ella esperaba otro Mesías —dijo don Ramón—. Escuchen esto: «Los orientalistas la designan con el mítico nombre de un fabuloso país; pero de esta tierra espera el hinduísta a su Kalki Avatâra, el buddhista a su Maitreya, el parsi a su Soshios, el judío a su Mesías, y también esperaría el cristiano a su Cristo, si conociese esto».

—¿Otro Mesías? —preguntó Lincoln.

—Un Mesías que pertenezca a la Quinta Raza.

—¿Cuál es la Quinta Raza? —preguntó Hércules.

—La Quinta Raza es la raza aria —dijo don Ramón y su voz retumbó en la biblioteca.

Capítulo 21

Madrid, 15 de junio de 1914

El teatro del Ateneo estaba a rebosar. La embajada austríaca había conseguido reunir a lo más selecto de la sociedad española. El murmullo de las cientos de personas llenaba por completo la sala. Las luces estaban encendidas y las butacas rojas, la gran lámpara de araña y la madera pintada de blanco y oro de los palcos brillaban en todo su esplendor. Los asistentes se saludaban efusivamente, vestidos de frac, parecía que estaba a punto de estrenarse una ópera o alguna función teatral de primer orden. Hércules y Lincoln habían acompañado a don Ramón del Valle-Inclán hasta el escenario, donde se había colocado una mesa larga cubierta con un terciopelo rojo y cinco sillas altas. Los dos agentes habían decidido no perder de vista al escritor, posiblemente el grupo de germanos que le había estado acosando sería capaz de intentar asesinarle o secuestrarle en medio de aquella multitud, además era una oportunidad de oro para hablar con el embajador austríaco.

—Será mejor que nos dividamos. Yo vigilaré entre bambalinas y usted en el patio de butacas —dijo Hércules.

—De acuerdo —contestó Lincoln.

Los dos hombres se separaron y ocuparon sus puestos. Don Ramón subió al escenario y saludó a los otros miembros de la mesa. Ortega y Gasset estaba sentado junto al embajador, al lado de un filósofo alemán cuyo nombre le parecía impronunciable a don Ramón y al otro, el gran defensor de la causa germanófila, el periodista del ABC, Javier Bueno y García.

—Querido Maestro, siéntese aquí —dijo Javier Bueno y García.

—Gracias —contestó don Ramón.

—Pensábamos que al final no iba a venir. Llevo horas intentando localizarle —dijo Javier Bueno y García.

—La vida de un escritor es más complicada de lo que parece.

—No lo dudo, Maestro.

—Está todo listo.

—Ya sabe los contratiempos de última hora. Desde el Gobierno Civil han puesto algunas trabas. El Gobierno está lleno de anglófilos. La gente no se da cuenta que el origen de nuestra vieja Europa se encuentra en la raíz germana. Esos ingleses no son sino una mala imitación de los arios.

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