El bedel empezó a notar que los ojos le ardían y la garganta comenzaba a picarle, empujó al enfermero fuera de la celda y cerró la puerta.
—¿No lo olías?
—¿El qué?
El bedel contempló la cara del enfermero totalmente amoratada y los ojos hinchados. Se tocó su propio rostro hinchado y noto como una sensación de furia le invadía.
—Maldito estúpido, no lo notas —dijo extrayendo de su bolsillo una navaja. El enfermero atónito se quedó mirándole sin moverse—. Tienes algo en la cara.
—¡Qué!
El bedel levantó el cuchillo y le arrancó parte de la mejilla con él dejando el hueso al descubierto. El enfermero vio la carne sanguinolenta en la mano de su amigo y se echo a reír. El bedel siguió despellejándole hasta que todos los rasgos del hombre desaparecieron. La sangre corría por su bata blanca formando un gran charco, hasta que el enfermero se desplomó perdiendo el sentido.
El bedel arrojó al suelo el último trozo de carne y se limpió el cuchillo en el pantalón, caminó por el pasillo como aturdido, hasta llegar a las escaleras principales. Allí, en medio de la oscuridad, había un cuerpo tendido boca arriba, cubierto de sangre y con una extraña mirada, enseguida el bedel reconoció al profesor Proust. Entonces el bedel se sentó al lado del cadáver y sacando de nuevo la navaja, comenzó a hacerse cortes por todo el cuerpo. Al principio pequeñas heridas superficiales, pero poco a poco se hizo cortes más profundos. La sangre corría escaleras abajo cuando el bedel perdió el conocimiento.
Sarajevo, 17 de junio de 1914
El príncipe Stepan miró los minaretes de la ciudad y sintió una mezcla de odio y angustia. Durante varios meses había servido en el Ejército en las tierras más hacia el sur del Imperio ruso y había tenido que luchar contra algunos grupos islámicos sediciosos. Los rebeldes musulmanes eran extremadamente crueles con los prisioneros, aunque solían mantenerlos con vida para pedir un rescate; él tuvo que sufrir la cruel hospitalidad de uno de esos grupos, cuando su unidad sufrió un ataque en las montañas y fue hecho prisionero. Después de soportar todo tipo de torturas y vejaciones, el príncipe logró volver a casa, pero su mente no había dejado de odiar cada día a todos aquellos hombres.
—Príncipe Stepan, ¿en qué piensa? Parece tener la cabeza en otro sitio —dijo el almirante Kosnishev.
—Sarajevo me recuerda a otras ciudades donde pasé mis primeros años de servicio.
—¿Nostalgia usted? No me lo puedo creer.
—No es nostalgia, almirante, pero sería muy largo de explicar. ¿Por qué aceptó esta misión?
—No tenía mucha elección, un hombre viejo como yo, sólo puede conformarse con morir en un rincón como un perro o hacer algo por su país.
—Pero, ¿por qué una misión tan peligrosa?
—Príncipe, el peligro a mi edad es una palabra vacía, Mi vida está a punto de concluir, la manera de morir es lo de menos.
Los dos hombres se apearon del tranvía y caminaron los escasos metros que les separaban del otro lado del río Miljacka. La ciudad, con sus tejas naranja y los edificios sencillos, asemejaba más un pueblo turco que la capital de una región del Imperio Austro-Húngaro. Por la calle se podía ver a muchos hombres con el gorro turco y a mujeres vestidas a la forma musulmana. Los dos rusos esperaron al otro lado del puente, hasta que un hombre pequeño, vestido de obrero se les acercó y les dio la contraseña.
—¿Está todo preparado? —preguntó el príncipe impaciente.
—Queda poco más de un mes, pero ya está todo preparado — respondió el hombre.
—Nosotros traemos algo de material de Rusia.
—No se preocupe, aquí es fácil encontrar material, sólo hay que tener dinero y contactos.
—¿Quién ejecutará el acto? —preguntó el almirante Kosnishev.
—En la ciudad hay muchos patriotas, pero hemos hecho una concienzuda selección; varios estudiantes que están dispuestos a morir por la causa, pero será mejor que hablemos en un sitio más seguro.
—Es cierto —dijo el príncipe Stepan.
—Los austríacos han enviado a sus agentes para preparar la visita. Hace unos días hubo algunas detenciones.
—No hay otra solución que parar todo esto antes de que sea demasiado tarde. Los austríacos no pueden seguir haciendo de las suyas —dijo el almirante Kosnishev.
—Sí, almirante, sólo eliminando al perro se eliminará la rabia —dijo el enlace serbio. Los tres hombres comenzaron a caminar y desaparecieron entre la multitud que comenzaba a llegar al mercado ambulante de la ciudad.
Madrid, 16 de junio 1914
Las vistas de la biblioteca daban a la avenida principal. Hércules y Lincoln no tardaron más de un minuto en salir por la ventana y descender una planta hasta el suelo. Apenas a unos veinte metros podía verse el carro policial tirado por caballos. Alicia y don Ramón recibieron a la policía y les anunciaron que Hércules no había aparecido en toda la noche y que estaban preocupados. La policía hizo muchas preguntas a Alicia, pero al final decidieron creerla, al fin y al cabo, por qué iba a proteger al supuesto asesino de su padre, don Ramón ayudó a Alicia con todos los preparativos y los dos salieron de la casa de Hércules con todo listo para el viaje. Media hora más tarde los cuatro se verían en un discreto café cercano a la glorieta de Bilbao. Cuando llegaron a la glorieta dejaron las cosas en el moderno coche de Hércules y le pidieron al chofer que los esperara. El Café París, dónde habían quedado, parecía más una taberna que un café. La mayoría de sus parroquianos eran obreros y todo tipo de calaña. Allí se reunía la flor y nata del hampa madrileño. Cuando entraron al café, una densa nube de humo les envolvió. Apenas penetraba luz del exterior y las lámparas de aceite creaban un ambiente propicio a la conspiración y el crimen. Al fondo, en una de las mesas, Hércules y Lincoln les esperaban.
—¿Por qué han tardado tanto? —preguntó Hércules.
—La policía nos estuvo interrogando parte de la mañana y después estuvimos reuniendo todo lo necesario para el viaje —respondió Alicia algo enfadada.
—No hacía falta mucho equipaje para nosotros dos —dijo Lincoln.
—¿Ustedes dos? —contestó Alicia.
—Naturalmente, este viaje es peligroso y será mejor que usted cuide de don Ramón.
—Señor Lincoln, yo ya soy mayorcito para tener un ama de cría. Sé cuidar de mí mismo —refunfuñó el escritor.
—Disculpen, pero viajar a Lisboa no va a ser una excursión.
Hércules que había permanecido callado, se levantó mientras que Alicia se sentó en una de las sillas, y cuando todos estuvieron en silencio, comenzó a hablar:
—He estado meditando sobre los últimos acontecimientos y pienso que lo más seguro es que permanezcamos juntos. Don Ramón tiene que desaparecer de Madrid por un tiempo, por lo menos hasta que alejemos a sus perseguidores de la ciudad. Alicia no puede quedarse sola, aunque me asalta una duda; si nos acompaña no podrá asistir al entierro de su padre.
—La mejor manera de honrar su memoria es encontrando a aquellos que le asesinaron —dijo Alicia con la voz entrecortada.
Los cuatro volvieron a caer en un incómodo silencio que Hércules interrumpió.
—Uno de mis contactos en la policía nos ha informado de que se ha producido una verdadera matanza en el hospital donde estaban los tres profesores.
—¿Una matanza? —preguntó don Ramón.
—Los tres profesores han muerto horriblemente y también un médico, un enfermero y el bedel.
—Pero, ¿cómo ha sucedido?
—Por ahora la policía defiende que el bedel se volvió loco y asesinó y degolló a todos, para más tarde suicidarse —explicó Lincoln.
—Alguien ha vuelto a utilizar el gas letal contra los profesores, para asegurarse de que no se convertían en un estorbo.
—Eso es terrible —dijo Alicia.
—Don Ramón, ¿está seguro que las profecías de Artabán están en Lisboa? —preguntó Hércules.
—Allí las llevó Vasco de Gama y no tengo noticias de que hayan salido de la ciudad.
—Esta noche sale un tren para Lisboa, me he permitido comprar dos compartimentos cama.
—Gracias Alicia —dijo Hércules.
—Nos quedan dos horas antes de que salga el tren —añadió Alicia.
—Será mejor que cenemos algo antes de ir a la estación —comentó Lincoln.
—¡Aquí! —dijo Alicia, observando la suciedad y el tipo de clientela del establecimiento.
—En este lugar se preparan las mejores chuletas de Madrid. A veces las apariencias engañan, querida Alicia. A veces las apariencias engañan —bromeó Hércules.
Tren Madrid - Lisboa, 16 de junio de 1914
Cuando el tren partió de la estación de Atocha todavía el sol se mantenía firme sobre la ciudad. Hércules y sus amigos habían esperado hasta el último momento para subirse al tren. En medio del bullicio hubiera sido imposible identificar a sus perseguidores. Un minuto después de montar en el tren, éste, con un agudo pitido se puso en marcha. Buscaron sus compartimentos y acomodaron el equipaje. Lincoln y Hércules se turnarían durante toda la noche, vigilando a la puerta de los compartimentos. La razón del encuentro en el Café París no había sido otro que el hacerse con un par de revólveres y algo de munición. Hércules no solía ir armado, pero la gravedad de los acontecimientos, le hacía actuar con determinación.
—No me gustan las armas de fuego —dijo Alicia al ver las armas de sus dos compañeros.
—Sólo son un medio de defensa. Nos enfrentamos a un grupo de hombres sin escrúpulos que no dudarán en actuar con violencia si nos inmiscuimos en sus planes —dijo Hércules.
—Señorita Alicia, cogimos esto para usted —dijo Lincoln mostrando una pequeñísima arma.
—¿Un arma yo? Lo veo del todo imposible —contestó la mujer negando con las manos.
—Es por su seguridad. La pistola sólo tiene dos balas, suficiente para sacarle de un apuro —le explicó Lincoln.
—¿Y para mi no hay armas? —preguntó impaciente don Ramón.
—Pensé que no le gustaría manejar un arma —se disculpó Lincoln.
—En mi Galicia natal era un gran cazador.
Lincoln miró hacia el hueco del brazo amputado del escritor.
—La gente piensa que cuando te falta el brazo eres un lisiado, pero con mi única mano sana he logrado más cosas que muchos hombres con sus dos manos.
—Es indiscutible, pero como por desgracia no tenemos más armas, tendrá que fiarse de nosotros y de nuestra capacidad para protegerle, maestro.
—No se preocupe Hércules.
Laevius laedit quidquid praevisdimus ante
.
—¿Cómo dice profesor? —preguntó Lincoln.
—El profesor dice, querido Lincoln que «hiere menos lo que antes habíamos previsto».
—Ya estoy acostumbrado a que la gente dude de mi capacidad para defenderme por mí mismo, pero la verdad es que me las apañé bastante bien antes de encontrarles. Una pregunta: ¿le enviaron el mensaje a mi mujer?
—Sí, maestro, no se preocupe.
—Mi esposa puede ser más vengativa que Deyanira.
—¿Quién es Deyanira? —preguntó Lincoln.
—Disculpe, Deyanira fue la esposa de Hércules, que a causa de sus celos le dio la túnica envenenada que le facilitó el centauro Neso.
—Mitología. Está hablando del Hércules de la mitología.
—Efectivamente Lincoln.
Los viajeros se acomodaron en una estrecha mesa del compartimento y comenzaron a trazar sus planes para cuando llegaran a Lisboa. Don Ramón del Valle-Inclán había estado en varias ocasiones en la ciudad, al igual que Lincoln, que unas semanas antes había pasado unos días en la capital lusa. Hércules y Alicia era la primera vez que visitaban Portugal.
—¿Está seguro de que el manuscrito de las profecías de Artabán está en el Monasterio de los Jerónimos en Belém?
—Sin duda, querido Hércules. El Monasterio de los Jerónimos de Santa María de Belém fue encargado construir por el rey Manuel I de Portugal, el mismo que encargó su misión a Vasco de Gama. De hecho, el monasterio se construyó para conmemorar el afortunado retorno de la India de Vasco de Gama, su construcción se inició en 1502 y terminó a finales del siglo XVI.
—¿El monasterio se construyó en honor al viaje de Vasco de Gama? —preguntó sorprendida Alicia.
—Para los portugueses la ruta a través de África era su salvación frente a la pujante marina castellana. Además el monasterio fue levantado sobre el enclave de la
Ermida do Restelo
en lo que fue la playa de Restelo, donde unos años antes Enrique el Navegante levantó una ermita, y lo que es más importante, Vasco de Gama y sus hombres pasaron la noche rezando en ese mismo lugar antes de partir hacia la India.
—Por lo tanto el Monasterio de los Jerónimos de Belém es el lugar más adecuado para buscar el libro de las profecías de Artabán —dijo Lincoln.
—Dese cuenta, señor Lincoln, que en el monasterio están los sarcófagos de piedra del rey don Manuel I y su familia, además de otros reyes de Portugal, pero lo que es más importante, también está la tumba del propio navegante.
—¿La tumba de Vasco de Gama? —preguntó Alicia.
—Allí fue enterrado y allí se conservan la mayoría de los papeles relacionados con el rey Manuel y Vasco de Gama.
—¿Qué le hace suponer que estén en el monasterio? Podrían estar en el Archivo Real, en la Biblioteca Nacional de Lisboa, en alguna de las famosas universidades de Portugal —preguntó Hércules. Don Ramón le miró fijamente, como si esperase su pregunta y se tomó unos segundos antes de contestar.
—Estimado Hércules, no puedo saber a ciencia cierta que el manuscrito esté allí, pero hay dos cosas que me hacen suponerlo.
El escritor volvió a guardar por unos instantes silencio y contempló el horizonte. El cielo se había vuelto rojizo y algunas nubes violetas convertían el crepúsculo en un espectáculo único. Todos se volvieron hacia el ventanal y por unos segundos les invadió la paz indescriptible de la belleza en su estado puro. Don Ramón continuó hablando sin apartar la mirada de la ventana.
—La primera razón es que nunca nadie ha encontrado el manuscrito en ninguna de las universidades o archivos oficiales. No he hallado ni escuchado nada acerca de este libro hasta que descubrí la carta de Vasco de Gama dirigida al estudioso y especialista en sánscrito Carballo. La segunda razón es para mi mucho más importante; el rey Manuel no se separó nunca de aquel libro. Debió mantenerlo en su biblioteca secreta en la torre del castillo de San Jorge en Lisboa y al morir, estoy convencido que se enterró junto al libro.