—Interesante tesis, pero creo que vamos a empezar —dijo don Ramón señalando el atril.
Ortega y Gasset se puso en pie y se dirigió hacia el atril. La gente comenzó a sentarse, pero el murmullo continuó mezclándose con las primeras palabras del filósofo.
—Señoras y señores, les agradecemos su asistencia. Aquí, en este Ateneo, sobre este escenario donde las obras de Sófocles, Calderón o Shakespeare, han dejado impresas las palabras más bellas de nuestra cultura occidental. El eco de Otelo, nuestro don Juan o las elegías de Segismundo preso en el mundo de sus sueños retiñen en nuestros oídos. Fuente y raíz de la poesía, germen de los frondosos árboles de la ciencia, semilla imperecedera del origen de todas las cosas es la cultura germana. El filósofo respiró hondo, miró al auditorio y levantando los dos brazos añadió:
—Hay quien cree que no se puede hablar de la guerra si no es para declarar sumaria y perentoriamente nuestro entusiasmo o abominación por ella, esto es «sin tomar una actitud» y decidir una «política». Yo respeto esta sentencia; pero sigo la contraria, que me parece más respetable; cierto que mirar devotamente las cosas humanas constituye el destino particular de El Espectador. Nada me parece, en efecto, tan frívolo y tan necio como esas gentes que lejos del combate adoptan posturas guerreras. Me repugnan los cuadros plásticos. Como a veces sucede en nuestro país.
La sala estaba completamente en vilo. No se escuchaba nada, excepto alguna tos aislada. Ortega y Gasset levantó la barbilla y observó a su entregado público antes de continuar.
—Es más: creo que el hecho tremendo de la guerra significa el castigo impuesto a los europeos por no haber pensado con seriedad, con calma y con veracidad sobre la guerra. Mal puede curar la tuberculosis quien la confunde con un resfriado. Poco cabe esperar de quienes pretenden extirpar la guerra de la historia futura y suponen, como el inglés Wells, que la guerra nacerá de la voluntad del káiser o la codicia de la casa Krupp. Se me dirá que esto no lo piensa Wells; pero lo escribe, para encender el patriotismo inglés, que, como todas las emociones populares, no se pone en movimiento si no es merced a resortes pueriles.
El filósofo señaló al embajador austríaco y alzando la voz dijo:
—Austria siempre ha sido una nación amiga. En tiempos, Austria y nuestro país caminaban juntos. Y a esto sólo puedo responder que para mí más graves aún que la guerra son la puerilidad de las muchedumbres y el hábito de los escritores de escribir lo que no piensan. Entre otras razones, porque mientras aquéllas y éstos sean así, las guerras se producirán automáticamente. La averiguación más dolorosa que ha traído la actual tensión beligerante es, a mi juicio, la de que no existía apenas en Europa independencia del intelecto. Por unas razones o por otras, hemos visto a los que parecían espíritus libres adscritos cada cual a su campanario, prisioneros de los intereses de su Estado. Y han hablado con falsía en vez de callar con verdad.
El embajador torció el gesto incómodo, el filósofo estaba siendo demasiado neutro. Los amigos de Austria tenían que serlo, pero también que parecerlo.
—Al filósofo Saneara preguntaron sus discípulos en cierta ocasión cuál era la mayor sabiduría, el gran brahmán. El sabio maestro indio calló. Preguntaron por segunda vez, y calló también. Insistieron nuevamente, y entonces Saneara exclamó: ¡Os lo estoy diciendo hijos, os lo estoy diciendo! El gran brahmán es el silencio. Yo no sé hasta qué punto lleva razón el filósofo indiano; no sé si es en todo tiempo el buen callar la mejor ciencia. Pero estoy seguro de que en tiempo de guerra, cuando la pasión anega a las muchedumbres, es un crimen de leso pensamiento que el pensador hable. Porque de hablar tiene que mentir. Y el hombre que aparece ante los demás, dedicado al ejercicio intelectual, no tiene derecho a mentir. En beneficio de su patria, es lícito al comerciante, al industrial, al labrador, mentir; no hablemos del político, porque es su oficio. Pero el hombre de ciencia, cuyo menester es esforzarse tras la verdad, no puede usar de la autoridad en esa labor ganada para decir la mentira.
Hércules escuchaba entre bambalinas el discurso y aunque su mente se veía transportada por las palabras de Ortega y Gasset, seguía vigilando a su alrededor. Lincoln, miraba hacia la platea, pero apenas distinguía entre una masa compacta de rostros.
—Cuando la turba ve que uno de estos, usa de su ciencia o de su arte para servir a los intereses y pasiones de ella, prorrumpe en gritos de júbilo y le hace una ovación. Pero el hombre de ciencia o el poeta reciben sonrojados estas expansiones, que son prueba de haber él desvirtuado su noble ocupación, de haber abusado de ella. Pues el regocijo de la turba proviene de que se siente aumentada con uno más. Sabios y poetas tienen obligación de servir a su patria como ciudadanos anónimos; pero no tienen derecho a servirla como sabios y poetas. Además, no pueden: la ciencia y el arte gozan de un pudor tan acendrado que ante la más leve intención impura se evaporan. Aquí estamos los amigos de Austria y de la civilización, señor embajador.
La sala irrumpió en una cerrada ovación y el filósofo se retiró a su sitio con la cabeza gacha, incómodo ante la algarabía de sus admiradores. El periodista Javier Bueno y García se dirigió a la tribuna y levantó las manos para que el público se calmara.
—Tras las palabras del filósofo llenas de la emoción que produce encontrar la sabiduría, las palabras del diplomático. Por favor, den una calurosa bienvenida al sr. Alexis von Strauss.
El público respondió de nuevo entusiasmado y el embajador caminó apoyado en su bastón hasta la tribuna. Dejó unos papeles sobre el atril y se colocó un monóculo. Levantó su mirada azul sobre las gradas y miró a los palcos. Su barba rubia apuntada y su gran bigote escondían gran parte de un rostro un tanto infantil.
—Señoras y señores, agradezco su asistencia a esta conferencia que pretende acercar aún más a dos mundos que ya están próximos.
España y Austria son ramas de un mismo tronco, aliados naturales frente a un mundo que se desmorona por completo. Austria desea conservar las más profundas tradiciones que han hecho de nuestra sociedad una de las más avanzadas del mundo.
El embajador masticaba literalmente sus palabras con un pesado acento alemán, pero los asistentes seguían perfectamente su discurso. Su uniforme militar de gala le infería una autoridad firme, como la de un general arengando a sus tropas.
—España no puede permanecer indiferente ante las fuerzas que pretenden desmoronar el edificio de la civilización. Si Europa entra en guerra, España debe ser aliada de Austria.
Un murmullo invadió la sala. El embajador frunció el ceño y con el puño en alto añadió:
—Muchos quieren debilitar la fuerza de la civilización occidental, la fuerza de la espada.
El murmullo fue creciendo hasta casi anular la voz del embajador, entonces, en medio de la multitud se levantó una voz grave y contundente.
—Austria sólo es un imperio decadente que oprime a pueblos libres. Viva Serbia.
Los ojos del embajador se encendieron y muchos asistentes se pusieron en pie y comenzaron a discutir acaloradamente. Hércules y Lincoln reaccionaron a la vez, subieron al escenario y se interpusieron entre la multitud y la mesa de la conferencia. Cinco guardaespaldas de la embajada hicieron un cordón en la platea, pero la masa desbordada los empujó hasta aplastarlos contra el escenario. Enseguida llegaron varias personas hasta el escenario y Hércules tuvo que empujarles de nuevo para abajo. Lincoln levantó a Valle-Inclán y lo protegió detrás de él. Uno de los asistentes se acercó hasta el embajador y le agarró por la chaqueta, Hércules le lanzó un puñetazo y el hombre cayó sobre la multitud. En seguida ocuparon su lugar varios hombres más. Hércules hizo un gesto a Lincoln y condujeron a todos los ponentes hasta una de las salidas laterales del escenario. En unos minutos los cinco ponentes, Hércules y Lincoln se encontraban en dos de los vehículos de la embajada calle abajo.
—Gracias por su ayuda —dijo el embajador a Hércules que estaba sentado enfrente de él junto a Lincoln.
—No podíamos dejarle en medio de aquel caos.
—Mis servicios de seguridad han fallado, es la segunda vez en dos días.
—Me temo que la primera vez fallaron por nuestra causa —dijo Lincoln.
El embajador les miró sorprendido.
—Fuimos a verle, pero su secretario nos impidió el paso y se calentaron los ánimos —le explicó Hércules.
—¿Ustedes son los dos agentes que dispararon en la embajada? —preguntó azorado el embajador.
—Lo lamentamos señor embajador, todo fue fruto de la confusión.
Don Ramón que hasta ese momento no había abierto la boca, se echó para adelante y miró al embajador.
—Escúchelos —imploró.
—Está bien, tienen cinco minutos, el tiempo que tardaremos en llegar a la embajada en mi coche.
—Seré muy breve. El oficial de policía Lincoln y yo, don Hércules Guzmán Fox, estamos investigando las extrañas circunstancias que rodearon a la mutilación de los tres profesores en la Biblioteca Nacional.
—Estoy al tanto, don Hércules —dijo el embajador.
—Ustedes tienen los papeles de uno de ellos, del profesor von Humboldt.
—¿Y?
—La policía les ha pedido la documentación pero ustedes se han negado a facilitarla.
—Estamos en nuestro derecho. Creemos que la investigación española no es eficaz.
—¿Podría facilitarnos los papeles?
—Don Hércules, le voy a contar algo que nadie sabe y que espero que quede entre nosotros.
—Puede confiar en mí, señor embajador.
—Alguien robó los papeles del profesor Humboldt de la embajada hace más de una semana.
Madrid, 16 de junio de 1914
Apenas durmieron aquella noche. Hércules y Lincoln se turnaron mientras Alicia y don Ramón descansaban en los sofás de la biblioteca. Hércules aprovechó la larga noche para leer los informes que había cogido del escritorio de Mantorella. Los análisis confirmaban que se habían utilizado gases para desorientar y enloquecer a los tres profesores, en concreto gas xileno. Eso descartaba el edipismo como causa de las automutilaciones. Al parecer, alguien había introducido el gas en las lámparas en cantidad suficiente para alterar el comportamiento de los profesores. El gas no había dejado rastro y el estado de los profesores podía ser irreversible.
Cuando los primeros rayos de sol empezaron a penetrar por los ventanales, Hércules se levantó y comenzó a estirar sus doloridos músculos. Se acercó a una de las vidrieras y contempló el cielo rojizo que convertía las alargadas sombras en edificios. Calles y vehículos comenzaban a ocupar la amplia avenida. Lincoln se unió enseguida a él. Los dos permanecieron un buen rato en silencio hasta que el norteamericano empezó a hablar.
—Todo se está complicando extraordinariamente.
—Me temo que sí, querido amigo.
—La muerte de Mantorella ha sido una verdadera desgracia. Su amigo era una persona admirable.
Hércules notó un fuerte dolor en el pecho y no pudo evitar que su dolor se reflejara en su rostro.
—La que me preocupa ahora es ella —dijo Hércules.
—Alicia parece una mujer muy capaz.
—Pero está sola, y nadie está preparado para algo así.
De nuevo un silencio prolongado devolvió a los dos hombres a la fascinación que produce observar a una ciudad despertarse. Lincoln se giró y miró por unos momentos el rostro de Alicia. El corazón le dio un vuelco y no pudo evitar emitir un ligero suspiro.
—El informe ha confirmado la utilización de gas xileno —dijo Hércules.
—¿Los análisis lo han confirmado?
—Sí, Lincoln.
—Entonces estamos ante un atentado, no ante un caso de locura.
—Eso parece.
—Pero, ¿quién estaría interesado en impedir una investigación científica?
—Lo único que está claro es que son los mismos que mataron a Mantorella y robaron los documentos de Humboldt en la embajada.
—Los mismos que atacaron a don Ramón —añadió Lincoln.
—Posiblemente. Al parecer también eran de origen germano y los papeles que encontró don Ramón se refieren al viaje de Vasco de Gama y Humboldt es un especialista en Portugal y especialmente en Vasco de Gama.
Alicia se levantó del butacón y se acercó a los dos hombres. Se aferró al brazo de Hércules y apoyó la cabeza en su hombro.
—¿Ya te has despertado? Puedes dormir un poco más, todavía es muy temprano —le dijo Hércules acariciándole la mejilla.
—No puedo. He tenido varias pesadillas —dijo Alicia mientras respiraba la perfumada ropa de Hércules.
—Lo lamento.
—Pero la peor ha sido cuando me he despertado y he recordado que nunca volveré a verle —dijo la mujer con un nudo en la garganta.
—Tu padre hubiera querido que le recordáramos lleno de vida —contestó Hércules.
—Estaba lleno de vida y transmitía vitalidad a todos los que le rodeábamos. Lo que ahora me obsesiona es encontrar a los que le han asesinado —dijo Alicia secándose las lágrimas de los ojos.
—Podemos tardar semanas en descubrirlos, además tú no te encuentras bien. Será mejor que te quedes unos días con alguna de tus amigas. No creo que los que hicieron eso a tu padre, te busquen a ti.
Alicia se apartó bruscamente de Hércules y le hincó su dedo índice en el pecho.
—¡Hércules, no puedes dejarme aquí! Tengo que hacer algo para descubrir a los que asesinaron a mi padre —dijo Alicia echándose a llorar.
—Alicia —dijo él abrazándola.
—No me lo perdonaría nunca.
Don Ramón se despertó a causa del alboroto y se acercó hasta las tres figuras plantadas junto a las ventanas. El escritor contempló la escena sin intervenir, pero cuando Alicia volvió a calmarse, se acercó al grupo y les dijo:
—No tenemos tiempo que perder. Los que asesinaron a su padre no pararán hasta que todos los que sabemos algo de este asunto estén muertos.
—Tiene razón. Alicia corre peligro en Madrid —dijo Lincoln.
—Está bien, Alicia vendrá con nosotros.
—Gracias —dijo Alicia volviendo a abrazar a Hércules.
Todos se dirigieron al comedor y minutos después estaban desayunando. Comían con apetito; la noche anterior, ninguno de ellos había podido probar bocado y la tensión emocional a la que estaban sometidos les había abierto el hambre.
—Maestro, no nos ha hablado del contenido de la carta que encontró en sus libros —dijo Hércules.