—Sofía, pobre Sofía. Era una mujer bella, inteligente y sensible. La mejor de todos ellos —dijo el zar sin poder evitar que se le formara un nudo en la garganta.
—Será mejor que no le dé más vueltas, majestad —dijo Nicolascha fríamente.
—¿Qué se sabe de nuestros hombres?
—Viajarán primero a Viena y más tarde volverán a Rusia por Alemania.
—Espero que no les descubran.
—El príncipe Stepan es un hombre cuidadoso y el almirante Kosnishev, uno de nuestros agentes más veteranos.
—¿Cómo ha reaccionado Austria?
—Luto oficial en todo el país, duras acusaciones a Serbia, retirada de embajadores y la petición de investigar a los instigadores serbios —enumeró Nicolascha.
—¿Han dicho algo de Rusia?
—Por ahora no, pero sólo es cuestión de tiempo.
El gran duque se levantó del banco y comenzó a caminar por el sendero.
—Nicolascha.
—Sí, majestad —contestó dándose rápidamente la vuelta.
—Hemos hecho lo correcto, ¿verdad?
—Hemos hecho lo correcto, majestad.
Viena, 30 de junio de 1914
Los soldados ocupaban las calles de la ciudad. Carteles por todos sitios animaban a la guerra y la revancha contra Rusia y Serbia. Las banderas con crespones negros estaban a media hasta. En algunos casos la violencia había sido brutal. El príncipe Stepan había visto serbios arrastrados por la muchedumbre y golpeados casi hasta la muerte. Los rumores de movimiento de tropas en las fronteras norte y este y la movilización de reservistas estaban militarizando a la sociedad a marchas forzadas. Stepan veía en todo aquello indicios de que el verdadero Mesías Ario seguía vivo y que cada día se hacía más fuerte, como si el odio acumulado le alimentase. No podía dejar que ningún obstáculo se interpusiera en su camino. El almirante Kosnishev era un camarada y un patriota, pero no veía más allá de sus narices. Eliminarlo no había sido agradable, pero él no podía volver a Rusia con la misión a medio acabar. El Mesías Ario se encontraba en aquella ciudad cosmopolita y decadente, algunas veces creía hasta sentir su presencia. Pero, ¿por dónde buscar? Con casi un millón de habitantes, Viena era un escondite perfecto. ¿El Mesías Ario sería otro miembro de la familia imperial? ¿Tal vez un militar de alto rango o un industrial? Por alguna razón estaba convencido de que no. Si aquel Mesías Ario imitaba a Jesús, debía de tratarse de un tipo corriente con una vida normal, incluso un mendigo; un hombre sin recursos. Por ello el príncipe Stepan comenzó a buscar por los comedores benéficos, los albergues, las plazas, pero, ¿cómo lo reconocería? ¿Cuál sería su aspecto? El libro de las profecías lo describía como alguien sin atractivo físico, de aspecto corriente, moreno, de ojos atrayentes y azules, hijo de Roma; lo que Stepan interpretaba como un austríaco católico. Todos aquellos datos eran útiles pero no suficientes. La única manera de dar con él, se dijo, era intentar introducirse en algún grupo de ideología aria de los muchos que existían en aquel tiempo en Viena. Gracias a los servicios secretos rusos conocía alguno de esos grupos, sus publicaciones e incluso dónde se reunían. Empezaría por una librería del casco antiguo de la ciudad regentada por un tal Ernst Pretzsche.
La librería se encontraba en una calle estrecha, una especie de callejón sin salida que daba a la parte de atrás de varios edificios elegantes. En su interior la figura del librero Ernst, con su inmensa barriga, su espalda encorvada y su cabeza calva y deforme lo llenaba todo. La librería parecía pequeña desde el exterior, pero una vez dentro, uno comprobaba la gran cantidad de volúmenes de los estantes y algunas curiosidades que daban a la librería un aspecto tétrico.
—¿Qué desea? —preguntó el librero sin disimular su incomodidad al ver entrar al príncipe ruso. Aquella librería tenía una clientela asidua y los extraños no eran bienvenidos.
—Hermosos cuadros.
—No valen mucho. Son paisajes de la ciudad. ¿Le interesaría alguno?
—Tal vez.
—Usted es extranjero.
—No exactamente; soy de origen alemán, pero mi familia se estableció hace tiempo en Ucrania.
—¿Ucrania? Rusia. No es un buen momento para que un ruso se pasee por Viena.
—No soy ruso, soy ario —dijo Stepan haciéndose el ofendido. La mirada de Ernst le escudriñó por unos momentos. Después cambiando el tono le preguntó:
—¿Busca algo en especial?
—Su librería es muy famosa entre la comunidad alemana en Ucrania.
—De veras, no tenía ni idea —dijo el librero halagado.
—Todo el mundo habla de que ésta es la mejor librería del mundo sobre la cuestión aria.
—Exageran.
—¿También está interesado en la astrología? Porque estos son símbolos astrológicos, ¿verdad?
El librero miró hacia la pared y se sonrió. Le hizo un gesto a Stepan para que se acercase.
—Dígame qué es lo que desea, tal vez se lo pueda conseguir —le dijo guiñándole un ojo mientras abría uno de los cajones del mostrador y le enseñaba algunas imágenes de mujeres desnudas o haciendo sexo.
—Creo que no me ha entendido, lo que busco es información sobre los estudios arios y sobre la raza.
—Ah, eso es otro asunto. Acompáñeme.
El librero se movió torpemente hasta la trastienda. El príncipe le siguió a distancia con cierto recelo. Entraron en un cuarto más pequeño repleto de libros, un escritorio y tres sillas. Sobre la mesa estaba el retrato de un hombre de aspecto misterioso. Stepan notó como su piel se escalofriaba, aquel sitio transmitía algo maléfico.
—¿Quién es el otro hombre? —preguntó señalando la fotografía.
—Mi buen amigo Guido von List. ¿No ha oído hablar de él?
—Ya le he dicho que vivo en Ucrania.
—Von List es una de las personas más respetadas de Viena. Él y yo pertenecemos al mismo club «social».
—¿Al mismo club? No entiendo.
—En Viena es muy normal que pertenezcas a algún grupo, me imagino que usted lo conocerá por logia.
—Masones.
—No, por favor —contestó indignado el librero—. «Algunos que volvieron la espalda a la vida, sólo dieron la espalda a la chusma; no querían compartir el manantial ni la fruta ni la llama con la chusma» —recitó el librero.
—Así habló Zaratustra, de Nietzsche.
—Veo que conoce algunas cosas sobre la verdad oculta.
—¿Qué verdad oculta?
—La de la superioridad de la raza aria. La Quinta Raza, la llama madame Blavatsky.
—¿Madame Blavatsky, la famosa espiritista?
—Es mucho más que eso, caballero. Es una verdadera profetisa de nuestro tiempo —dijo enigmático el librero.
—No he leído sus libros.
—¿Entiende perfectamente el alemán?
—Naturalmente.
—Pues llévese los dos primeros tomos de La doctrina secreta. Le aseguro que no le van a decepcionar.
—En ese momento sonó la campanilla de la puerta y el librero disculpándose se dirigió a la otra sala. Desde el cuarto se entreveía la tienda. Allí, frente al librero había un joven de unos veinticinco años. Los dos charlaban animadamente.
—Señor, perdón ¿cómo es su nombre?
—Honrad Haushofer.
—Sr. Haushofer acérquese.
El príncipe Stepan se acercó hasta el mostrador y pudo ver mejor a aquel hombre. Era moreno, llevaba una barba corta y su piel muy blanca parecía en algunos lados casi transparente.
—Me preguntaba hace un rato por los cuadros. Este es su autor. Hace un año que nos ha abandonado para instalarse en Alemania, pero tenía que arreglar unos papeles en la ciudad y se marcha mañana mismo.
—Encantado —dijo el hombre saludándole.
—Perdonen no les he presentado. Mi amigo el sr. Schicklgruber. El sr. Haushofer, un alemán afincado en Ucrania.
—Un alemán es un alemán en cualquier sitio, ¿verdad, sr. Haushofer? —contestó el joven.
—Sin duda. De eso precisamente estábamos hablando cuando usted llegó.
—¿Le interesa la antropología? —preguntó el joven.
—Me interesa saber todo lo que tiene relación con la raza aria —contestó el príncipe Stepan.
—Por favor, caballeros, ¿por qué no pasamos a la trastienda?, allí estaremos más tranquilos.
—A lo mejor el sr. Haushofer tiene prisa —dijo el joven.
—No, hoy tengo el día completamente libre.
El librero se dirigió hacia la puerta de la calle y colgó el cartel de cerrado. Después llevó a sus visitantes al cuarto de atrás.
—¿Quieren tomar alguna cosa? —dijo el librero ofreciéndoles unos pequeños vasos.
—No, gracias —respondió el joven.
—Bueno, un poco de cerveza no estaría mal —dijo Stepan.
Los tres hombres se sentaron alrededor de la mesa y el joven sr. Schicklgruber comenzó a hablar:
—No sé cuáles son sus conocimientos sobre la raza aria.
—Lamento decir que son muy escasos. Hace no mucho tiempo leí un libro de un tal Arthur de Gobineau.
—Es un gran investigador. Su mejor obra es sin duda su Ensayo sobre la desigualdad de las razas humana, —dijo el joven mientras se le iluminaban sus pequeños ojos azules.
—Ese es justo el libro que leí de él.
—Hay diferentes teorías sobre el origen de la raza aria. Muchos hablan de las estepas rusas. Una idea ciertamente abominable. ¿Se imagina que nosotros proviniéramos de los cosacos rusos? Los estudiosos alemanes sostienen, acertadamente, que los arios vieron su origen en la antigua Alemania, o al menos era en Alemania donde la etnicidad aria original se había conservado.
—Eso tiene más sentido —dijo Stepan intentando simpatizar con el joven.
—Era una creencia generalizada que los arios védicos eran étnicamente similares a los godos, vándalos y otros pueblos germánicos antiguos del Völkerwanderung.
—Disculpe, pero ¿qué significa el Völkerwanderung?
—Disculpe, el Völkerwanderung es la emigración de las naciones. Hay dos grandes razas que han emigrado mucho a lo largo de la historia: los pueblos «arios» y los pueblos «semíticos». Todo esto se puede comprobar siguiendo la evolución de las distintas lenguas europeas.
—Como sabrá —dijo el librero sumándose a la charla— en la India los británicos han descubierto importantes restos de la cultura aria. Allí está el origen de muchos de los idiomas europeos, ya que en su gran mayoría están emparentados con el sánscrito; los británicos han utilizado este argumento para justificar su presencia en la India. Sostienen que los arios fueron pueblos de raza «blanca» que habían invadido la India en la antigüedad, sometiendo a los pueblos dravídicos nativos de piel oscura, que fueron empujados hacia el sur. Además de esto, también trataron de dividir a la sociedad afirmando que los arios se habían establecido a sí mismos como las castas dominantes, que tradicionalmente eran los estudiosos de las sofisticadas escrituras védicas de la fe hinduista.
—Es muy interesante, pero ¿de dónde viene el concepto ario? —preguntó el príncipe Stepan.
—La idea de una «raza aria» existe desde la noche de los tiempos. La raza aria no es una idea, caballero, es una realidad. Pero en los últimos años algunos lingüistas han identificado al avéstico y al sánscrito como los parientes conocidos de mayor antigüedad de las principales lenguas europeas incluyendo el latín, el griego, todas las lenguas germánicas y célticas. Los especialistas argumentan que los hablantes de aquellas lenguas se originaron en un antiguo pueblo, está claro que ese pueblo no es otro que el ario, que debe haber sido antepasado de todos los pueblos europeos. Pero los pueblos europeos se corrompieron y sólo en Alemania se han mantenido puros.
—La palabra ario viene del sánscrita y avéstica arya que significa «noble» —añadió el librero—. Algunas de esas ideas están en los libros que tiene en la mano.
El príncipe Stepan miró los dos volúmenes de color rojo que el librero le había entregado antes.
—Helena Blavatsky y Henry Olcott fundaron a finales del siglo XIX la conocida sociedad Teosófica. Los teósofos sostienen que los arios son una raza elegida por Dios para liberar al mundo.
—Uno de los defensores de esta idea es el amigo de Ernst, el señor Guido von List —dijo el joven sonriendo.
—Hemos hablado de él hace un instante. Era el hombre de la foto, ¿verdad? —dijo Stepan señalando el pequeño portarretratos. El librero hizo un leve gesto con la cabeza.
—Lo que no está claro es si el verdadero origen de nuestro pueblo ario se encuentra en la India o en Persia. El avéstico era el idioma de la antigua Persia, que coincide a grandes rasgos con el actual Irán. El sánscrito se asocia con el valle del Indo, en el norte de la India, al este de Persia. Pero eso no es muy importante —determinó el joven—. Bueno, no quiero entretenerles más.
El joven se puso de pie y comenzó a despedirse, pero el príncipe Stepan le lanzó otra pregunta:
—Sr. Schicklgruber, la conversación ha sido muy agradable. Voy a estar unos días en la ciudad y me gustaría que tomásemos un café o cenásemos juntos.
—Como no. Sería un honor, caballero.
—¿Dónde se aloja?
—En una de las casas en las que estuve alojado cuando vivía en Viena, la Meldemannstrasse, número 12.
—¿Le parece bien que cenemos juntos esta noche?
—A las seis es buena hora.
—Te acompaño a la salida —dijo el librero al joven.
—No te preocupes Ernst, ya cierro yo.
—Adiós —dijo el príncipe Stepan levantándose.
Cuando los dos hombres se quedaron solos, el ruso intentó indagar más acerca del visitante y sobre la logia a la que pertenecía el librero Ernst.
—Llegó hace cuatro años de su pueblo, una pequeña ciudad de la zona noroeste de Austria. Yo no le conocí entonces. Cuando vino por primera vez a esta tienda parecía un vagabundo, parece que las cosas ahora le marchan un poco mejor.
—Me alegro.
—Se puede decir que yo he sido su mentor y que todo lo que sabe es gracias a mí —dijo el librero en tono petulante.
—Claro, un miembro de la logia... No me ha dicho como se llama.
—El Círculo Ario. ¿Le gustaría asistir a alguna de nuestras reuniones?
—Sería un verdadero placer.
—Pues esta misma noche tenemos una sesión. Al Círculo Ario pertenecen algunas de las personas más importantes de Viena. Podrá conocer a gente importante y descubrir la verdadera ideología aria.
—Me parece estupendo.
—Vuelva a eso de las nueve de la noche puedo pasar a recogerme. Sea puntual.