—Dador, quiero que vayas ahora mismo a la casa del gran duque Nicolascha. Me has entendido. Quiero que venga inmediatamente a verme.
El criado corrió escaleras abajo mientras el zar regresaba a su cámara. Se volvió a tumbar en la cama, pero todo era inútil. Su mente y su cuerpo estaban soportando una gran tensión nerviosa. Unos veinte minutos más tarde escuchó que alguien llamaba a la puerta.
—Adelante.
—Majestad.
—Nicolascha, gracias por venir.
—¿Qué sucede, majestad?
—El zar se levantó de la cama y se acercó al Duque. Su rostro reflejaba el cansancio y desesperación de un hombre asustado.
—Nicolascha, no puedo hacerlo.
—¿El qué, majestad?
—No puedo enviar a unos sicarios para que terminen con el archiduque —dijo el zar y su voz intentó disimular el nudo en la garganta que le producía sus dudas.
—Pero, majestad, quedan unas horas para que nuestros hombres actúen. Es imposible parar la misión ahora.
—No está bien, Nicolascha. No podemos matar a un hombre a sangre fría.
—Pero conoce los informes que tenemos sobre el archiduque, cuando muera su tío él puede convertirse en el líder que los germanos necesitan. ¿Se imagina a todos los alemanes unidos contra nosotros?
—Hay formas honorables de vencer a nuestros enemigos.
—Un gobernante tiene que usar la astucia y la sorpresa, majestad.
—La astucia y la sorpresa son una cosa, el asesinato es otra muy distinta.
—Es un asesinato de estado, majestad. Usted no le mata por odio o venganza, es simplemente política.
—Nicolascha, si vamos por ahí matando a reyes y príncipes, que impide que un día no nos maten a nosotros. Entonces cualquiera puede asesinar a su rey, destruir el Estado, destruir la civilización.
—Si no actuamos, majestad, los alemanes y austríacos ayudarán a los turcos. Es el momento de ponerse en marcha.
El zar se acercó a su escritorio y tomó uno de los papeles. Escribió rápidamente una carta y se la entregó al Duque.
—Mi voluntad es que no se mate al archiduque —dijo tajante.
—Es imposible que su orden llegue a tiempo.
—¡Pues mándela por telegrama! ¡Envíe uno a la policía de Sarajevo!
—Eso nos implicaría a nosotros. Sabrían que estábamos detrás de todo y la guerra surgiría de todas formas.
El zar continuó con el brazo extendido y la carta en la mano. El gran duque le miró primero con lástima y después con desprecio. Se dio la vuelta y le dejó sólo. Cuando cerraba la puerta de la habitación escuchó como el zar lloraba al otro lado.
Frontera entre Croacia y Bosnia, 27 de junio de 1914
Lincoln observaba a Alicia mientras dormía enfrente de él. Su pelo pelirrojo cambiaba de tonalidad según la luz que penetraba por la ventana. Los primeros rayos de la mañana reflejaban los tonos rojizos del pelo, palideciendo aún más su piel; cuando la luz entró con más fuerza, el pelo se fue oscureciendo hasta parecer casi moreno. Su traje de color verde parecía un prado a punto de florecer. Allí, enfrente, con la cabeza inclinada y el cabello suelto, su semblante era como el de una ninfa, una diosa reposando en un dulce sueño. De repente, sus ojos se abrieron y se cruzaron con los del americano. La sorpresa le impidió apartar la mirada y sintió como se ruborizaba.
—¿Hace mucho que amaneció? —preguntó ella.
—Tan sólo un instante.
—Que bonito es todo esto. Nunca había salido de España desde que llegamos de Cuba y en unos días estoy atravesando toda Europa.
—Lo triste es que tengamos que verla en estas circunstancias.
—Tal vez el regreso sea más calmado y podamos disfrutar del viaje —contestó optimista Alicia.
—Eso espero. Desde mi llegada hace unos días no he dejado de correr de un lado para otro —bromeó Lincoln.
—Por otro lado, tengo que confesarle que todo esto es emocionante. Uno siente que su vida tiene sentido, que sirve para algo.
—¿Puedo hacerle una pregunta indiscreta, Alicia?
—Claro, mi vida es demasiado monótona para tener secretos.
—¿Cómo es que no tiene un prometido o un esposo?
Alicia se ruborizó. Se incorporó un poco y esperó unos segundos antes de contestar.
—Hay varios motivos. En primer lugar, porque mi padre estaba sólo, le he visto sufrir durante años por la muerte de mi madre, no me atrevía a dejarle para casarme.
—Su padre era un hombre adulto, seguramente hubiera podido sobrellevar que su única hija se casara. Todos los padres buscan la felicidad de sus hijos.
—Pero hay otra razón, sr. Lincoln.
—Por favor, llámeme George.
—George, la segunda razón es muy sencilla. Yo nací en Cuba, era alguien ajena a la sociedad madrileña y eso no me lo podían perdonar. Ninguna buena familia hubiera permitido que su hijo se casara con una cubana.
—Es absurdo, si usted es española, ¿Qué importa dónde naciera?
—Para muchos peninsulares nacer o vivir fuera de España es como provenir de una tribu indígena.
—Me cuesta comprenderlo, yo provengo de un país de inmigrantes.
—En su país se discrimina a la gente también. Hércules me ha contado muchas cosas de Estados Unidos.
—Es cierto, pero en muchas partes se acepta a uno por lo que es y por lo que es capaz de aportar. No importa el origen o la familia de la que provengas.
Hércules apareció por la puerta con algo de comida, pero al ver a Lincoln y Alicia conversando decidió darse la vuelta y esperar un poco antes de entrar. Hacía días que notaba que los dos se lanzaban miradas furtivas y buscaban cualquier momento para estar solos y conversar. Lincoln era un hombre bueno, lo mejor que le podía pasar a alguien como Alicia; con sus ideas liberales y su deseo de sentirse valorada como persona. También era consciente de los límites de una sociedad como la española, pero él hacía mucho tiempo que había dejado de aceptar esos convencionalismos. El amor podía abrirse camino y superar cualquier obstáculo.
Sarajevo, 27 de junio de 1914
El hotel se encontraba situado en una de las calles céntricas de la ciudad. Los tres hombres entraron con un ligero equipaje de mano y esperaron en la recepción. Parecían tres jóvenes estudiantes de regreso a su casa que hacían noche en la ciudad. Subrilovic, Grabege y Gavrilo Princip mostraron sus falsos papeles y el recepcionista les entregó la habitación convenida. El dueño del hotel, Spalajkovic el tío del embajador de Serbia en Rusia, les había buscado una habitación desde la que pudieran observar en todo momento la calle principal de la ciudad y uno de los puntos por donde iba a pasar el archiduque y su comitiva. Cuando los tres hombres estuvieron arriba se quitaron las chaquetas y se sentaron en las camas y en la única silla de la habitación.
—Estoy nervioso. Vosotros parecéis muy tranquilos —dijo Subrilovic.
Sus dos compañeros se miraron y Grabege se levantó de la cama y corrió la cortina de la habitación.
—Pues será mejor que te tranquilices. No podemos permitirnos equivocaciones, ya sabes como se las gasta Dimitrijevic. Ahora no puedes echarte para atrás.
—¿Quién habla de echarse para atrás? Yo estoy en la joven Bosnia desde antes que tú. Pero soy humano y me pongo nervioso.
Gavrilo permanecía sentado sin decir palabra. Llevaba días sintiéndose mal, la tuberculosis se extendía rápidamente y tenía miedo de morir antes de ver terminada la misión.
—¿Acaso no tienes miedo a morir, Grabege?
—¿Quién no lo tiene? Pero hay algo más importante que mi vida o la tuya.
—Una Bosnia libre. Ya lo sé. Aun así me gustaría estar vivo para contarlo.
—Entonces no haberte metido en esto, camarada.
Gavrilo se levantó pesadamente y se puso enfrente de sus dos compañeros.
—Dejad de pelearos. Si tanto miedo tenéis a morir, puedo hacerlo yo sólo.
—Mira lo que dice el lisiado. Da gracias a que Dimitrijevic no sabe que estás enfermo, de otro modo hace tiempo que estarías fuera de la misión.
—Subrilovic, por favor —dijo Grabege.
Los tres se quedaron en silencio hasta que Subrilovic se acercó a su compañero y le dijo:
—Discúlpame, Gavrilo. Estamos todos nerviosos.
—Lo entiendo. Yo también tengo una madre y un padre, hermanos y alguien que prefiere verme volver a casa. Pero tenemos que hacerlo, los austríacos llevan años oprimiendo a los bosnios. No nos quitamos el yugo de los turcos para que ahora esos germanos nos pisoteen.
—¿A qué hora empieza la visita mañana? —preguntó Gragebe.
—A las diez en punto —contestó Gavrilo.
—Pues será mejor que descansemos. Tenemos que estar despejados y fuertes para mañana.
Sarajevo, 28 de junio de 1914
—Hoy comienza la visita del archiduque por Sarajevo —dijo Hércules estirando las piernas. Era la primera vez en dos días que se bajaban del tren y el cuerpo se les había acostumbrado al balanceo constante y el sonido machacón de los vagones.
—La ciudad no debe ser muy grande. No creo que tardemos mucho en dar con él —dijo Lincoln.
—Lo más complicado será que nos reciba y que acceda a darnos el libro. Si es que lo ha traído en este viaje —dijo Alicia.
—Hay más gente buscando el libro. Creo que los hombres que nos han estado siguiendo y con los que nos enfrentamos en el tren a Lisboa no eran austríacos.
—¿Y cómo ha llegado a esa conclusión, Hércules?
—Mire eso —dijo señalando un edificio.
—¿El qué? —preguntó Lincoln.
Cuando los tres levantaron la vista observaron un escudo en una de las banderas de la fachada.
—Es el mismo escudo que llevaban encima los hombres del tren.
—El escudo de Bosnia.
—Efectivamente, Lincoln.
—Los bosnios están buscando el libro —dijo sorprendida Alicia.
—Y deben saber que lo tiene el archiduque —dijo Lincoln.
—Tenemos que encontrarle cuanto antes. Si lo hacen ellos primero seguro que intentarán hacerse con el libro, aunque tengan que asesinarle para conseguirlo —dijo Hércules poniéndose en marcha.
Sarajevo, 28 de junio de 1914
Las campanas de Sarajevo sonaron al unísono. La multitud se agolpaba en las calles para ver a los archiduques. La avenida de la Miljacka estaba repleta de gente a ambos lados. Las fuerzas del orden apenas podían contener la marea humana y en algunos tramos se acortaba el pasillo que la policía había abierto para que separara la comitiva del archiduque con sus vehículos. El destino final era el ayuntamiento donde le esperaban las autoridades de la ciudad. Los cuatro coches descapotables avanzaban muy lentamente por orden del archiduque. Bosnia era una de las provincias en las que menos simpatía se sentía por la familia real, y Francisco Fernando quería causar una buena impresión a sus futuros súbditos. Sofía, su mujer, saludaba a la multitud entusiasmada que con los brazos extendidos quería tocar el coche de los archiduques.
—Mira Sofía. No ves como el pueblo nos quiere. ¿Hay algo más grande?
—Sí, y tú lo sabes —contestó ella cogiendo su mano.
Los coches empezaban a enfilar el último trecho hacia el ayuntamiento, cuando un pequeño grupo de jóvenes comenzó a caminar entre la multitud, siguiendo a los vehículos. No era fácil esquivar a la gente y mantener el ritmo, pero el grupo permaneció unido hasta que alcanzó el tercer coche de la comitiva. Uno de aquellos jóvenes levantó un brazo como si fuera a saludar y un objeto voló sobre las cabezas del cordón policial, chocando contra el segundo vehículo. Uno de los oficiales que marchaba a caballo junto al coche del archiduque tiró de las bridas de su caballo, y se interpuso entre la multitud y el archiduque. Segundos después una gran explosión destrozó parte del segundo vehículo y toda la comitiva se detuvo en seco. La multitud comenzó a gritar y a correr por todas partes. El cordón policial se rompió y una gran marea humana se extendió por la avenida. El oficial a caballo sacó su sable y ordenó al conductor del coche donde estaba el archiduque que acelerara inmediatamente. Sofía se había abrazado a su esposo, pero éste no se había movido en ningún momento. El coche esquivó los restos del otro vehículo y se abrió paso como pudo entre la multitud. La policía comenzó a correr delante del coche oficial empujando a la gente para que dejara paso. Cuando por fin llegaron al ayuntamiento, la comitiva se detuvo frente a la escalinata y el archiduque bajó enfurecido de su vehículo y se dirigió directamente al alcalde, que le miraba paralizado.
—¡Éste es el recibimiento que me tenían preparado!
—Señor, excelencia... —dijo el hombre inclinándose hacia delante.
—Espero que no hayan matado a ninguno de mis hombres, si no le pediré responsabilidades a usted y a todos los cargos de ésta ciudad.
Sofía salió del coche medio aturdida. Miraba a su esposo nerviosa, intentando descubrir alguna herida secreta que en la confusión él no hubiera notado, pero su uniforme se mantenía blanco e impoluto. El archiduque entró en el edificio con toda la comitiva. Con el ceño fruncido conminó a todos los miembros del Gobierno de la ciudad a que se persiguiera inmediatamente a los culpables y se registrase, si era necesario casa por casa toda Sarajevo. Cuando se sentó en la silla presidencial del ayuntamiento y su mujer pudo volver a hablarle, el semblante del archiduque cambió por completo.
—Fernando, suspende la visita y regresemos de inmediato a Viena —dijo Sofía en tono suplicante.
—No, Sofía. No tengo miedo de esos terroristas. Ellos actúan cobardemente pero yo soy un Habsburgo.
—La ciudad no es segura, piensa en tus hijos, en el trono.
El archiduque suavizó su gesto y le dijo casi al oído. —No puedo morir.
Ella reaccionó extrañada, como si no hubiera entendido lo que su marido le decía.
—¿Qué?
—No puedo morir, Sofía.
—¿Por qué? —preguntó ella aproximándose aún más a él.
—Porqué soy el hombre de las profecías.
—No entiendo lo que quieres decir, ¿de qué profecías hablas?
—Soy el verdadero Mesías. El Mesías Ario.
La muchedumbre fue disolviéndose rápidamente hacia las calles aledañas. La policía paraba a todos los viandantes de aspecto juvenil. Algunos eran introducidos en carros de caballos o escoltados por los agentes hasta las comisarías. La gente, aterrorizada, se marchaba hacia sus casas. El suelo cubierto de flores comenzó a ensuciarse por las pisadas; numerosas personas permanecían tendidas en el suelo arrolladas por la avalancha. Hércules y sus amigos estaban muy cerca del coche explosionado, pero en contra de la mayoría apenas se habían movido. La multitud les había estrujado y empujado, pero se habían mantenido unidos y ahora estaban casi solos, a pocos metros de los heridos por la explosión. Enseguida llegaron varios médicos y enfermeros y montaron a los heridos en otros dos vehículos desapareciendo calle abajo.