El mesías ario (22 page)

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Authors: Mario Escobar

Tags: #Aventuras, Intriga

BOOK: El mesías ario
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—¿A dónde se dirigían?

—Lo normal es que hubieran regresado por Serbia, pero tenían miedo de que los interceptaran en la frontera. Por eso primero pasarían por Viena y desde allí a Alemania y luego a Rusia.

—Viena. Es lo que necesitábamos saber, gracias —dijo Hércules poniendo su mano sobre el brazo del asesino. Este hizo un gesto de dolor y apartó el brazo.,

Los guardias estaban esperando junto a la puerta y rápidamente les abrieron y les sacaron del recinto. Caminaron en silencio por las calles desiertas de Sarajevo. Hacía una noche fantástica, nada que ver con el calor de Madrid. Cuando llegaron al café donde habían tomado algo vieron a Alicia. Ella les sonrió y se sentaron junto a la ventana. Diminutos centelleos brotaban de las oscuras aguas del río y se reflejaban en el cristal, aquellas estrellas, al parecer, no anunciaban todavía al nuevo Mesías.

Capítulo 52

Viena, 30 de junio de 1914

La casa estaba silenciosa y vacía. Después de semanas rodeado de gente, por primera vez podía tumbarse en una cama y leer el libro. Durante los últimos días había tenido la intuición de que iban a capturarles. Primero durante la salida de la ciudad y después en cada frontera que tenían que atravesar para poder volver a casa. Ahora estaban en la capital de su peor enemigo, pero al contrario de lo que había supuesto, se sentía a salvo. Dentro de unos días debería cruzar la frontera con Alemania y después llegaría a su amada Rusia. Se levantó de la cama, se acercó a la ventana y observó el amanecer. Se acercó al escritorio y tocó el libro de las profecías. Nunca había visto algo así. El libro parecía de piel de camello o similar. Las hojas eran fuertes, con un color oscuro y estaban muy desgastadas en los lados. El texto estaba en sánscrito, pero cosido a él había otro pequeño libro de tamaño más pequeño con la traducción portuguesa. La traducción pertenecía a un tal Carballo. Sus conocimientos del portugués eran muy limitados, pero lo dominaba mejor que el sánscrito.

—El libro de las profecías de Artabán —leyó en alto.

Durante más de una hora se dedicó a repasar hoja por hoja. A medida que continuaba leyendo su horror y fascinación crecían. A veces lo dejaba de lado y se decía que no lo tocaría más, que lo guardaría hasta llegar a Rusia y allí se lo entregaría al gran duque, pero enseguida regresaba a su lectura y se quedaba embelesado con el hermoso leguaje de las profecías.

Las primeras páginas eran una especie de presentación del cuarto Rey Mago. En ellas se describía el viaje del mago por toda Asia hasta llegar a la Palestina de la época de Jesús. Algunos textos eran escalofriantes.

«En los días del rey Herodes llegamos a Belén de Judea. La región estaba alborotada debido a los crímenes desatados por el rey. Mis compañeros ya no estaban en la ciudad. Unas pocas lunas antes habían dejado Belén y habían regresado a sus hogares. Tampoco estaba el Mesías, que huyendo de la persecución del tetrarca había escapado a Egipto. Mis compañeros y yo marchamos hasta la tierra del Nilo casi sin descanso. De día y de noche forzábamos nuestras cabalgaduras y recorrimos en unos pocos días el desierto y llegamos hasta el delta.»

Unos sonidos provenientes del pasillo le sobresaltaron, cerro el libro y se puso en pie.

—Príncipe Stepan, ¿puedo entrar?

La voz del almirante Kosnishev resonó en la habitación y el príncipe le hizo un gesto para que pasase.

—¿Qué sucede almirante?

—Deberíamos partir cuanto antes. ¿No ha leído los periódicos? Austria le ha dado un ultimátum a Serbia y Rusia ha advertido a los Habsburgo que si atacan a su aliado no dudará en intervenir. La guerra es cuestión de días, quién sabe si de horas. Tenemos que partir hacia Alemania antes de que se cierren las fronteras.

—No podemos irnos todavía. Ya le he explicado mil veces que tenemos que asegurarnos que la misión está realmente terminada.

—Pero, príncipe Stepan, el archiduque está muerto y Austria está haciendo exactamente lo que esperábamos. Todo el plan ha salido a la perfección.

—Este libro no dice lo mismo.

—¿El libro de piel de cabra? ¿Y que sabrá un libro viejo de lo que sucede en Austria o Rusia?

—No lo entiende, aquí están las profecías del Mesías Ario. Las he leído una y otra vez y muchas cosas no encajan.

El almirante Kosnishev comenzó a alisarse su largo bigote y miró aturdido al príncipe, desde que empezó a leer aquel maldito libro Stepan se había vuelto taciturno e irritable.

—El libro tiene que partir con nosotros para Rusia, allí alguien lo leerá. En el servicio secreto hay especialistas que pueden analizar mejor que usted su contenido, pero si nos quedamos, el libro volverá a caer en manos austríacas.

—El archiduque no podía ser el Mesías Ario. Aquí pone que nacería en una ciudad pequeña, donde los arios siguen siendo arios. El archiduque nació en Viena y si hay una ciudad no aria en Austria es ésta.

—Pero, ¿usted cree todas esas patrañas?

—Almirante, no le permito —dijo Stepan levantando la mano—.No saldremos de la ciudad hasta que encontremos a ese Mesías.

—Y, ¿qué le hace suponer que está precisamente en Viena?

—Lo dice el libro. En la ciudad de los cainitas, sufrirá el Mesías sus tentaciones, pero saldrá de ellas con honor.

—¿Viena es la ciudad de los cainitas?

El príncipe se acercó al almirante muy enfadado. Le empujó y éste se revolvió. Los dos comenzaron a pelearse. El príncipe intentó derrumbarle, pero el almirante se resistió. Stepan le propino varios puñetazos y el hombre cayó al suelo. Una vez en el suelo, el príncipe continuó dándole patadas. A medida que le pegaba su rabia aumentaba y le pegaba con más fuerza.

—¡ No me iré de aquí sin cazar a ese monstruo! —gritó el príncipe, mientras sus botas se hincaban una y otra vez en el estómago del almirante. De repente se detuvo y miró hacia el suelo. Kosnishev todavía respiraba. Un leve quejido salía de su cara desfigurada. Sangraba por la boca y los oídos. Miró con sus ojos azules al príncipe Stepan pero no vio en su rostro el menor atisbo de misericordia.

El príncipe se alejó de su compañero, fue hasta el armario y sacó un cuchillo de su funda de cuero. Miró la hoja afilada y se arrodilló junto al cuerpo. El almirante miró el cuchillo e intentó incorporarse, pero sus doloridos miembros no respondían.

—Almirante, un soldado no debe dejar nunca una misión a medias. ¿Acaso no aprendió eso en el Ejército?

El almirante aterrorizado intentó gritar, pero no tenía aliento suficiente.

—Está cansado, ¿verdad? No se preocupe, yo haré que descanse.

El príncipe hincó el cuchillo en la garganta del hombre y éste dio un último suspiro antes de que un gran chorro de sangre empezara a fluir de su cuello.

Capítulo 53

Hércules había conseguido que un periodista norteamericano les llevara en su coche hasta Viena. Los rumores de guerra en los últimos tiempos corrían por todo el mundo y muchos periódicos norteamericanos habían enviado a sus corresponsales de guerra más prestigiosos a Europa. En menos de una hora dejarían la ciudad y con un vehículo tan rápido podrían recuperar parte del tiempo que habían perdido en interrogar al asesino del archiduque y dar caza a los dos rusos.

Alguien llamó a la puerta del cuarto de Hércules. Estaba a medio vestir y su maleta abierta permanecía sobre una de las sillas de la habitación. Cuando abrió, se encontró con un tipo de mediana edad, calvo, con un gran bigote al estilo prusiano, que en un alemán espantoso le dijo:

—¿Es usted, Hércules Guzmán Fox?

El español le miró de arriba a abajo y asintió con la cabeza.

—¿Se marcha? —dijo el hombre al ver la maleta.

—¿Con quién tengo el gusto? —preguntó sarcástico Hércules.

—Disculpe. Mis hombres me llaman Dimitrijevic, pero creo que usted me conoce por Apis.

Hércules, asombrado, le invitó para que pasase, sacó la cabeza y observó el pasillo vacío, después cerró la puerta.

—Me han informado de que fue a ver al pobre Gavrilo.

—Efectivamente, fuimos a verle.

—Y, ¿cómo está? —dijo Dimitrijevic, forzando la voz para que pareciera preocupada.

—Es un pobre diablo. No sabía que su organización utilizaba a niños para matar. ¿No tienen hombres en sus filas?

El serbio lanzó una mirada de desprecio a Hércules, pero intentó mantener su tono cordial.

—Gavrilo se ofreció voluntario. Los patriotas no tienen edad.

—Pero, usted da las órdenes desde un lugar seguro y espera que otros se sacrifiquen por Serbia.

—Alguien tiene que dar las órdenes.

—¿Qué quiere de mí? ¿Me imagino que ésta no es una visita de cortesía?

—Debido a la situación de alerta yo debería de haber partido para Serbia hace horas, pero antes tenía que hablar con usted.

—¿Qué es tan importante para que alguien como usted no corra para salvar su pellejo? —dijo con desprecio Hércules.

—Veo que no entiende nuestra causa. Nosotros sólo queremos liberar a esta tierra de la tiranía austríaca.

—Para imponer su propia tiranía.

Dimitrijevic frunció el ceño y apretó los puños, pero logró contenerse una vez más.

—Será mejor que vaya al grano. Me imagino que Gavrilo le habrá hablado de los rusos y del libro. Es un buen patriota, pero seguro que usted ha logrado que le contara adonde se dirigían nuestros amigos rusos.

—Ellos tienen algo que me pertenece. En cuanto murió el archiduque le registraron y se llevaron el libro.

—¿A dónde quiere llegar Dimitrijevic?

—La mayor parte de nuestros hombres han sido capturados, yo no puedo moverme de aquí en unas semanas si no quiero que me capturen. Le informaré de dónde están alojados los dos hombres rusos y de los nombres falsos que están utilizando si promete devolverme el libro.

—No puedo prometérselo. No le pertenece a usted.

—Los germanos han oprimido a los eslavos durante siglos. Tenemos derecho a defendernos y exterminar a esos malditos arios.

—Lo único que puedo prometerle es que haré desaparecer el libro y que ningún ario lo leerá nunca más.

Dimitrijevic frunció el ceño y comenzó a dar pasos cortos por la habitación.

—Está bien. Tome—dijo entregando un papel a Hércules—. Aquí tiene la dirección de los rusos, sus nombres y descripciones y la dirección de una de nuestras casas en Viena.

—Gracias —dijo Hércules tomando el papel.

—Le pido que me dé su palabra de caballero.

—Tiene mi palabra.

El serbio extendió el brazo y los dos hombres se dieron un fuerte apretón de manos.

—Su pueblo y el mío son más parecidos de lo que parece —dijo Dimitrijevic.

—¿De veras?

—Somos los restos de un mundo que se resiste a desaparecer. Las potencias intentan jugar con nosotros como un gato con un ratón, pero nuestra sangre prevalecerá —dijo Dimitrijevic.

—Gracias.

Dimitrijevic abandonó la habitación y Hércules permaneció de pie, con el papel en la mano. Nunca había imaginado que el jefe de la Mano Negra le pediría ayuda. Apartó la cortina y se asomó a la ventana. Esperó un momento, pero no observó que saliera nadie del hotel. Después se terminó de vestir sin dejar de pensar si aquello había sido real. Uno de los hombres más temidos de Europa había estado en su cuarto hacía unos minutos. El terrorista más buscado, al que nunca nadie había visto la cara, le había pedido ayuda. Hércules sintió una especie de desazón. No quería hacer un pacto con el diablo, pero Dimitrijevic era el mismo diablo.

Capítulo 54

Moscú, 28 de junio de 1914

El zar Nicolás estaba sentado en uno de los bancos del jardín del palacio. El principio de verano ruso era siempre lento y por la tarde el viento del norte refrescaba la ciudad. Apenas se escuchaba nada. El murmullo de las hojas, el susurro del viento que se entretenía frente a la tapia alta y el ruido de fondo de la ciudad a lo lejos. El zar nunca estaba sólo. A unos metros, cuatro miembros de su escolta vigilaban los paseos del jardín y de vez en cuando se paseaban por delante o por detrás del banco. Al final, Nicolás cerró los ojos e intentó recordar sus viajes a Inglaterra, Japón o la India. Pequeños momentos en los que el peso de su futura corona parecía liviano; cuando se sentía, por encima de futuro zar, un ser humano más. Inglaterra le había sorprendido gratamente. Los ingleses vivían mucho mejor que sus súbditos; industriosos, tenaces y emprendedores, no se parecían en nada a los rusos. A él le hubiese gustado cambiar todo eso, pero Rusia era un gran monstruo casi ingobernable. Por el contrario en los últimos años había tenido que frenar algunas de las reformas para poder detener las pretensiones de los comunistas y algunos republicanos que querían aprovechar la libertad para luchar contra el estado. Después de veinte años en el trono, el trabajo administrativo y las visitas oficiales se le hacían cada vez más insoportables. Se sentía distanciado de su esposa, Alejandra, aunque prefería llamarla Alix. Ella estaba obsesionada por la salud de su hijo Alexis, que en los últimos tiempos había empeorado por la hemofilia. Alejandra pasaba muchas horas con su amigo y médico Rasputín, y no daba un paso sin consultarle. La complicidad entre esposos se había perdido hacía tiempo y su relación era fría y distante. Por eso, aquellos ratos en el jardín, lejos de los asuntos oficiales y las caras largas de su mujer, constituían pequeños momentos de paz y sosiego.

—Majestad.

El zar escuchó la voz de su amigo Nicolascha. Sin mediar palabra se sentó junto a él en el banco y los dos permanecieron en silencio unos instantes.

—Hace una tarde fabulosa —dijo el zar mirando el cielo azul.

—A esta hora los colores brillan con más fuerza, a veces la luz intensa no nos deja ver las cosas con claridad.

—¿Ya está? —preguntó el zar con la voz medio estrangulada.

—Ya está, majestad.

Un nuevo silencio les invadió hasta que el zar comenzó a hablar de nuevo.

—Conocía a Fernando, al archiduque. Le vi en la coronación de Jorge V de Inglaterra, en 1911. Era un hombre simpático, en aquel momento nadie pensaba que él se convertiría en el heredero al trono del Imperio Austro-Húngaro. Su boda había sido un escándalo para la familia Habsburgo. Nadie de su familia acudió a la boda, la única, su madrastra María Teresa y sus dos hermanastras. ¿Sufrió?

—No. Quedó mal herido, pero perdió la consciencia desde el principio. Su mujer murió en el acto.

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