—No te pongas así, que después te sube la tensión.
—¿Usted es...? —empezó a preguntar Montalbano.
Estaba a punto de decir «viudo», pero se detuvo a tiempo. Algo en la mirada del hombre le hizo comprender la verdad.
—¿Qué me preguntaba? —dijo Corso, ya más tranquilo.
—Nada. Es su hija, ¿verdad?
—Sí, la tuve tarde. O sea, señor mío, que, como ve, es muy difícil que la Jefatura Superior me enviara a un ladrón, ¿no le parece?
Montalbano extendió los brazos. Debía buscar la manera de quedarse a solas con la hija-secretaria. La mirada que ésta le había dirigido, un relámpago, mientras se incorporaba tras besar a su padre, era tan clara como si hubiera dicho palabras: «Tengo que hablar contigo».
—Sé que no tiene tiempo —dijo con expresión desolada—, pero me veo obligado a pedirle más información sobre...
—¡Ni hablar! ¡Ya estoy retrasándome! —exclamó Corso a voz en grito, y luego se levantó y añadió—: ¡Catarina!
—Sí —dijo la chica, presentándose en un abrir y cerrar de ojos.
Pero ¿es que estaba siempre detrás de la puerta a la espera de que la llamaran?
—Catarì, atiende tú al señor. De todos modos, no tenemos nada que esconder. Buenos días.
Y se fue sin que el comisario tuviera tiempo de despedirse.
—Pase —dijo Catarina, abriendo la puerta de su despacho y apartándose para que entrara.
La estancia era espaciosa y el mobiliario antiguo, sin metales cromados ni formas indescifrables. La única excepción eran el ordenador y los dos teléfonos, de esos que te lo hacen todo, desde poner un fax hasta un café. A un lado había una especie de saloncito. La joven invitó al comisario a sentarse en un sofá y ella se acomodó en un sillón. Se la veía un poco cohibida.
—¿De veras quería otras informaciones o ha comprendido que yo quería...?
—He comprendido que usted deseaba hablar conmigo, pero no en presencia de su padre.
—Eso es precisamente lo que hace que me sienta incómoda.
—¿Qué quiere decir?
—No me gusta hablar de mi padre sin que él lo sepa, pero es por su bien. Si yo hubiera dicho delante de él lo que voy a decirle ahora, se habría alterado muchísimo. Tiene la tensión muy alta y ya ha sufrido un infarto.
Montalbano había observado que en su mesa había dos portarretratos: en uno se veía a un chiquillo de unos cinco años y en el otro a un cuarentón que parecía Alfredo Corso treinta años atrás. Ocurre a menudo que algunas mujeres se casan con hombres que son el vivo retrato de sus padres.
—Señora Catarina —empezó diciendo.
—Caterina, por favor. Catarina sólo me llama mi padre, no sé por qué.
—Señora, puedo asegurarle que el señor Corso jamás sabrá que nosotros dos hemos hablado.
—Perdón, creo que no me ha comprendido. No se trata de que mi padre se entere o no, sino de que yo estoy haciendo ciertas cosas a sus espaldas. —Montalbano levantó las orejas: ¿ciertas cosas?—. Estoy casada, tengo un niño que se llama Alfredo, como mi padre. En cambio, mi marido se llama Giulio. Giulio Alberganti.
Miró a Montalbano como si esperara una reacción, pero el comisario jamás había oído aquel nombre. Además, ¿qué tenía que ver todo aquello con el asunto de Puka? ¿Qué historia estaba contándole la señora Catarina, perdón, Caterina?
—Lo celebro —replicó Montalbano con un punto de ironía.
Que la joven captó de inmediato. Era guapa y experta.
—No crea que estoy yéndome por las ramas contándole todo esto. Al contrario, entro de lleno en el problema. Mi marido es colega suyo. O casi. Yo vivo aquí con el niño porque no quiero dejar solo a mi padre. Giulio trabaja en Roma. Sólo nos vemos cuando podemos, por desgracia.
Montalbano no dijo nada, pero seguía sin comprender adónde quería ir a parar aquella mujer.
—Cuando usted ha preguntado quién había puesto en contacto a Puka con mi padre, yo he contestado que había sido la Jefatura Superior de Policía. Así se lo dije también a él y así consta en el ordenador. Pero no es verdad.
—El nombre de Puka se lo facilitó su marido —siguió Montalbano—. Y le aconsejó que le dijera a su padre que había sido la Jefatura Superior. —Caterina lo miró admirada y asintió con la cabeza—. ¿Ha informado a su marido de la desgracia?
—No he podido. En la comisaría me han dicho que había salido, pero en casa no contesta nadie y él no ha llamado. Sin embargo, no estoy preocupada porque ya ha ocurrido otras veces. Verá, mi marido es...
—No me lo diga. Puedo imaginármelo.
—Pero es que hay otra cosa —repuso Caterina bajando la voz.
—Dígame.
—Es una cuestión muy delicada. ¿Usted conoce a un constructor que se llama Vincenzo Scipione?
—¿El llamado
'u zu Cecè
? Sí.
—Ese hombre es rival de mi padre desde siempre. Es un mafioso, y no lo digo yo sino las condenas que le han caído encima hasta hace muy poco tiempo. Pero ahora las cosas han cambiado. El ilustre Posacane es una creación suya. Mi padre jamás ha querido convivir con la mafia, por más que algunos defiendan la necesidad de esa convivencia. Y lo ha pagado caro: adjudicaciones de contratos amañadas en su perjuicio, maquinaria incendiada, denegación de créditos por parte de ciertos bancos, amenazas telefónicas, anónimos y todo lo que usted quiera. Hace cuatro meses hubo un primer accidente en una de nuestras obras en Gibilrossa.
—No lo sabía —dijo Montalbano—. Yo sé de dos, el del obrero al que aplastó una viga de hierro y el de Puka. ¿Cómo fue?
—Debo hacerle una advertencia. Con anterioridad, en nuestras obras jamás se había producido un accidente. Mi padre respeta al máximo las normas de seguridad en el trabajo. Por eso le dolió mucho que cierto periodista de Retelibera lo llamara asesino. Es verdad, algunos son verdaderos asesinos, pero otros no. Sea como fuere, el caso es que dos albañiles cayeron del andamio. Se apoyaron en la barandilla de protección y ésta cedió. Mi padre aseguró que alguien había aflojado los tornillos deliberadamente. Un sabotaje. De los dos albañiles, uno salió bien librado, sólo con algunas contusiones, pero el otro se ha quedado inválido. Tres días después del accidente, recibí una llamada. Una voz me dijo: «¿Ve, señora, cuántas desgracias ocurren? Tiene que vigilar mucho a su precioso hijito.» Me aterroricé, pero no dije nada ni a mi padre ni a mi marido.
»Unos diez días después, vino a cenar a nuestra casa otro constructor muy amigo de mi padre. Nos dijo que se lo había vendido todo a Scipione perdiendo dinero. Nos contó que dos accidentes habían bastado para hacerle comprender la situación y que él no quería más muertes sobre su conciencia. Entonces me fui a Roma a ver a mi marido y se lo conté todo. Poco tiempo después me llamó para decirme que contratara a Puka. Mi padre tiene razón, comisario. Puka no puede ser un ladrón, está usted completamente equivocado.
Decidió hablar con ella sin ocultarle nada, sinceridad por sinceridad. Además, era una mujer fuerte.
—Señora, lo que le he dicho era sólo un pretexto para averiguar algo más sobre Puka.
—¿Por qué le interesa?
—Porque no fue un accidente. Lo mataron. El comandante Verruso, a quien usted sin duda habrá conocido, y yo estamos absolutamente seguros.
—¡Dios mío! —exclamó Caterina, cubriéndose el rostro con una mano—. ¡Ha sido culpa mía!
Montalbano no quiso darle ocasión de llorar.
—No diga bobadas y contésteme. Cuando ocurrió el accidente de la viga, hace poco más de un mes, ¿Puka trabajaba en la misma obra?
—No, en otra.
—¿Es normal que la Jefatura Superior les facilite nombres de extracomunitarios?
—Ya ha ocurrido otras dos o tres veces.
—Bien —dijo Montalbano, levantándose—. No tiene usted idea de lo útil que me ha sido. Me siento muy honrado de haber conocido a una mujer como usted. —Ambos se miraron. Y Montalbano añadió—: Sí.
Pero ¿cómo era posible que se entendieran el uno al otro de aquella manera? Ella le había preguntado en silencio: «¿No sería mejor que alejara a mi hijo de aquí?»
—En Roma, en casa de mis suegros —dijo ella, contestando a su vez a la muda pregunta del comisario. Se estrecharon la mano. Después ella se acercó al comisario, lo abrazó y apoyó la cabeza en su pecho—. Gracias.
Se apartó y abrió la puerta para que saliera.
—¿Sabe cuándo se reanuda el trabajo en la obra? —preguntó el comisario al pasar a su lado.
—Se han puesto a trabajar a las dos de la tarde.
O sea, que el asunto se había enredado y simplificado al mismo tiempo.
Simplificado porque ahora sabía que el albanés no era albanés, que no se llamaba en absoluto Pashko Puka y que era un representante de la ley, tal vez de la Digos, la Dirección de Investigaciones Generales y Operaciones Especiales, o quizá de la Brigada Antimafia, infiltrado bajo el disfraz de albañil. Tenía que descubrir y, en su lugar, había sido descubierto. Y lo habían matado. Pero la cosa se enredaba, porque si Puka era policía, ahora los que investigarían su muerte, en cuanto tuvieran conocimiento de ella, serían los de la Digos o la Antimafia, el comandante Verruso y él mismo. Tres perros alrededor de un hueso. Había que actuar con rapidez, antes de que los de Roma le arrebataran la investigación de las manos al pobre Verruso, privándole de la última satisfacción que éste podría experimentar. Miró el reloj, ya eran las cinco y media. Cuando llegara a Tonnarello, haría rato que los de la obra habrían terminado de trabajar. Y, en efecto, desde lo alto de la loma no vio ni un alma. ¿A que había hecho el viaje en vano? Seguro que no estaba ni el vigilante, que era el que más le interesaba. Esperó un poco y tuvo suerte. Se abrió la puerta del barracón pequeño, salió un hombre, se desabrochó la bragueta y se puso a mear. Después volvió a entrar y cerró la puerta. Montalbano subió al coche e inició el descenso hacia la obra. El camino era una masa de barro resbaladizo. Se detuvo en la entrada, entró en el recinto y levantó una mano para llamar con los nudillos a la puerta del barracón, pero se quedó con el brazo suspendido en el aire. En medio del silencio de la campiña se oía perfectamente lo que ocurría en el interior del barracón.
—¡Ah! ¡Ah! ¡Más! ¡Todo! ¡Dámelo todo! —decía una afanosa voz de mujer.
Era una voz extraña, aguda, casi infantil.
Eso no se lo esperaba. Tanto peor para el vigilante. Llamó tan fuerte que pareció una breve descarga de ametralladora.
En el interior del barracón se hizo el silencio.
—¿Quién es? —preguntó esta vez una voz masculina.
—Un amigo.
El comisario oyó pasos, estaba claro que el hombre se había levantado. Pero no se acercó a la puerta, sino que caminó un poco, abrió un cajón y lo cerró.
—Clic.
Montalbano se alarmó, pues conocía muy bien aquel sonido. El hombre había amartillado una pistola. Por un instante pensó en la posibilidad de regresar corriendo al coche y coger la que él guardaba en la guantera. Y después, ¿qué? ¿Él y el vigilante se habrían desafiado en un duelo a lo OK Corral? A continuación se abrió la minúscula mirilla que había al lado de la puerta.
—¿Qué quiere?
—Hablar contigo. Soy Montalbano.
—¿El comisario?
—Sí.
—Deje que lo vea mejor. —Montalbano dio un paso atrás. La mirilla se cerró mientras se abría la puerta—. Entre.
Lo primero que vio fue una cama estrecha, un somier cubierto de herrumbre con un colchón lleno de manchas de distintos colores. Ni rastro de la mujer. Y el barracón no tenía ni retrete ni trastero de ningún tipo.
—¿Dónde está la mujer?
—¿Qué mujer?
—Ésa con la que estabas follando.
—
Dutturi
, ¿yo follar? ¡Ojalá! Pero ¡si a mí no me quieren ni las putas! ¡Era una película!
Y le mostró el televisor y el vídeo, del que asomaba una cinta evidentemente porno. A pesar de que el ventanuco lateral estaba abierto, se aspiraba en el aire un pestazo que daba ganas de vomitar. ¿Desde cuándo no se lavaba aquel hombre? Era un sexagenario desdentado, en la mano izquierda sólo tenía tres dedos y una enorme cicatriz le cruzaba la cara. Todas las paredes estaban literalmente cubiertas de culos, coños y tetas de actrices de cuarta fila o presuntas actrices. El hombre mantenía los ojos clavados en el comisario.
—¿Vas a dejar la pistola o no?
El vigilante contempló el arma que todavía sostenía en la mano.
—Perdone, me había olvidado.
Abrió el cajón de la mesa, guardó en él la pistola y se apresuró a cerrarlo. Pero el comisario tuvo tiempo de ver que dentro había varios paquetes de fotografías.
—¿Siempre abres la puerta con una pistola en la mano?
—Antes no, ahora sí.
—¿A qué te refieres?
El hombre contestó con otra pregunta.
—¿Qué quiere de mí?
«Si te apetece jugar al juego de las preguntas, a mí también se me da muy bien», pensó el comisario.
—¿Cómo te llamas?
—Angelo Peluso.
—¿Cuántas veces has estado en la cárcel? —Seguro que había estado allí. El hombre levantó la mano izquierda y mostró los tres dedos que le quedaban—. ¿Por qué?
—Pelea, robo y robo con violencia.
—¿Eres un ladrón y el señor Corso te contrata como vigilante? ¿Cómo es posible?
—¿Qué se puede robar en una obra?
—Bueno, si uno quiere, muchas cosas.
—¿El señor Corso me ha denunciado?
—No. He venido por lo del albanés que murió.
Angelo Peluso lo miró asombrado.
—Pero ¿cómo? ¿No se encarga de eso el comandante de los carabineros?
—Sí, pero...
—Pues entonces yo con usía no hablo. —Montalbano le dio un manotazo en el pecho y lo arrojó contra el catre. El vigilante cayó sobre el colchón—. Pero ¿qué coño...?
Montalbano abrió el cajón, apartó la pistola y cogió un paquete de fotografías: niños y niñas desnudos en poses obscenas. Cerró el cajón, se acercó al vídeo y volvió a introducir la cinta.
—Y ahora vamos a ver esta bonita película.
—¡No! ¡No! —gimoteó el vigilante.
—¿Tienes licencia de armas?
—Sí, señor.
—Ponte la chaqueta y ven conmigo a comisaría.
—Pero ¡si ya le he dicho que tengo licencia de armas!
—No te llevo por la pistola, sino por las fotografías y la cinta. ¿Sabes lo que significa pedofilia?
El hombre cayó de rodillas al suelo.
—¡
Dutturi
, por favor! ¡Yo sólo miro! ¡Miro! ¡Nunca, nunca he estado con un chiquillo o una chiquilla! ¡Se lo juro!