—Eso no lo entiendo —dijo Fazio—. Si verdaderamente tenía intención de contarlo todo, de entregarse, y si tuvo la fuerza de llegar hasta el lugar donde lo encontraron muerto, ¿por qué no se dirigió a una casa cualquiera, la más cercana, para pedir socorro?
—Porque en el momento en que la bala de Grazia lo hirió, Dindò se convirtió en adulto.
—No lo entiendo —murmuró Fazio.
—Hasta ese momento era un chiquillo enamorado que no sabía lo que hacía. Un segundo después comprendió que era un asesino manipulado como una marioneta. El disparo no lo hirió de muerte sólo en el cuerpo, sino también y por encima de todo en el alma, pues le reveló la traición de Grazia. Se dejó morir.
—Pero aunque Grazia no hubiera disparado contra él, ella y Fonzio debían de tener un plan por si Dindò hablaba —objetó Fazio.
—Claro. Tenían intención de librarse de él cuanto antes, tal vez simulando un accidente. Continúo. Grazia, al ver que Dindò huye, lo persigue, enciende la luz que hay delante de la casa, un testigo lo dijo, aunque el fiscal dio otra interpretación, pero el muchacho ya se ha puesto en marcha y ha desaparecido. Grazia ve la sangre que empapa la tierra pero ignora la gravedad de la herida. Y eso la preocupa, la pone nerviosa, la induce a cometer un error. El único en un plan perfecto. Vuelve a subir al dormitorio de su tío, a nosotros nos dirá que para ver si podía hacer algo por él, arroja al suelo el revólver con el cual ha disparado, coge las llaves de la caja fuerte, se dirige al despacho, se apodera del dinero que hay dentro, y debía de haber mucho, deja unas doscientas mil liras, vuelve a colocar las llaves en su sitio y, en ese momento, se da cuenta de que sobre la cama o en algún otro sitio se encuentra el arma con que ha disparado Dindò, la que le facilitó Fonzio. No sabe qué hacer; según lo acordado, Dindò habría tenido que llevársela y después Fonzio ya se habría encargado de recuperarla y hacerla desaparecer. Grazia, temiendo que el arma pueda conducir hasta Aricò, la esconde en la casa junto con el dinero. Una casa que nosotros no registramos porque, aparte del dormitorio y el despacho, no había ningún motivo para registrar lo demás.
—Pero ¿usted cómo sabe todo eso del arma? —preguntó Gallo.
—No lo sé, lo supongo. Y, si queréis que os diga la verdad, éste es el punto más débil de mi reconstrucción. Pero si Dindò se derrumbó cuando todavía se encontraba en casa de Piccolo, lo primero que debió de hacer fue arrojar el arma lejos de sí. Sea como fuere, una vez escondidos el dinero y el arma, Grazia nos llama diciendo que han matado a su tío. Está muerta de miedo porque no sabe nada de Dindò y no sabe si éste tendrá el valor de denunciarla, pero consigue dominarse. La noticia del hallazgo del cuerpo del muchacho se la comuniqué yo mismo y ella interpretó su papel a la perfección.
—Usted,
dottore
, ha dicho que esta reconstrucción suya está empezando a confirmarse. ¿Cómo? —preguntó Fazio.
—En cuanto Grazia se ha quedado sola en casa, ha llamado a Fonzio.
—¿Cómo lo sabe?
—He mandado pinchar el teléfono. Le ha dicho que acuda a la casa porque tiene que darle dos cosas. A mi juicio, el dinero y el revólver. Fonzio ha contestado que irá a verla pasada la medianoche.
—Y nosotros ¿qué hacemos?
—Vigilaremos por los alrededores. Con más paciencia que un santo, nos pasaremos unas cuantas horas tomando el fresco de la noche. Porque habrá besos, abrazos, un polvo de celebración y relatos recíprocos. Después, cuando salga Aricò, lo detendremos. Si le encontramos encima el dinero y el arma, está jodido. Con respecto al dinero, podrá defenderse diciendo que es suyo, que lo ha ganado en alguna timba, pero, con respecto al revólver, las pasará putas. Cualquier cosa será suficiente para demostrar que se trata del arma de la que salió la bala que mató a Piccolo. ¿Cómo podrá justificar que la tiene en el bolsillo?
—¿Y Grazia?
—A ésa iréis a detenerla vosotros, yo no quiero mancharme las manos.
Montalbano acertó con pelos y señales. Fonzio Aricò llegó a las doce y media de la noche. La casa estaba totalmente a oscuras, la puerta se abrió, Fonzio entró y la puerta se volvió a cerrar. Al cabo de una hora, Montalbano, Fazio y Gallo empezaron a sentir los efectos del frío y a soltar maldiciones. No podían calentarse ni siquiera con el humo de un cigarrillo. A las tres y diez de la madrugada, el primero en darse cuenta de que la puerta se había abierto y a través de ella había salido una sombra fue el comisario. Fonzio se dirigió al coche, que había dejado en la carretera provincial. Llevaba un paquete en una mano. Cuando hizo ademán de abrir la portezuela, Fazio y Gallo se le echaron encima, lo arrojaron al suelo y lo esposaron. Todo ocurrió sin el menor ruido. En el bolsillo Fonzio tenía un revólver. Fazio lo cogió y se lo pasó a Montalbano.
—¿Sabes que con esto estás jodido? —le dijo el comisario.
Inesperadamente, Aricò esbozó una sonrisa.
—Lo sé muy bien —respondió.
En el interior de la caja de cartón había ochocientos millones de liras en billetes dispuestos en fajos. Fonzio Aricò, que era un buen jugador y sabía por tanto cuándo estaba perdida la partida, ni siquiera intentó decir que el dinero era suyo.
En el coche habló sólo una vez.
—Por si le interesa, comisario, le diré que no he sido yo quien ha organizado todo este asunto. Ha sido esa grandísima puta.
Montalbano no tuvo la menor dificultad en creerlo. Ordenó que lo dejaran en la comisaría, subió a su coche y se fue a Marinella.
Una hora más tarde sonó el teléfono. Era Fazio.
—Ya hemos detenido a la chica.
—¿Qué estaba haciendo?
—¿Usted qué cree? Dormir como un ángel.
A la mañana siguiente, todo el mundo en la comisaría trató de consolar a Galluzzo, que se había encariñado con Grazia y no podía dar crédito a la historia. Por ese motivo, cada cinco minutos se asomaba al despacho de Montalbano para preguntarle con expresión desolada:
—Comisario, pero ¿está usted seguro de que es verdad?
Al cabo de una hora, el comisario ya no pudo aguantar más. Se levantó, salió y se fue a ver a Mimì Augello, que había sufrido una recaída.
—Pero ¿cómo es eso, Mimì, que antes no cogías ni un resfriado y ahora lo pillas todo?
—No consigo explicármelo, Salvo.
—¿Quieres que te lo explique yo? Tú somatizas las cosas.
—No te entiendo.
—Ocurre que tienes que casarte y pillas todas las enfermedades posibles para retrasar el día de la boda.
—¡No digas bobadas! Cuéntame lo del homicidio del usurero ése, ¿cómo se llamaba?, ah, sí, Piccolo.
Montalbano se lo contó. Y le contó también aquella cosa tan rara que le había ocurrido, cuando en la televisión Grazia le había parecido una chica de belleza extraordinaria, cuando en la realidad no lo era.
—Bueno —dijo Mimì—, se ve que la cámara te ha revelado el verdadero rostro de Grazia. A juzgar por tu descripción, esa chica es un verdadero demonio. Los que saben de esas cosas la llaman la belleza del demonio.
Montalbano no creía en el demonio y menos en los lugares comunes, en las frases hechas ni en las ideas preconcebidas. Pero, por una vez, no protestó.
No había podido evitarlo. Lo había intentado todo, pero cuantas más excusas buscaba y más obstáculos ponía, más se obstinaba el señor jefe superior Bonetti-Alderighi.
—No insista, Montalbano, lo he decidido así. Será usted quien exponga la propuesta al ilustre Subsecretario.
«No sé cómo se las arregla este hombre —se dijo el comisario— para hacerte comprender que cuando dice “Subsecretario”, utiliza la ese mayúscula.»
—... Por otra parte, el problema lo ha planteado usted, ¿no? —terminó diciendo inevitablemente el jefe superior.
Pero ¿dónde estaba el maldito problema? Una desgraciada mañana, sin saber por qué demonios lo había hecho, contestando a una nota de su jefe había propuesto un sistema de agilización de ciertos trámites burocráticos relacionados con la inmigración ilegal. Al jefe superior la sugerencia le había gustado tanto que se la había comentado por teléfono «al ilustre señor Subsecretario».
—Tenga en cuenta, señor jefe superior, que al ilustre Subsecretario le importa un carajo la agilización de los trámites; a él sólo le interesa impedir la entrada en nuestro país de cualquier tipo de inmigrantes, sean ilegales o no. ¿No conoce sus ideas políticas?
—¡No se atreva a criticar, Montalbano!
Conclusión: el comisario tendría que trasladarse a Roma, permanecer allí por lo menos tres días y aclarar ciertos detalles al ilustre Subsecretario. Pero lo que más le atacaba los nervios era haber visto en el fondo de los ojos del cabrón de Bonetti-Alderighi un brillo de guasa: el jefe superior sabía muy bien lo reacio que era Montalbano a alejarse de Vigàta.
—Saldrá mañana mismo. Ya tiene aquí el billete.
Y seguramente sería de avión... No se atrevió a decirle al jefe superior que en los aviones siempre le entraba una profunda tristeza.
«Supra 'a pasta, minnulicchi!»
, sobre la pasta, almendritas, pensó amargamente mientras cogía el billete que le entregaba su jefe. Si no quieres taza, taza y media: el colmo de cualquier posible desastre.
En el aeropuerto de Fiumicino, mientras esperaba con paciencia de santo la aparición en la cinta de la maletita que estúpidamente no había querido llevar en la mano, encendió un cigarrillo. Una mujer muy elegante lo miró con desprecio y un señor muy fino que tenía al lado le dijo con voz sibilante:
—¡En el aeropuerto no se puede fumar!
Avergonzado, el comisario apagó el cigarrillo. Al cabo de media hora, todos sus compañeros de viaje ya habían recuperado su equipaje y se habían ido. A continuación, la cinta, tras efectuar tres o cuatro vueltas vacía, se detuvo, la luz amarilla que indicaba su funcionamiento se apagó y Montalbano comprendió que su maleta no había llegado y puede que en aquellos momentos estuviera volando rumbo a Burkina Faso o los Urales. En la oficina de equipajes perdidos, después de misteriosos conciliábulos y afanosas consultas, y tras haber puesto en duda que él hubiera embarcado en Palermo, le comunicaron que la maleta había sido cargada en un avión con destino a Vladivostok, pero que la cosa no era grave, que dejara su dirección en Roma y, en cuestión de tres o cuatro días como máximo, recuperaría su equipaje. Montalbano les facilitó, sin mucha convicción, su dirección de Vigàta y salió afuera a fumarse un cigarrillo. Ya no aguantaba más.
El taxi voló por la autopista, pero cuando entró en Roma, adoptó el paso de un cortejo fúnebre, solemne y neurótico: dos metros cada cinco minutos, colas desordenadas y asmáticas, calles reventadas a causa de improbables obras en marcha (no se veía por ninguna parte a los obreros), puentes que, debido a los numerosos elementos de protección provisional, apenas permitían el paso de una bicicleta...
—Roma se está poniendo más bella para el Jubileo, pero nosotros estamos cada vez más feos —comentó el taxista, contemplando los rostros de los demás desgraciados sentados al volante.
El taxímetro marcaba una suma equivalente a la mitad de su sueldo mensual. Pagó, bajó del taxi y vio que cerca del hotel había una tienda de ropa de hombre. Otra de sus manías era la de cambiarse necesariamente cada día los calcetines, los calzoncillos y la camisa; si no, se sentía perdido y enfermo y tenía la sensación de que la piel se le volvía pegajosa y rezumaba grasa.
Por el aspecto de los escaparates dedujo que la tienda era demasiado elegante y cara, pero no le apetecía buscar otra. Entró, compró tres pares de calcetines, tres camisas, tres calzoncillos, tres pañuelos y una corbata, y cuando echó un vistazo al tique de compra que la sonriente cajera le entregó, comprendió que la broma iba a costarle la otra mitad de su sueldo mensual.
Salió casi huyendo de la tienda y chocó con un caballero que entraba a toda prisa.
—Disculpe —dijo el comisario.
—No se preocupe —contestó el hombre.
De repente, el señor lo agarró por el brazo y lo miró fijamente.
—Perdone, pero..., pero usted..., ¿usted es Montalbano?
El comisario lo miró de arriba abajo. El hombre, algo grueso y distinguido, tenía aproximadamente su misma edad.
—Sí —respondió.
—¡Salvuzzo de mi alma!
Perplejo, el comisario se vio repentinamente estrujado entre los brazos del desconocido y besado una y otra vez en las mejillas. De pronto, el hombre se echó hacia atrás, apartándose un poco pero sin soltar la presa.
—¡Lapis! —dijo.
—No tengo, si quiere un bolígrafo... —contestó Montalbano sin salir de su asombro.
—¡Tú siempre dándotelas de gracioso! Pero ¿cómo? ¿No me reconoces?
—No.
—¡Soy Lapis! ¿No te acuerdas de mí?
Y entonces se hizo la luz. ¡Ernesto Lapis! Ahora lo recordaba, aunque habría preferido no volver a recordarlo jamás. Era el clásico mal compañero de colegio, de los que te llevan por el mal camino; por su culpa, el pequeño Salvo recibía un día sí y otro también una azotaina de su padre, unas veces porque Lapis lo había obligado a fumarse una colilla de cigarrillo, otras porque Lapis lo había convencido de que era mejor
fari luna
, es decir, hacer novillos para ir, por ejemplo, a robar garbanzos en los huertos, otras... Las raras veces en que Lapis había surgido en su memoria, siempre se había preguntado a qué cárcel habría ido a parar, pues no cabía duda de que ésa sería con el tiempo su morada habitual, con lo vago y liante que era.
—¡Salvuzzo, querido, cuántos años! ¿Qué haces en Roma?
—He venido para...
—¡Cuánto me alegro! ¡Qué casualidad! ¿Eres cliente de esta tienda?
—Es que en Fiumicino me han...
—¿Ya has pagado? ¿Sí? Qué lastima, si hubiera llegado un poco antes, habría pedido que te hicieran descuento. Porque esta tienda es una de las más caras de Roma, aunque tienen cosas de mucha calidad.
—¿Tú eres cliente habitual?
—¿Yo? No, soy el propietario. Tengo otras dos como ésta.
—Bueno, pues... —dijo Montalbano, iniciando tímidamente el proceso de la despedida.
—Te dejo ir, pero con una condición. Esta noche vienes a cenar a mi casa. Hablaremos de los viejos tiempos.
—Verás, Ernesto, es que yo...
—Nada de excusas. Vivo en el barrio de Prati. Aquí tienes la dirección.
Depositó en su mano una tarjeta de visita, volvió a abrazarlo y besarlo y desapareció en el interior del establecimiento.