Authors: Jesús Sánchez Adalid
—Gracias, señor —respondió Abuámir inclinándose de nuevo—. Confía en mí, no te defraudaré.
Cuando el joven administrador salió del despacho, al-Mosafi meditó complacido sobre la acertada decisión de poner a Abuámir al frente de la casa de la sayida. Se acercó a la ventana y vio desde arriba cómo los cuidadores del jardín extraían de las jaulas a una pareja de llamativos loros y los introducían en una cesta que pusieron en las alforjas en las que uno de los criados de Abuámir había traído los rollos de las cuentas y los documentos. «Sí, desde luego es una buena idea; los pájaros animan mucho», pensó el visir.
Abuámir regresó a los alcázares arropado por la tranquilidad de saber que hasta pasados dos meses no tendría que regresar a rendir cuentas a Zahra. Por el momento podía dedicarse un poco a sí mismo. Y dentro de sí mismo era donde se había encendido un deseo que podía más que cualquier otra cosa: volver a atravesar la puerta Dorada y volver a mirar directamente, aunque sólo fuera una vez más, los ojos verdes de Subh, que no había visto desde el día que llegó al palacio. Sabía que aquella aspiración era una loca aventura, un atrevimiento peligroso que podría conducir al desastre su afortunado encumbramiento y todas sus ilusiones; pero, como otras veces en su vida, se sentía movido por una fuerza interior superior a cualquier razonamiento, por una pasión irrefrenable que se adueñaba de su imaginación y su inteligencia arrastrándole a no buscar otra cosa que tener la llave de aquel sagrado y prohibido recinto. Y, por ahora, el viejo Tahír y sus ayudantes Sisnán y al-Fasí eran esa llave.
Nada más llegar, atravesó los patios y los corredores intermedios y se encaminó directamente al pequeño jardín de las enredaderas, adonde daba la impenetrable puerta Dorada. En una de las esquinas colocó la cesta con uno de los loros, y llevó al otro pájaro, que había reservado para sí, a sus aposentos, apartados de allí.
Después se subió a la torre que dominaba el patio y desde la que hacía tiempo que observaba los movimientos de los eunucos, aunque sin poder atisbar lo que sucedía más allá de la puerta. Como era de esperar, pasado un rato el loro empezó a gritar desde la cesta:
—¡Centinela! ¡Centinela! ¡Centinela…! Y, como supuso Abuámir, los jóvenes eunucos ayudantes tardaron poco tiempo en asomarse para ver lo que estaba sucediendo. Miraron a uno y otro lado con cara de sorpresa, pero no repararon en la cesta que estaba al pie de las enredaderas. El loro permaneció en silencio, y los curiosos muchachos, viendo que no había nada extraordinario retornaron al interior y cerraron la puerta.
Poco después, el loro volvió a gritar sus llamadas: —¡Centinela! ¡Rrrr…! ¡Centinela…! Sisnán y al-Fasí volvieron a abrir un poco y asomaron sus rostros con un marcado gesto de desconcierto. —¡Centinela! —gritó el loro más fuerte. Y los eunucos se miraron sorprendidos, preguntándose de dónde vendría aquella extraña voz. Salieron al patio y escrutaron los rincones, hasta que Sisnán señaló con el dedo la cesta, que era lo único que rompía el meticuloso orden y limpieza en que los criados solían dejarlo todo. Obedeciendo a las inclinaciones de su curiosidad, los jóvenes avanzaron hacia ella. Pero el loro gritó de nuevo:
—¡Rrrr…! ¡Centinela!
Los eunucos dieron entonces un brinco y se volvieron aterrorizados sobre sus pasos para desaparecer tras la puerta Dorada.
Abuámir, mientras tanto, se doblaba de la risa, arriba en su torre. Sabía que los eunucos tardarían poco en volver a husmear y se aprestó a esperar de nuevo para ver en qué quedaba el asunto.
Efectivamente, al poco volvió a abrirse la puerta. Pero esta vez salió en primer lugar, y con decisión, el viejo Tahír, seguido de sus aterrorizados ayudantes que se guarecían tras su jefe.
—¿Un iblis en un cesto…? —preguntaba el viejo con su voz quebrada—. ¡A ver! ¡A ver dónde está ese iblis!
—¡Sí, señor! —le respondían ellos—. ¡Allí, allí en el rincón!
Tahír se acercó hasta la cesta y retiró con el pie la tapadera. El loro salió entonces de un salto gritando:
—¡Alerta estoy! ¡Rrrr! ¡Centinela!
Los tres eunucos chillaron como mujeres asustadas y retrocedieron espantados. Entonces el viejo, repuesto del susto, se detuvo y rió a carcajadas:
—¡Ah, ja, ja, ja…! ¡Un lorito! ¡Qué iblis ni qué demonios! ¡Es un lorito! ¿Quién lo habrá traído aquí?
Abuámir bajó de dos en dos los peldaños de la escalera de caracol que descendía por el centro de la torre y se hizo presente en el patio donde los tres eunucos observaban admirados al loro.
—Es mío —dijo Abuámir—. Me lo ha regalado el gran visir.
—¡Oh! ¡Es maravilloso! —exclamó Sisnán.
—¡Y habla! ¿Cómo es posible? —secundó su compañero al-Fasí.
—¡Vaya! —replicó el viejo—. Los loritos hablan. ¿Ahora os enteráis? ¿Sois tontos?
—Nadie nos dijo que hay aves que hablan —respondió Sisnán ingenuamente.
—¿Qué come un lorito? —preguntó al-Fasí.
—Nueces, frutas, higos… Cualquier cosa —respondió Abuámir.
Los jóvenes eunucos fueron al interior y trajeron higos secos y otras golosinas que ofrecieron al loro, observando admirados cómo el ave los recogía de sus manos.
—¡Oh, es maravilloso! —exclamaban—. ¡Qué listo es!
Abuámir comprobó con satisfacción que su plan de acercarse a los eunucos iba dando resultado. Estuvieron alimentando al loro y divirtiéndose con las ocurrencias del pájaro durante un buen rato. Pero al cabo el viejo Tahír se impacientó y dio una repentina palmada ordenando:
—¡Bien, se acabó! ¡Ya está bien de loritos! ¡Todo el mundo adentro!
Y como viera que sus ayudantes, ensimismados como estaban en la contemplación del loro, no le hacían caso, la emprendió a cachetes con ellos y los arrastró de las orejas hasta el interior de su encierro.
Sin embargo, Abuámir sabía que los jóvenes subalternos no podrían resistirse a volver a entretenerse con lo que tanto había llamado su atención, y que no tardarían en burlar la vigilancia del viejo Tahír para salir de nuevo al patio. Así que mandó poner un jaulón en una de las esquinas y encerró al loro. Y, como supuso, en los días siguientes Sisnán y al-Fasí no perdieron la ocasión de salir a ver al pájaro, a alimentarlo y a enseñarle palabras, momentos que Abuámir aprovechaba para irse ganando su confianza.
Córdoba, año 967
Era el Domingo de Resurrección en Córdoba y las campanas repicaban por encima de la ciudad llamando a las misas de alba, que se habían anticipado a causa de la partida de la peregrinación. La celebración de la vigilia pascual había sido presidida por el obispo, con la asistencia de los peregrinos que habían de partir esa misma madrugada, y ahora sólo quedaba aguardar a que la masa de viajeros fuera concentrándose en la gran plaza de al-Dchamí, frente a la mezquita mayor, para iniciar la marcha que se había fijado para antes del amanecer.
Los primeros en llegar fueron los soldados de la escolta que el gran visir al-Mosafi había cedido generosamente al obispo Asbag, como premio a sus servicios prestados al califa. Eran en total doscientos cincuenta hombres de la guardia especial de Zahra, aguerridos guerreros preparados para acompañar al soberano o a los visires en sus desplazamientos; una inestimable protección frente a las bandas de salteadores de caminos y los desalmados señores de algunas zonas montañosas que extorsionaban a los que atravesaban sus dominios. Al frente de la escolta iba Manum, un eslavo liberto.
Era una preciosa madrugada de primavera, y la luna llena presidía aún en el cielo, arrancando reflejos azulados a las torres y los tejados. Un denso murmullo de voces y un cada vez más intenso crepitar de cascos de caballerías se fueron adueñando de la ciudad. Estuvieron llegando las recuas de asnos cargados, los habitantes de las aldeas, los ermitaños, los mozárabes de los rafales exteriores, los cristianos del norte que se habían asociado al califato y vivían en los campamentos de mercenarios, los penitentes, familias enteras de miembros de la comunidad, sacerdotes, diáconos, acólitos y monjas. Acudió también un nutrido grupo de monjes del monasterio de San Esteban, cuya entrada en la plaza fue espectacular, pues llegaron acompañados de la ingente fila de sus compañeros, revestidos todos con las bordadas cogullas de fiesta, con las que habían permanecido en vigilia de oración desde que finalizara la liturgia. Los cantos de la salmodia, los sahumerios y los rezos fueron caldeando el ambiente de emoción y piedad que envolvía a los peregrinos.
Por fin, apareció por la calle que daba al barrio cristiano el obispo Asbag con el arcediano, sus vicarios y sus sacerdotes. Entraron en la plaza a pie, para acentuar el sentido de humildad y penitencia de la peregrinación. El prelado vestía sobrepelliz, racional de fiesta dorado y píleo de fieltro rojo, y sus acompañantes casullas blancas de seda, con coloridos bordados; toda una exhibición de vestimenta ceremonial adecuada para el día más encumbrado de los cristianos, pero totalmente inapropiada para un viaje, por lo que hubieron de cambiarse antes de subir a las cabalgaduras. No obstante, primero hubo plegarias, rogativas y bendiciones, en un emotivo acto de acción de gracias porque había llegado el ansiado momento de emprender la peregrinación al templo del apóstol Santiago.
Solamente una cosa lamentó Asbag: que no pudiera ir con él el bondadoso cadí de los cristianos, su otras veces compañero de viaje Walid, quien, debido a su edad principalmente y a la dureza del pasado invierno, sufría dolores y achaques que le impedían embarcarse en una empresa tan fatigosa. En la misma plaza, una vez finalizadas las oraciones, Asbag y el juez se abrazaron con afecto, y el bueno de Walid no pudo reprimir las lágrimas. Pero, con voz quebrada por la emoción, le encomendó allí mismo al obispo a su hijo Juan, el más pequeño de los varones.
—Esta… ésta era la ilusión de mi vejez —dijo el cadí Walid—. Pero el Señor no ha querido que la cumpla. Peregrinaré al templo del apóstol con mi corazón… Y ahí tienes a Juan, querido obispo, para que te sirva en mi nombre. Y, en cierta manera, será como si una parte de mí viajara con vosotros.
Se pusieron en marcha dos horas antes de la salida del sol. Salieron por el extremo septentrional de las fortificaciones, bordearon los caminos de Zahra avanzando entre las huertas y emprendieron el serpenteante camino de las sierras. Desde la puerta de la ciudad, los cristianos cordobeses que se quedaron vieron la fila de antorchas perderse por entre los altozanos, las encinas y las jaras, mientras la distancia ahogaba los cantos y las letanías que invocaban el auxilio divino y la protección de los santos.
Resultaba extraordinario viajar por Alándalus en primavera. Las flores se abrían a los lados del camino y perfumaban el aire con aromas dulces elevados por el vaho del mediodía; los lirios crecían junto a los arroyos y los cardos exhibían sus moradas coronas. Cuando dejaron los intrincados parajes de la sierra, la caravana se extendía a lo largo de la ruta. Los soldados iban en cabeza, seguidos de los peregrinos que se entretenían hablando de mil cosas, bien en lengua cristiana, bien en la lengua árabe que todos hablaban correctamente. El camino culebreaba por los campos donde los trigos se empezaban a dorar y ondulaban suavemente bajo la brisa de la tarde, o discurría recto e interminable en la dirección de la puesta del sol, donde el horizonte se perdía por las ascuas del crepúsculo.
A medida que avanzaban, los hombres, mujeres y niños de los pueblos próximos al camino salían del cobijo de los muros y se precipitaban hacia la carretera para ver pasar a los viajeros: el paso de las caravanas, especialmente una tan variopinta como ésta, constituía el mejor entretenimiento después del obscuro e inmóvil invierno.
Antes de que terminara la décima jornada del viaje, se detuvieron en un pequeño alto desde donde se dominaba Mérida y el curso lento del río Guadiana que centelleaba al sol como una gigantesca serpiente de plata. A lo lejos, cerca de sus ribazos, podían distinguirse algunas casas de tierra y, elevado sobre el río, majestuoso, el gran puente de piedra que levantaron los romanos hacía ahora mil años.
Avisado por los mensajeros que los precedían, a las puertas de Mérida salió a recibirles el arzobispo de la metrópoli Valero aben-Gregorio, que puso su casa a disposición de Asbag y se ofreció a los peregrinos para todo aquello que pudieran necesitar de él.
Mientras los peregrinos improvisaban el campamento en la orilla del río, el capitán de la escolta, Asbag, el arcediano y el joven Juan aben-Walid se internaron por las calles que llevaban al corazón de la ciudad, siguiendo al arzobispo, que les condujo hacia un promontorio coronado por los muros de ladrillo de la fortaleza donde residía el emir de Mérida, ante quien debían comparecer para presentar sus respetos.
Un tímido sol de última hora iluminaba la pequeña sala de audiencias del visir a través de los arcos de las ventanas. Era una casa elegante, casi un palacete, construida por el gobernador anterior, a quien al-Nasir había mandado ejecutar por ser partidario del califa de Bagdad. El actual gobernador, llamado Abul Yahwar, era pariente directo del anterior califa de Córdoba y por tanto tío de Alhaquen. Su aspecto era el de alguien que debería haber dejado ya el gobierno a uno de sus hijos; anciano, sordo y dominado por el tembleque, convirtió la recepción en una aburrida repetición de las explicaciones, dadas a voz en cuello para que pudiera enterarse. Asbag se dio cuenta de que el viejo noble tenía todos los prejuicios de su raza contra los cristianos peninsulares, porque se limitó a un mero intercambio de frases de cortesía y no les ofreció otras facilidades que las elementales de pernoctar y circular por su territorio. Cuando, a duras penas, el visir se enteró de hacia dónde iban y la finalidad de su viaje, los despidió sin más y se retiró a sus aposentos.
Menos mal que el mayor de sus hijos, un sesentón llamado Abenyahwar, era quien se ocupaba de hecho de los asuntos del gobierno, aunque su padre no consentía en cederle su título.
Abenyahwar se quedó con ellos en la sala, una vez que su anciano padre se hubo retirado, y les puso al corriente de una serie de informaciones llegadas recientemente desde el norte.
—Disculpad a mi padre —dijo el hijo del visir—; los años pesan sobre él. He creído conveniente advertiros acerca de algunos sucesos que acaecen en los territorios que vais a atravesar, ya que los límites del reino que se extienden hasta Galicia están bajo el gobierno directo de mi padre en nombre del Príncipe de los Creyentes.