El mundo de Guermantes (29 page)

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Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico

BOOK: El mundo de Guermantes
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—Creo que quiere usted escribir algo sobre la duquesa de Montmorency, caballero —dijo la señora de Villeparisis al historiador de la Fronda, con aquella expresión malhumorada que, a pesar suyo, tornaba ceñuda su extraordinaria amabilidad, por las arrugas de enfado, el despecho fisiológico de la vejez, tanto como por la afectación de imitar el tono casi aldeano de la antigua aristocracia—. Voy a enseñarle a usted su retrato, el original de la copia que está en el Louvre.

Se levantó, dejando sus pinceles junto a las flores, y el delantalito que apareció entonces en su cintura y que llevaba para no ensuciarse con los colores aumentaba aún la impresión casi de campesina que daban su gorro y sus gruesas gafas y que contrastaba con el lujo de su servidumbre, del maestresala que había traído el té y los pastelillos, del mozo de librea a quien llamó para que alumbrase el retrato de la duquesa de Montmorency, abadesa de uno de los capítulos más célebres del Este. Todo el mundo se había puesto de pie.

—Lo que no deja de ser gracioso —dijo ella— es que en esos capítulos en que a menudo eran abadesas nuestras tías-abuelas no hubiesen sido admitidas las hijas del rey de Francia. Eran unos cabildos muy cerrados.

—No admitir a las hijas del rey… ¿Por qué? —preguntó Bloch estupefacto.

—Pues porque la Casa de Francia ya no tenía suficientes cuarteles de nobleza desde que había contraído un enlace desigual.

El pasmo de Bloch iba siendo cada vez mayor.

—¿Contraer un matrimonio desigual la Casa de Francia? ¿Cómo así?

—Al entroncar con los Médicis —respondió la señora de Villeparisis en el tono más natural—. El retrato es bonito, ¿verdad?, y está en un estado de conservación perfecto —añadió.

—Recordará usted, mi querida amiga —dijo la dama peinada a lo María Antonieta—, que cuando le traje a Liszt le dijo a usted que el que era copia era éste.

—Me inclinaré ante una opinión de Liszt en música, pero no en pintura. Aparte de que ya estaba chocho y que no recuerdo que haya dicho nunca semejante cosa. Pero no fue usted quien me lo trajo. Ya había cenado yo con él veinte veces en casa de la princesa de Sayn-Wittgenstein.

El golpe de Alix había marrado, se calló, siguió en pie e inmóvil. Con las capas de polvos que adobaban su rostro, éste semejaba un rostro de piedra. Y como el perfil era noble, parecía, sobre un zócalo triangular y vaporoso oculto por la manteleta, la descascarillada diosa de un parque.

—¡Ah! Otro hermoso retrato —dijo el historiador.

Se abrió la puerta y entró la duquesa de Guermantes.

—Hola, buenas tardes —le dijo, sin hacer siquiera un movimiento con la cabeza, la señora de Villeparisis, sacando de un bolsillo de su delantal una mano que tendió a la recién llegada, y, dejando inmediatamente de ocuparse de ella para volverse hacia el historiador: —Es el retrato de la duquesa de La Rochefoucauld…

Un criado joven, de apuesta planta y fisonomía encantadora (pero arrogante, lo justo para seguir siendo perfecta, lo mismo que la nariz un poco encarnada y la piel ligeramente encendida como si guardasen alguna huella de la reciente y escultural incisión), entró, trayendo una tarjeta en una salvilla.

—Es el señor que ha venido ya varias veces a ver a la señora marquesa.

—¿Es que le ha dicho usted que recibo?

—Ha oído hablar.

—Bueno, sea, hágale pasar. Es un señor que me han presentado —dijo la señora de Villeparisis—. Me ha dicho que deseaba mucho ser recibido aquí. Yo nunca le he autorizado a que viniese. Pero, en fin, ya va de cinco veces que se toma esa molestia, no hay que irritar a la gente. Caballero —me dijo a mí—, y usted, señor —añadió, apuntando al historiador de la Fronda—: les presento a ustedes a mi sobrina la duquesa de Guermantes.

El historiador se inclinó profundamente, lo mismo que yo, y, pareciendo suponer que a ese saludo debía seguir alguna reflexión cordial, sus ojos se animaron y se disponía a abrir la boca cuando le dejó helado el aspecto de la señora de Guermantes, que había aprovechado la independencia de su torso para lanzarlo hacia delante con una cortesía exagerada y retraerlo con justeza sin que su semblante ni su mirada pareciesen haber notado que hubiera alguien ante ellos; después de haber lanzado un ligero suspiro se contentó con manifestar la nulidad de la impresión que le producían la vista del historiador y la mía ejecutando ciertos movimientos con las aletas de la nariz, con una precisión que daba testimonio de la absoluta inercia de su desocupada atención.

El visitante importuno entró, yéndose derecho a la señora de Villeparisis con una expresión ingenua y ferviente; era Legrandin.

—Le agradezco mucho que me haya recibido, señora —dijo, insistiendo en la palabra
mucho
—; es un placer de una calidad enteramente rara y sutil el que concede usted a un viejo solitario; le aseguro que su repercusión…

Se detuvo en seco al verme.

—Estaba enseñándole a este señor el hermoso retrato de la duquesa de La Rochefoucauld, la mujer del autor de las
Máximas;
me viene de familia.

La señora de Guermantes saludó a Alix, disculpándose por no haber podido, este año como los otros, ir a verla.

—He tenido noticias de usted por Magdalena —añadió.

—Esta mañana ha almorzado en mi casa —dijo la marquesa del
quai Malaquais
con la satisfacción de pensar que nunca podría decir otro tanto la señora de Villeparisis.

Yo, mientras tanto, charlaba con Bloch, y temiendo, por lo que me habían dicho del cambio de actitud de su padre respecto de él, que envidiase mi vida, le dije que la suya debía de ser más dichosa. Estas palabras eran, por parte mía, simple efecto de la amabilidad. Pero ésta persuade fácilmente de su buena suerte a aquellos que tienen mucho amor propio, o les da el deseo de persuadir de ello a los demás. «Sí, en efecto, llevo una vida deliciosa —me dijo Bloch, con expresión de beatitud—. Tengo tres grandes amigos, no quisiera uno más, una querida adorable, soy infinitamente dichoso. Raro es el mortal a quien el padre Zeus concede tantas venturas». Creo que trataba sobre todo de jactarse y de darme envidia. Acaso hubiera también algún deseo de originalidad en su optimismo. Se vio a las claras que no quería responder las mismas trivialidades que todo el mundo: «¡Oh!, no valió nada, etc.», cuando a mi pregunta: «¿Estuvo bonito aquello?», formulada a propósito de una
matinée
con baile dada en su casa y a la que yo no había podido asistir, me respondió en su tono igual, indiferente, como si se hubiese tratado de otro: «Sí, estuvo muy bonito, no cabía nada mejor. Resultó arrebatador, realmente».

—Eso que nos cuenta usted me interesa extraordinariamente —dijo Legrandin a la señora de Villeparisis—, porque precisamente me decía yo el otro día que usted tenía mucho de él en la claridad alerta de los giros, en un no sé qué que llamaré con dos términos contradictorios, rapidez lapidaria y espontaneidad inmortal. Hubiera querido tomar nota esta tarde de todas las cosas que dice usted; pero las retendré. Son, con una frase que creo es de Joubert, amigas de la memoria. ¿No ha leído usted nunca a Joubert? ¡Le habría gustado tanto! Esta misma noche me permitiré enviarle a usted sus obras, orgullosísimo de presentarle a usted su talento. No tenía la fuerza que usted. Pero también tenía gracia, y mucha.

Yo había querido ir a saludar en seguida a Legrandin, pero éste se mantenía constantemente tan lejos de mí como podía, sin duda con la esperanza de que yo no oyese las lisonjas que, con un gran refinamiento de expresión, no cesaba de prodigar, con cualquier motivo, a la señora de Villeparisis.

Esta se encogió de hombros, sonriendo, como si hubiera querido burlarse, y se volvió al historiador.

—Y esta es la famosa María de Rohan, duquesa de Chevreuse, que estuvo casada en primeras nupcias con el señor de Luynes.

—Querida, la señora de Luynes me hace pensar en Yolanda; ha estado ayer en casa; si llego a saber que no tenía usted la tarde comprometida con nadie, la hubiera mandado a buscar. La señora Ristori, que llegó de improviso, dijo delante del mismo autor unos versos de la reina Carmen Sylva: ¡era una hermosura!

—¡Qué perfidia! —pensó la señora de Villeparisis—. Seguramente de eso es de lo que le hablaba en voz baja el otro día a la señora de Beaulaincourt y a la de Chaponay. Estaba libre, pero no hubiera ido —respondió—. He oído a la Ristori en sus buenos tiempos, ahora ya no es más que una ruina. Y, además, detesto los versos de Carmen Sylva. La Ristori ha venido aquí una vez, la trajo la duquesa de Aosta para que dijese un canto del
Infierno,
del Dante. Ahí sí que es incomparable.

Alix soportó el golpe sin desfallecer. Su mirada era penetrante y vacía, su nariz noblemente arqueada. Pero una mejilla se desconchaba. Ligeras vegetaciones extrañas, verdes y sonrosadas, invadían la barbilla. Quizá un invierno más la echase abajo.

—Mire usted, caballero, si le gusta a usted la pintura, vea el retrato de la señora de Montmorency —dijo la señora de Villeparisis a Legrandin para atajar los cumplidos que volvían a empezar.

Aprovechándose de que Legrandin se había alejado, la señora de Guermantes se lo señaló a su tía con una mirada irónica e interrogadora.

—Es el señor Legrandin —dijo a media voz la señora de Villeparisis—; tiene una hermana que se llama la señora de Cambremer, cosa que, por otra parte, no debe de decirte más que a mí.

—¡Cómo! ¡Pero si la conozco perfectamente! —exclamó poniéndose la mano ante la boca la señora de Guermantes—. Por mejor decir, no la conozco; pero no sé qué ventolera le ha dado a Basin, que encuentra Dios sabe dónde al marido, de decirle a esa mujerota que fuese a verme. No puedo decirle a usted lo que ha sido su visita. Me ha contado que ha estado en Londres; me ha enumerado todos los cuadros del British. Aquí donde usted me ve, en cuanto salga de su casa voy a dejar tarjeta en casa de ese monstruo. Y no crea usted que sea de las más fáciles, porque, con el pretexto de que está agonizando, siempre se la encuentra en casa, y, vaya una a las siete de la tarde o a las nueve de la mañana, está dispuesta a ofrecerle tartas de fresa.

—¡Pues claro que sí; vamos, es un monstruo! —dijo la señora de Guermantes respondiendo a una mirada interrogativa de su tía—. Es una persona imposible: dice
plumífero;
en fin, cosas por ese estilo.

—¿Qué quiere decir eso de
plumífero
? —preguntó la señora de Villeparisis a su sobrina.

—¡Yo qué sé! —exclamó la duquesa con fingida indignación—. No quiero saberlo. Yo no hablo ese francés—. Y al ver que su tía no sabía realmente qué quería decir
plumífero,
por darse la satisfacción de demostrar que era tan sabia como purista y por burlarse de su tía después de haberse burlado de la señora de Cambremer:

—¡Sí! —dijo con una risita que reprimían los restos del mal humor afectado—; todo el mundo lo sabe, un plumífero es un escritor, cualquiera que tiene una pluma. Pero es una palabra horrorosa. Es como para que se le caigan a una las muelas del juicio. Lo que es a mí jamás me harían decir semejante cosa.

—¡Cómo, es el hermano! Aún no me he enterado. Pero en el fondo no es inverosímil. Ella tiene la misma humildad de salto de cama y los mismos recursos de biblioteca circulante. Es tan aduladora como él, y tan insoportable. Empiezo a hacerme bastante bien a la idea de ese parentesco.

—Siéntate, vamos a tomar un poco de té —dijo la señora de Villeparisis a la de Guermantes—; sírvete tú misma, tú no necesitas ver los retratos de tus tatarabuelas, los conoces tan bien como yo.

La señora de Villeparisis volvió bien pronto a sentarse y se puso a pintar. Todo el mundo se acercó a ella, circunstancia que aproveché para ir hacia Legrandin, y como no encontraba nada culpable en su presencia en casa de la señora de Villeparisis, le dije, sin pensar hasta qué punto iba a la vez a ofenderle y a hacerle creer en la intención de ofenderle:

—¡Vaya, caballero!, casi estoy disculpado por estar en un salón, ya que le encuentro a usted en él.

El señor Legrandin dedujo de estas palabras (tal fue, al menos, el juicio que formuló respecto a mí días más tarde) que yo era una criatura fundamentalmente atravesada, que sólo me complacía en el mal.

—Ya podía usted tener la cortesía de empezar por saludarme —me respondió sin darme la mano y con una voz irritada y vulgar que yo no sospechaba en él y que, sin guardar la menor relación racional con lo que decía de costumbre, tenía otra más inmediata y palmaria con algo que sentía en aquel momento. Y es que aquello que sentimos, como estamos decididos a ocultarlo siempre, no hemos pensado nunca en la forma en que lo expresaríamos. Y de repente lo que se deja oír en nosotros es una bestia inmunda y desconocida cuyo acento, a veces, puede llegar a dar a aquel que recibe esa confidencia involuntaria, elíptica y casi irresistible de vuestro defecto o de vuestro vicio tanto miedo como el que produciría la confesión subitánea, indirecta y extrañamente proferida por un criminal que no pudiese menos de confesar un crimen de que no le sabíais culpable. Yo, naturalmente, sabía muy bien que el idealismo, aun subjetivo, no impide a grandes filósofos seguir siendo unos glotones o presentarse con tenacidad a la Academia. Pero en rigor, Legrandin no tenía por qué recordar tan a menudo que pertenecía a otro planeta cuando todos sus movimientos convulsivos de cólera o de amabilidad estaban regidos por el deseo de lograr una buena posición en éste.

—¡Naturalmente, cuando me persiguen veinte veces seguidas para hacerme ir a algún sitio —continuó en voz baja—, aunque yo tenga perfecto derecho a mi libertad, no puedo, de todas maneras, proceder como un patán!

La señora de Guermantes se había sentado. Su nombre, como estaba acompañado de su título, añadía a su persona física su ducado, que se proyectaba en tomo suyo y hacía reinar el frescor umbrío y dorado de los bosques de los Guermantes en medio del salón, en derredor del taburete en que estaba sentada ella. A mí lo único que me extrañaba era que la semejanza no fuese más legible en el rostro de la duquesa, que nada tenía de vegetal, y en el que a lo sumo las pecas de las mejillas —que parecía que hubieran debido estar blasonadas con el nombre de los Guermantes— eran efecto, pero no imagen, de largas galopadas al aire libre. Más tarde, cuando hubo llegado a serme indiferente, conocí muchas particularidades de la duquesa, y especialmente (para atenerme de momento a aquella cuyo hechizo sufría yo ya entonces sin saber distinguirla) sus ojos, en que estaba cautivo como en un cuadro el cielo azul de una tarde de Francia, ampliamente despejado, bañado en luz hasta cuando ésta no brillaba; y una voz que se hubiera creído, por los primeros sonidos roncos, canallesca casi, en la que se arrastraba, como en las gradas de la iglesia de Combray o en la pastelería de la plaza, el oro perezoso y craso de un sol de provincias. Pero ese primer día no distinguí nada; mi ardiente atención volatilizaba inmediatamente lo poco que hubiese podido recoger y en que hubiera podido volver a encontrar algo del nombre de Guermantes. En todo caso me decía que era realmente ella lo que designaba para todo el mundo el nombre de duquesa de Guermantes: la vida inconcebible que ese nombre significaba la contenía realmente aquel cuerpo; acababa de introducirla en medio de unos seres indiferentes, en este salón que la cercaba por todas partes y sobre el cual ejercía una reacción tan viva que me parecía ver, allí donde esa vida dejaba de extenderse, que una orla de efervescencia delimitaba sus fronteras: en la circunferencia que recortaba sobre el tapiz el globo de la falda de pequín azul, y en las claras pupilas de la duquesa, en la intersección de las preocupaciones, de los recuerdos, del pensamiento incomprensible, desdeñoso, divertido y curioso que las llenaban, y de las imágenes extrañas que en ellas se reflejaban. Quizá me hubiera impresionado un poco menos de haberla encontrado en casa de la señora de Villeparisis una tarde cualquiera, en lugar de verla así en uno de estos
días
de la marquesa, en uno de esos tés que no son para las mujeres más que un breve alto en medio de su salida y en los que, al conservar puesto el sombrero con que acaban de hacer sus compras, traen a la hilera de salones la calidad del aire de afuera y dan más luz a París al final de la tarde que los altos ventanales abiertos en que se oye el rodar de las
victorias:
la señora de Guermantes estaba tocada con un sombrero de paja florido de acianos, y lo que éstos me evocaban no eran los soles de los años remotos, sobre los surcos de Combray, en que tantas veces había cogido yo esas flores en la pendiente inmediata al seto de Tansonville; era el olor y el polvo del crepúsculo, tales como eran hacía un instante, en el momento en que la señora de Guermantes acababa de atravesarlos en la calle de la Paix. Con expresión sonriente, desdeñosa y vaga, sin dejar de hacer un mohín con sus labios apretados, con la punta de su sombrilla, como con la extrema antena de su vida misteriosa, dibujaba redondeles en la alfombra; luego, con esa atención indiferente que empieza por quitar todo punto de contacto con lo que considera uno mismo, su mirada se posaba sucesivamente en cada uno de nosotros; después inspeccionaba los canapés y las butacas, pero suavizándose entonces con la simpatía humana que despierta la presencia, por insignificante que sea, de una cosa que se conoce, de una cosa que es casi una persona; aquellos muebles no eran como nosotros, pertenecían vagamente a su mismo mundo, estaban ligados a la vida de su tía; después, del mueble de Beauvais la mirada volvía a la persona que en él estaba sentada y entonces recobraba la misma expresión de perspicacia y de la misma desaprobación que el respeto de la señora de Guermantes a su tía le hubiera impedido expresar, pero que, al fin y al cabo, hubiera sentido de haber advertido en las butacas, en lugar de nuestra presencia, la de una mancha de grasa o de una capa de polvo.

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