Dejemos de lado la improbabilidad de que esta revelación pueda provocar realmente un «pánico mundial». Cualquiera que haya sido testigo de un descubrimiento científico portentoso en proceso —me viene a la mente el impacto en julio de 1994 del cometa Shoemaker-Levy 9 con Júpiter— verá claro que los científicos tienden a ser efervescentes e incontenibles. Sienten una compulsión irrefrenable a compartir los descubrimientos. Sólo mediante un acuerdo previo, no
ex post facto,
acatan los científicos el secreto militar. Rechazo la idea de que la ciencia sea secreta por naturaleza. Su cultura y su carácter distintivo, por muy buenas razones, son colectivos, colaboradores y comunicativos.
Si nos limitamos a lo que se sabe realmente e ignoramos la industria periodística que fabrica de la nada descubrimientos que hacen época, ¿dónde estamos? Cuando sabemos sólo un poco sobre «la Cara», nos provoca carne de gallina. Cuando sabemos un poco más, el misterio pierde profundidad rápidamente.
Marte tiene una superficie de casi 150 millones de kilómetros cuadrados, alrededor del área sólida de la Tierra. El área que cubre la «esfinge» marciana es aproximadamente de un kilómetro cuadrado. ¿Es tan asombroso que un pedazo de Marte del tamaño de un sello de correos (comparado con los 150 millones de kilómetros de extensión) nos parezca artificial, especialmente dada nuestra tendencia, desde la infancia, a encontrar caras? Cuando examinamos el área circundante, un amasijo de altozanos, mesetas y otras superficies complejas, reconocemos que la figura es semejante a muchas que no parecen en absoluto una cara humana. ¿Por qué este parecido? ¿Es posible que los antiguos ingenieros marcianos trabajaran solamente esta meseta (bueno, quizá algunas más) y dejaran todas las demás sin alterar mediante la escultura monumental? ¿O deberíamos concluir que hay otras mesetas esculpidas con forma de cara, pero de caras más extrañas que no nos son familiares en la Tierra?
Si estudiamos la imagen original con más atención, encontramos que un «orificio de la nariz» colocado estratégicamente —que aumenta en gran medida la impresión de una cara— es en realidad un punto negro que corresponde a datos perdidos en la transmisión de radio de Marte a la Tierra. La mejor fotografía de «la Cara» muestra un lado iluminado por el Sol, el otro en sombras profundas. Utilizando los datos digitales originales, podemos potenciar severamente el contraste en las sombras. Cuando lo hacemos, encontramos algo bastante impropio de una cara. «La Cara», en el mejor de los casos, es media cara. A pesar de la falta de aire y de las palpitaciones de nuestro corazón, la esfinge marciana parece natural... no artificial, no una imagen muerta de una cara humana. Probablemente fue esculpida mediante un lento proceso geológico a lo largo de millones de años.
Pero podría estar equivocado. Es difícil estar seguro de un mundo del que hemos visto tan poco en un primerísimo plano. Esas figuras merecen mayor atención con mayor resolución. Seguramente, unas fotos mucho más detalladas de «la Cara» resolverán dudas acerca de la simetría y ayudarán a esclarecer el debate entre geología y escultura monumental. Los pequeños cráteres de impacto que se encuentran sobre «la Cara» o cerca de ella pueden establecer la cuestión de su edad. En el caso (de lo más improbable desde mi punto de vista) que las estructuras cercanas hubieran sido realmente en otro tiempo una ciudad, este hecho también sería obvio con un examen más atento. ¿Hay calles rotas? ¿Almenas en el «fuerte»? ¿Zigurats, torres, templos con columnas, estatuas monumentales, frescos inmensos? ¿O sólo rocas?
Aunque esas afirmaciones fueran extremadamente improbables (como yo creo que son), vale la pena examinarlas. A diferencia del fenómeno de los ovnis, aquí tenemos la oportunidad de realizar un experimento definitivo. Este tipo de hipótesis es desmentible, una propiedad que la introduce perfectamente en el campo científico. Espero que las próximas misiones americanas y rusas a Marte, especialmente orbitadores con cámaras de televisión de alta resolución, realicen un esfuerzo especial para —entre cientos de otras cuestiones científicas— mirar más de cerca las pirámides y lo que algunas personas llaman «la Cara» y la ciudad.
A
UNQUE QUEDE CLARO PARA TODO EL MUNDO
que esas figuras de Marte son geológicas y no artificiales, me temo que no desaparecerán las caras monumentales en el espacio (y las maravillas asociadas). Ya hay periódicos sensacionalistas que informan de caras casi idénticas vistas desde Venus hasta Neptuno (¿flotando en las nubes?). Los «descubrimientos» se suelen atribuir a naves espaciales ficticias rusas y a científicos espaciales imaginarios, lo que desde luego dificulta la comprobación de la historia por parte de un escéptico.
Un entusiasta de «la Cara» de Marte anuncia ahora:
AVANCE DE LA NOTICIA DEL SIGLO
CENSURADA POR LA NASA
POR TEMOR DE AGITACIÓN RELIGIOSA Y DEPRESIONES.
EL DESCUBRIMIENTO DE ANTIGUAS RUINAS
DE EXTRATERRESTRES EN LA LUNA.
Se «confirma» la existencia —en la bien estudiada Luna— de una «ciudad gigante, de las dimensiones de la cuenca de Los Ángeles, cubierta por una inmensa cúpula de vidrio, abandonada hace millones de años y hecha añicos por meteoros, con una torre gigante de más de cinco kilómetros de altura y un cubo gigante de más de un kilómetro cuadrado encima». ¿La prueba? Fotografías tomadas por las misiones robóticas de la NASA y el Apolo cuya significación fue ocultada por el gobierno e ignorada por todos los científicos lunares de muchos países que no trabajan para el «gobierno».
El
Weekly WorId News
del 18 de agosto de 1992 informa del descubrimiento por «un satélite secreto de la NASA» de «miles, quizá incluso millones de voces» que emanan del agujero negro del centro de la galaxia M51 y cantan al unísono «Gloria, gloria, gloria al Señor en las alturas» una y otra vez. En inglés. Incluso hay un artículo en un periódico, repleto de ilustraciones, aunque oscuras, de una sonda espacial que fotografió a Dios en las alturas, o al menos sus ojos y el puente de la nariz, en la nebulosa de Orion.
El 20 de julio de 1993, el
WWN
luce en grandes titulares:
«¡Clinton se reúne con JFK!», junto con una fotografía falsa de John Kennedy, con la edad que tendría si hubiera sobrevivido al atentado, en una silla de ruedas en Camp David. En páginas interiores se nos informa de otro aspecto de posible interés. En «Asteroides del día del juicio final», un documento supuestamente de máximo secreto cita las palabras de supuestos científicos «importantes» sobre un supuesto asteroide («M-167») que supuestamente chocará con la Tierra el 11 de noviembre de 1993, y «podría significar el fin de la vida en la Tierra». Se asegura que el presidente Clinton recibe «información constante de la posición y velocidad del asteroide». Quizá fue uno de los temas que discutió en su reunión con el presidente Kennedy. En cierto modo, el hecho de que la Tierra escapase a esta catástrofe no mereció ni siquiera un párrafo de comentario después de haber pasado sin noticias el 11 de noviembre de 1993. Al menos quedó justificado el buen juicio del escritor de titulares de no cargar la primera página con la noticia del fin del mundo.
Algunos consideran que todo eso es una especie de diversión. Sin embargo vivimos en una época en la que se ha identificado una amenaza estadística real a largo plazo del impacto de un asteroide con la Tierra. (Esta realidad de la ciencia es desde luego la fuente de inspiración, si ésta es la palabra adecuada, de la historia del
WWN.)
Las agencias gubernamentales están estudiando qué hacer al respecto. Bulos como éste tiñen el tema de exageración y extravagancia apocalíptica, dificultan que el público pueda distinguir entre los peligros reales y la ficción del periódico, y es concebible que obstaculicen nuestra capacidad de tomar medidas de precaución para mitigar el peligro.
A menudo se presentan demandas contra los periódicos sensacionalistas —a veces por parte de actores y actrices que niegan rotundamente haber realizado actos reprobables— y en ocasiones se barajan grandes sumas de dinero. Esos periódicos deben de considerar estas demandas como el precio de su provechoso negocio. En su defensa, suelen decir que están a merced de sus reporteros y que no tienen responsabilidad institucional para comprobar la verdad de lo que publican. Sal Ivone, editor jefe del
Weekiy WorIdNews,
comentando las historias que publica, dice: «No descarto que sean producto de imaginaciones activas. Pero, dado el tipo de periódico que hacemos, no tenemos por qué poner en duda una historia.» El escepticismo no vende periódicos. Escritores que han desertado de este tipo de periodismo han descrito las sesiones «creativas» en las que escritores y editores se ponen a inventar historias y titulares sacados de la nada, cuanto más escandalosos mejor.
Entre su gran cantidad de lectores, ¿no hay muchos que se lo creen todo a pies juntillas, que creen que «no podrían» editarlas si no fueran verdad? Algunos lectores con los que he hablado insisten en que sólo leen esta clase de periódicos para entretenerse, como si miraran un espectáculo de «lucha libre» en la televisión, que no se creen nada, que, tanto para el editor como para el lector, esos periódicos son extravagancias que exploran lo absurdo. Simplemente, existen fuera de cualquier universo atenazado por la norma de las pruebas. Pero mi correspondencia sugiere que un gran número de americanos se los toman francamente en serio.
En la década de los noventa se expande el universo de periódicos de este tipo y va engullendo con voracidad a otros medios de comunicación. Los periódicos, revistas o programas de televisión que se atienen meticulosamente a las restricciones de lo que realmente se conoce pierden clientela en favor de publicaciones con estándares menos escrupulosos. Podemos verlo en la nueva generación de conocidos programas sensacionalistas de televisión, y cada vez más en lo que pasa por programas de noticias e información.
Esos reportajes persisten y proliferan porque venden. Y venden, creo, porque muchos de nosotros deseamos fervientemente una sacudida que nos saque de la rutina de nuestras vidas, que reviva aquella sensación de maravilla que recordamos de la infancia y también, en alguna de las historias, que nos permita ser capaces, real y verdaderamente, de creer... en alguien más viejo, más listo y más sabio que nos cuide. Está claro que a mucha gente no le basta la fe. Buscan evidencias, pruebas científicas. Anhelan el sello científico de aprobación, pero son incapaces de soportar los rigurosos estándares de pruebas que imparten credibilidad a ese sello. ¡Qué alivio sería la abolición de la duda por fuentes fidedignas! Así se nos liberaría de la fastidiosa tarea de cuidarnos a nosotros mismos. Nos preocupa —y con razón— lo que significa para el futuro humano que sólo podamos confiar en nosotros mismos.
Esos son los milagros modernos que proclaman con desvergüenza aquellos que los hacen surgir de la nada, eludiendo cualquier escrutinio formal, y que se pueden comprar a bajo coste en todos los supermercados, grandes almacenes y tiendas. Una de las pretensiones de esos periódicos es hacer ciencia, precisamente el instrumento en el que se basa nuestra incredulidad, confirmar nuestras antiguas fes y establecer una convergencia entre pseudociencia y pseudorreligión.
En general, los científicos abren su mente cuando exploran nuevos mundos. Si supiéramos de antemano lo que íbamos a encontrar, no tendríamos necesidad de ir. Es posible, quizá hasta probable, que en misiones futuras a Marte o a los otros mundos fascinantes de los parajes cósmicos tengamos sorpresas, incluso algunas de proporciones míticas. Pero los humanos tenemos talento para engañarnos a nosotros mismos. El escepticismo debe ser un componente de la caja de herramientas del explorador, en otro caso nos perderemos en el camino. El espacio tiene maravillas suficientes sin tener que inventarlas.
—Sinceramente, lo que me hace pensar que no hay habitantes en esta esfera es que me parece que ningún ser sensato estaría dispuesto a vivir aquí.
—Bueno —dijo Micromegas— quizá los seres que la habitan no tienen sentido común.
Un extraterrestre a otro, al acercarse a la Tierra,
en
Micromegas: una historia filosófica
(1752),
de V
OLTAIRE
F
uera todavía está oscuro. Estás tendido en la cama, totalmente despierto. Descubres que estás completamente paralizado. Notas que hay alguien en la habitación. Intentas gritar. No puedes. A los pies de la cama hay varios seres grises y pequeños, de apenas un metro de alto. Tienen la cabeza en forma de pera, calva y grande para su cuerpo. Tienen unos ojos enormes, las caras inexpresivas e idénticas. Llevan túnicas y botas. Confías en que se trate de un simple sueño. Pero la impresión que tienes es que está ocurriendo realmente. Te levantan y, misteriosamente, ellos y tú atravesáis la pared de tu cuarto. Flotas en el aire. Subes muy alto hacia una nave espacial metálica en forma de platillo. Una vez dentro, te llevan a una sala de revisión médica. Un ser más grande pero similar —evidentemente, una especie de médico— se encarga de ti. Lo que sigue es todavía más aterrador.
Te exploran el cuerpo con instrumentos y máquinas, especialmente las partes sexuales. Si eres un hombre, puede que te saquen muestras de esperma; si eres mujer, pueden extraerte óvulos o fetos, o implantarte semen. Te pueden obligar a mantener relaciones sexuales. Después te pueden llevar a una habitación diferente donde unos bebés o fetos híbridos, en parte humanos y en parte como esas criaturas, te devuelven la mirada. Puede ser que te amonesten por la mala conducta humana, especialmente por la expoliación del medio ambiente o por permitir la pandemia del sida; se te ofrecen cuadros de devastación futura. Finalmente, esos emisarios grises y melancólicos te conducen fuera de la nave espacial y atraviesan la pared para depositarte en tu cama. Cuando recuperas la capacidad de moverte y hablar... ya no están.
Puede ser que no recuerdes el incidente de inmediato. Quizá simplemente eches en falta un período de tiempo inexplicablemente perdido y te devanes los sesos pensando en él. Como todo eso parece tan raro, te preocupa un poco tu salud mental. Naturalmente, no sientes ninguna inclinación a hablar de ello. Por otro lado, la experiencia es tan perturbadora que es difícil mantenerla callada. Todo sale a la luz cuando oyes relatos similares, o cuando un terapeuta simpático te hipnotiza, o incluso cuando ves una fotografía de un «extraterrestre» en uno de los muchos libros, revistas populares o «documentales especiales» de televisión sobre los ovnis. Hay gente que dice poder recordar experiencias así desde la más tierna infancia. Piensan que sus propios hijos están siendo abducidos por extraterrestres. Ocurre por familias. Es un programa eugenésico, dicen, para mejorar la raza humana. Quizá los extraterrestres han hecho eso siempre. Quizá, dicen algunos, ése es el origen de los humanos.