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UIZÁ UN UNO POR CIENTO DE LAS VECES
una idea que parece no diferenciarse demasiado de las habituales de la pseudociencia resultará ser verdad. Quizá se encontrará en el lago Ness o en la República del Congo algún reptil no descubierto, un remanente del período cretácico; o encontraremos artefactos de una especie avanzada no humana en alguna parte del sistema solar. En el momento de escribir estas líneas hay tres afirmaciones en el campo de la percepción extrasensorial que, en mi opinión, merecen un estudio serio: 1) que sólo con el pensamiento los humanos pueden afectar (apenas) a los generadores de números aleatorios en los ordenadores; 2) que la gente sometida a una privación sensorial ligera puede recibir pensamientos o imágenes «proyectados», y 3) que los niños pequeños a veces hablan de detalles de una vida anterior que, si se comprueban, resultan muy precisos y sólo podrían haberlos sabido mediante la reencarnación. Elijo esas afirmaciones no porque crea que probablemente sean válidas (que no lo creo), sino como ejemplos de opiniones que podrían ser verdad. Las tres citadas tienen al menos un fundamento experimental, aunque todavía dudoso. Desde luego, podría equivocarme.
A mediados de la década de los setenta, un astrónomo al que admiro redactó un modesto manifiesto llamado «Objeciones a la astrología» y me pidió que lo firmara. Después de lidiar con las palabras, al final fui incapaz de firmar... no porque pensara que la astrología tenía algún tipo de validez, sino porque me pareció (y todavía me lo parece) que el tono de la declaración era autoritario. Criticaba la astrología porque sus orígenes estaban envueltos en la superstición. Pero eso también ocurre con la religión, la química, la medicina y la astronomía, por mencionar sólo cuatro temas. Lo importante no es el origen vacilante y rudimentario del conocimiento de la astrología, sino su validez presente. Había también especulaciones sobre las motivaciones psicológicas de los que creen en la astrología. Esas motivaciones —por ejemplo, la sensación de impotencia en un mundo complejo, perturbador e impredecible— podrían explicar por qué la astrología no recibe generalmente el escrutinio escéptico que merece, pero no afecta para nada al aspecto de si funciona o no.
La declaración subrayaba que no se nos ocurre ningún mecanismo mediante el cual pueda funcionar la astrología. Es ciertamente un punto relevante, pero poco convincente por sí mismo. No se conocía ningún mecanismo para la deriva continental (ahora integrada en la tectónica de placas) cuando Alfred Wegener la propuso en el primer cuarto del siglo XX para explicar una serie de datos confusos en geología y paleontología. (Las vetas de rocas que contienen mineral y los fósiles parecían ir de manera continua desde la parte oriental de Sudamérica hasta el oeste de África: ¿eran contiguos los dos continentes y el océano Atlántico es nuevo en nuestro planeta?) La idea fue rechazada rotundamente por todos los grandes geofísicos, que estaban seguros de que los continentes estaban fijos, que no flotaban sobre nada y que, por tanto, era imposible que «derivaran». En cambio, la idea clave de la geofísica en el siglo XX resulta ser la tectónica de placas; ahora entendemos que las placas continentales flotan realmente y «derivan» (o mejor, son llevadas por una especie de cinta transportadora dirigida por el gran motor de calor del interior de la Tierra) y que aquellos grandes geofísicos, simplemente, estaban equivocados. Las objeciones a la pseudociencia basadas en un mecanismo del que no disponemos pueden ser erróneas... aunque si las opiniones violan leyes de física bien establecidas, las objeciones tienen un gran peso.
En unas cuantas frases se puede formular un buen número de críticas válidas de la astrología: por ejemplo, su aceptación de la precesión de los equinoccios al anunciar una «era de Acuario» y su rechazo de la precesión de equinoccios al hacer horóscopos; su ignorancia de la refracción atmosférica; su lista de objetos supuestamente celestiales que se limita principalmente a objetos conocidos por Tolomeo en el siglo II e ignora una enorme variedad de nuevos objetos astronómicos descubiertos desde entonces (¿dónde está la astrología de asteroides cercanos a la Tierra?); la incoherente demanda de información detallada sobre el momento del nacimiento en comparación con la latitud y longitud de nacimiento; la imposibilidad de la astrología de pasar el test de los gemelos idénticos; las importantes diferencias en horóscopos hechos a partir de la misma información de nacimiento por diferentes astrólogos, y la ausencia demostrada de correlación entre los horóscopos y los tests psicológicos, como el Inventario Multifásico de Personalidad de Minnesota.
Yo habría firmado encantado una declaración que describiera y refutara los dogmas principales de la fe en la astrología. Una declaración así habría sido mucho más persuasiva que la que realmente se publicó y circuló. Pero la astrología, que lleva cuatro mil años o más con nosotros, parece hoy más popular que nunca. Al menos un cuarto de todos los estadounidenses, según las encuestas de opinión, «creen» en la astrología. Un tercio cree que la astrología de signos del sol es «científica». La fracción de niños escolares que cree en la astrología aumentó del cuarenta al cincuenta y nueve por ciento entre 1978 y 1984. Quizá haya diez veces más astrólogos que astrónomos en Estados Unidos. En Francia hay más astrólogos que curas católicos romanos. El rechazo envarado de un coro de científicos no establece contacto con las necesidades sociales que la astrología —por muy inválida que sea— afronta y la ciencia no.
C
OMO HE INTENTADO SUBRAYAR
, en el corazón de la ciencia hay un equilibrio esencial entre dos actitudes aparentemente contradictorias: una apertura a nuevas ideas, por muy extrañas y contrarias a la intuición que sean, y el examen escéptico más implacable de todas las ideas, viejas y nuevas. Así es como se avenían las verdades profundas de las grandes tonterías. La empresa colectiva del pensamiento creativo y el pensamiento escéptico, unidos en la tarea, mantienen el tema en el buen camino. Esas dos actitudes aparentemente contradictorias, sin embargo, están sometidas a cierta tensión.
Consideremos esta afirmación: cuando ando, el tiempo —medido por mi reloj de pulsera o mi proceso de envejecimiento— aminora la marcha. O bien: me encojo en la dirección del movimiento. O bien: me hago más grande. ¿Quién ha sido testigo jamás de algo así? Es fácil rechazarlo de entrada. Aquí hay otra: la materia y la antimateria se están creando constantemente, en todo el universo, a partir de la nada. Una tercera: alguna vez, muy ocasionalmente, su coche atraviesa espontáneamente la pared de ladrillo del garaje y a la mañana siguiente lo encuentra en la calle. ¡Son absurdas! Pero la primera es la declaración de la relatividad especial y las otras dos son consecuencias de la mecánica cuántica (‘fluctuaciones de vacío' y ‘efecto túnel,' se llaman)
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. Nos guste o no, así es el mundo. Si uno insiste en que es ridículo, estará cerrado para siempre a algunos de los mayores descubrimientos sobre las reglas que gobiernan el universo.
Si uno es sólo escéptico, las nuevas ideas no le llegarán. Nunca aprenderá nada. Se convertirá en un misántropo excéntrico convencido de que el mundo está gobernado por la tontería. (Desde luego, hay muchos datos que avalan esta opinión.) Como los grandes descubrimientos en los límites de la ciencia son raros, la experiencia tenderá a confirmar su malhumor. Pero de vez en cuando aparece una nueva idea, válida y maravillosa, que parece dar en el clavo. Si uno es demasiado decidido e implacablemente escéptico, se perderá (o tomará a mal) los descubrimientos transformadores de la ciencia y entorpecerá de todos modos la comprensión y el progreso. El mero escepticismo no basta.
Al mismo tiempo, la ciencia requiere el escepticismo más vigoroso e implacable porque la gran mayoría de las ideas son simplemente erróneas, y la única manera de separar el trigo de la paja es a través del experimento y el análisis crítico. Si uno está abierto hasta el punto de la credulidad y no tiene ni un gramo de sentido escéptico dentro, no puede distinguir las ideas prometedoras de las que no tienen valor. Aceptar sin crítica toda noción, idea e hipótesis equivale a no saber nada. Las ideas se contradicen una a otra; sólo mediante el escrutinio escéptico podemos decidir entre ellas. Realmente, hay ideas mejores que otras.
La mezcla juiciosa de esos dos modos de pensamiento es central para el éxito de la ciencia. Los buenos científicos hacen ambas cosas. Por su parte, hablando entre ellos, desmenuzan muchas ideas nuevas y las critican sistemáticamente. La mayoría de las ideas nunca llegan al mundo exterior. Sólo las que pasan una rigurosa filtración llegan al resto de la comunidad científica para ser sometidas a crítica.
Debido a esta autocrítica y crítica mutua tenaz, y a la confianza apropiada en el experimento como árbitro entre hipótesis en conflicto, muchos científicos tienden a mostrar desconfianza a la hora de describir su propio asombro ante la aparición de una gran hipótesis. Es una lástima, porque esos raros momentos de exultación humanizan y hacen menos misterioso el comportamiento científico.
Nadie puede ser totalmente abierto o completamente escéptico.
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Todos debemos trazar la línea en alguna parte. Un antiguo proverbio chino advierte: «Es mejor ser demasiado crédulo que demasiado escéptico», pero eso viene de una sociedad extremadamente conservadora en la que se primaba mucho más la estabilidad que la libertad y en la que los gobernantes tenían un poderoso interés personal en no ser desafiados. Creo que la mayoría de los científicos dirían: «Es mejor ser demasiado escépticos que demasiado crédulos.» Pero ninguno de los dos caminos es fácil. El escepticismo responsable, minucioso y riguroso requiere un hábito de pensamiento cuyo dominio exige práctica y preparación. La credulidad —creo que aquí es mejor la palabra «apertura mental» o «asombro»— tampoco llega fácilmente. Si realmente queremos estar abiertos a ideas antiintuitivas en física, organización social o cualquier otra cosa, debemos entenderlas. No tiene ningún valor estar abierto a una proposición que no entendemos.
Tanto el escepticismo como el asombro son habilidades que requieren atención y práctica. Su armonioso matrimonio dentro de la mente de todo escolar debería ser un objetivo principal de la educación pública. Me encantaría ver una felicidad tal retratada en los medios de comunicación, especialmente la televisión: una comunidad de gente que aplicara realmente la mezcla de ambos casos—llenos de asombro, generosamente abiertos a toda idea sin rechazar nada si no es por una buena razón pero, al mismo tiempo, y como algo innato, exigiendo niveles estrictos de prueba— y aplicara los estándares al menos con tanto rigor hacia lo que les gusta como a lo que se sienten tentados a rechazar.
...el viento levanta polvo porque intenta soplar, llevándose nuestras huellas.
Ejemplos de folclore bosquimano, W. H. I. B
LEEK
y L. C. LL
OYD
,
recopiladores, L. C. LL
OYD
, editor (1911)
"...cada vez que un salvaje rastrea la caza emplea una minuciosidad de observación y una precisión de razonamiento inductivo y deductivo que, aplicado a otros asuntos, le darían una reputación de hombre de ciencia... el trabajo intelectual de un «buen cazador o guerrero» supera de manera considerable el de un inglés ordinario.
T
HOMAS
H. H
UXLEY
,
Collected Essays
, vol. II
Darviniana: Essays
(Londres, Macmillan, 1907), pp.175-176 [de «Mr. Darwin's Critics» (1871)]
¿P
or qué tanta gente encuentra que la ciencia es difícil de aprender y difícil de enseñar? He intentado sugerir algunas razones: su precisión, sus aspectos antiintuitivos y perturbadores, la perspectiva de mal uso, su independencia de la autoridad, y así sucesivamente. Pero ¿hay algo más en el fondo? Alan Cromer es un profesor de física de la Universidad del Nordeste de Boston que se sorprendió al encontrar tantos estudiantes incapaces de entender los conceptos más elementales en su clase de física. En
Sentido poco común: la naturaleza herética de la ciencia
(1993), Cromer propone que la ciencia es difícil porque es nueva. Nosotros, una especie que tiene unos cientos de miles de años de antigüedad, descubrimos el método científico hace sólo unos siglos, dice. Como la escritura, que tiene sólo unos milenios de antigüedad, todavía no le hemos cogido el truco... o al menos no sin un estudio muy serio y atento.
Cromer sugiere que, de no haber sido por una improbable concatenación de acontecimientos históricos, nunca habríamos inventado la ciencia:
Esta hostilidad hacia la ciencia, a la vista de sus triunfos y beneficios obvios, es... prueba de que es algo que se encuentra fuera del desarrollo humano normal, quizá un accidente.
La civilización china inventó los tipos móviles, la pólvora, el cohete, la brújula magnética, el sismógrafo y las observaciones sistemáticas de los cielos. Los matemáticos hindúes inventaron el cero, la clave de la aritmética posicional y por tanto de la ciencia cuantitativa. La civilización azteca desarrolló un calendario mucho mejor que el de la civilización europea que la invadió y destruyó; pudieron predecir mejor, y durante períodos más largos, dónde estarían los planetas. Pero ninguna de estas civilizaciones, afirma Cromer, había desarrollado el método escéptico, inquisitivo y experimental de la ciencia. Todo eso vino de la antigua Grecia:
El desarrollo del pensamiento objetivo por parte de los griegos parece haber requerido una serie de factores culturales específicos. Primero estaba la asamblea, donde los hombres aprendieron por primera vez a convencerse unos a otros mediante un debate racional. En segundo lugar había una economía marítima que impedía el aislamiento y el provincianismo. En tercer lugar estaba la existencia de un extenso mundo de habla griega por el cual podían vagar viajeros y académicos. En cuarto lugar, la existencia de una clase comercial independiente que podía contratar a sus propios maestros. En quinto lugar, la Ilíada y la Odisea, obras maestras de la literatura que son en sí mismas el epítome del pensamiento racional liberal. En sexto lugar, una religión literaria no dominada por los curas. Y en séptimo lugar, "la persistencia de esos factores durante mil años.