Siempre que pienso en alguno de estos descubrimientos siento un escalofrío de entusiasmo. Se me acelera el corazón. No puedo evitarlo. La ciencia es una sorpresa y una delicia. Reconozco mi sorpresa cada vez que una nave espacial sobrevuela un nuevo mundo. Los científicos planetarios se preguntan a sí mismos: «Oh, ¿es así? ¿Cómo no se nos ocurrió?» Pero la naturaleza siempre es más sutil, más compleja, más elegante de lo que somos capaces de imaginar. Lo que es sorprendente, dadas nuestras limitaciones manifiestas, es que hayamos sido capaces de penetrar tanto en los secretos de la naturaleza.
Casi todos los científicos, en un momento de descubrimiento o comprensión súbita, han experimentado un asombro reverencial. La ciencia —la ciencia pura, no con alguna aplicación práctica sino por ella misma— es un asunto profundamente emocional para los que la practican, como lo es también para los no científicos que de vez en cuando se zambullen en ella con el fin de saber qué se ha descubierto recientemente.
Y, como en una historia de detectives, es una gozada formular las preguntas clave, trabajar con explicaciones alternativas y quizá incluso avanzar en el proceso de descubrimiento científico. Consideremos estos ejemplos, algunos muy sencillos, otros no, elegidos más o menos aleatoriamente:
¿P
OR QUÉ TIENE QUE SER TAN DIFÍCIL
para los científicos transmitir la ciencia? Algunos científicos —incluyendo algunos muy buenos— me dicen que les encantaría hacer divulgación, pero carecen de talento para ello. Dicen que saber y explicar no es lo mismo. ¿Cuál es el secreto?
Yo creo que sólo hay uno: no hablar al público en general como uno lo haría con sus colegas científicos. Hay términos que transmiten su significado al instante y con precisión a compañeros expertos. Uno puede encontrarse esas frases todos los días en el trabajo profesional, pero sólo sirven para confundir a una audiencia de no especialistas. Utilice el lenguaje más sencillo posible. Por encima de todo, recuerde lo que pensaba antes de entender usted mismo lo que está explicando. Recuerde los malentendidos en los que estuvo a punto de caer y señálelos explícitamente. Mantenga en mente con firmeza que hubo una época en la que no entendía nada de todo esto. Recapitule los primeros pasos que le llevaron de la ignorancia al conocimiento. Nunca olvide que la inteligencia natural está muy ampliamente distribuida en nuestra especie. Ciertamente, es el secreto de nuestro éxito.
El esfuerzo necesario es poco, los beneficios muchos. Entre los escollos potenciales está el exceso de simplificación, la necesidad de ahorrar calificaciones (y cuantificaciones), dar un mérito inadecuado a los muchos científicos implicados y trazar distinciones insuficientes entre analogía útil y realidad. Sin duda, deben buscarse soluciones de compromiso.
Cuanto más presentaciones de este tipo hace uno, más claro ve cuál de ellas funciona y cuál no. Hay una selección natural de metáforas, imágenes, analogías y anécdotas. Con el tiempo, uno encuentra que puede llegar casi a cualquier parte si camina por un sendero bien pavimentado que el público pueda recorrer. Luego puede adaptar las presentaciones a las necesidades de cada público determinado.
Como algunos editores y productores de televisión, hay científicos que creen que el público es demasiado ignorante o estúpido para entender la ciencia, que la empresa de la divulgación es fundamentalmente una causa perdida, o incluso que equivale a la confraternización, si no a la contribución directa, con el enemigo. Entre las muchas críticas que podrían hacerse de esta opinión —junto con su arrogancia insufrible y su ignorancia de toda una serie de ejemplos logrados de popularización de la ciencia— es que sólo sirve de confirmación personal. Y, para los científicos implicados, es contraproducente.
El apoyo a gran escala del gobierno a la ciencia es relativamente reciente, a partir de la segunda guerra mundial, aunque el mecenazgo de algunos científicos por parte de ricos y poderosos es mucho más antiguo. Con el final de la guerra fría se hizo prácticamente imposible seguir jugando la carta de la defensa nacional, que proporcionó apoyo a todo tipo de investigaciones científicas. Creo que, en parte sólo por esta razón, la mayoría de los científicos se sienten ahora cómodos con la idea de popularizar la ciencia. (Como casi todo el apoyo a la ciencia procede de los fondos públicos, la oposición de los científicos a una divulgación eficiente sería un extraño flirteo con el suicidio.) Es más probable que el público apoye lo que entiende y aprecia. No me refiero a escribir artículos para el
Scientific American,
por ejemplo, revista que leen los entusiastas de la ciencia y científicos de otros campos. Tampoco hablo sólo de dar cursos de introducción a no licenciados. Hablo de los esfuerzos por comunicar la sustancia y enfoque de la ciencia en los periódicos, revistas, radio y televisión, en conferencias para el público en general y en libros de texto de la escuela elemental, media y superior.
Desde luego, la divulgación debe seguir unas pautas de valoración determinadas. Es importante no crear confusión ni mostrarse paternalista. En ocasiones, al intentar estimular el interés público, los científicos han ido demasiado lejos... derivando por ejemplo conclusiones religiosas injustificadas. El astrónomo George Smoot comentó que descubrir pequeñas irregularidades en la radiación que dejó el big bang fue como «ver a Dios cara a cara». León Lederman, el físico laureado con el Premio Nobel, describió el bosón de Higgs, un bloque hipotético de creación de materia, como «la partícula de Dios», y así tituló un libro. (En mi opinión, todas son partículas de Dios.) Si el bosón de Higgs no existe, ¿queda desaprobada la hipótesis de Dios? El físico Frank Tipler propone que la informática en un futuro remoto demostrará la existencia de Dios y propiciará la resurrección de la carne.
Los periódicos y la televisión pueden producir chispas cuando nos dan una visión de la ciencia, y esto es muy importante. Pero —aparte del aprendizaje o las clases y seminarios bien estructurados— la mejor manera de popularizar la ciencia es a través de libros de texto, libros populares, CD-ROM y discos láser. Así uno puede reflexionar sobre ello, ir a su propio ritmo, repasar las partes difíciles, comparar textos, analizar en profundidad. Sin embargo, es importante hacerlo correctamente, y especialmente en las escuelas no suele ser así. Allí, como comenta el filósofo John Passmore, la ciencia se presenta a menudo
como una cuestión de aprender principios y aplicarlos con procedimientos de rutina. Se aprende de libros de texto, no leyendo las obras de grandes científicos, ni siquiera las contribuciones diarias a la literatura científica... El científico que empieza, a diferencia del humanista que empieza, no tiene contacto directo con el genio. Ciertamente... los cursos escolares pueden atraer a la ciencia al tipo erróneo de persona: chicos y chicas poco imaginativos a quienes les gusta la rutina.
Yo sostengo que la divulgación de la ciencia tiene éxito si, de entrada, no hace más que encender la chispa del asombro. Para ello basta con ofrecer una mirada a los descubrimientos de la ciencia sin explicar del todo cómo se lograron. Es más fácil reflejar el destino que el viaje. Pero, si es posible, los divulgadores deberían intentar hacer una crónica de los errores, falsos principios, puntos muertos y confusiones aparentemente sin remedio que aparecieron en el camino. Al menos de vez en cuando, deberíamos proporcionar la prueba y dejar que el lector extraiga su propia conclusión. Eso convierte la asimilación obediente de nuevo conocimiento en un descubrimiento personal. Cuando uno mismo hace el descubrimiento —aunque sea la última persona de la Tierra en ver la luz— no lo olvida nunca.
Cuando era joven me inspiraron los libros y artículos sobre ciencia popular de George Gamow, James Jeans, Arthur Eddington, J. B. S. Haldane, Julián Huxley, Rachel Carson y Arthur C. Clarke, todos ellos con una buena preparación y la mayoría importantes practicantes de la ciencia. La popularidad de los libros bien escritos, con una explicación buena y profundamente imaginativa de la ciencia que llegan al corazón además de la mente parece ser mayor que nunca en los últimos veinte años, y tampoco tiene precedentes el número y diversidad disciplinar de los científicos que escriben estos libros. Entre los mejores divulgadores científicos contemporáneos se me ocurren Stephen Jay Gouid, E. O. Wilson, Lewis Thomas y Richard Dawkins en biología; Steven Weinberg, Alan Lightmann y Kip Thorne en física; Roaid Hoffmann en química; y las primeras obras de Fred Hoyle en astronomía. Isaac Asimov escribió con capacidad acerca de todo. (Y aunque exige saber cálculo, la popularización de la ciencia más provocadora, excitante e inspiradora de las últimas décadas me parece el primer volumen de las
Conferencias de introducción a la física
de Richard Feynman.) A pesar de todo, está claro que los esfuerzos actuales no son proporcionales en absoluto con el bien público. Y, desde luego, si no sabemos leer, no podemos beneficiarnos de estas obras, por muy inspiradoras que sean.