Las nuevas generaciones crecieron creyendo que aquélla
era
su historia. Las generaciones anteriores empezaron a pensar que recordaban algo, una especie de síndrome de falsa memoria política. Los que conseguían acomodar sus recuerdos reales a lo que los líderes deseaban que creyeran, ejercitaban lo que Orwell describió como «doble moral». Los que no podían, los bolcheviques viejos que recordaban el papel periférico de Stalin en la Revolución y el central de Trotski, eran denunciados como traidores o pequeño-burgueses incorregibles, «trotskistas» o «trotsko-fascistas», encarcelados, torturados y, después de ser obligados a confesar su traición en público, ejecutados.
Es
posible —dado el control absoluto sobre los medios de comunicación y la policía— reescribir los recuerdos de cientos de millones de personas si hay una generación que lo asume. Casi siempre se hace para mejorar el control del poder que tienen los poderosos, o para servir al narcisismo, megalomanía o paranoia de los líderes nacionales. Obstaculiza la maquinaria de corrección de errores. Sirve para borrar de la memoria pública profundos errores políticos y garantizar de este modo su repetición eventual.
En nuestra época, con la fabricación de imágenes fijas realistas, películas y videocintas tecnológicamente a nuestro alcance, con la televisión en todos los hogares y el pensamiento crítico en declive, parece posible reestructurar la memoria social sin que la policía secreta tenga que prestar una atención especial. No quiero decir que cada uno de nosotros tenga una serie de recuerdos implantados en sesiones terapéuticas especiales por psiquiatras nombrados por el Estado, sino más bien que pequeños números de personas tendrán tanto control sobre las noticias, libros de historia e imágenes profundamente conmovedoras que propiciarán cambios importantes en las actitudes colectivas.
Vimos un pálido eco de lo que se puede hacer ahora en 1990-1991, cuando Saddam Hussein, el autócrata de Iraq, efectuó una transición súbita en la conciencia americana y pasó de ser un oscuro casi aliado —al que se entregaban mercancías, alta tecnología, armas, e incluso datos de satélites de investigación— a ser un monstruo esclavizador que amenazaba al mundo. Personalmente no siento ninguna admiración por el señor Hussein, pero es asombroso lo de prisa que pudo pasar de ser alguien de quien prácticamente ningún americano había oído hablar a encarnar todos los males. En estos momentos, el aparato encargado de generar indignación está ocupado en otras cosas. ¿Hasta qué punto podemos confiar en que el poder de dirigir y determinar la opinión pública resida siempre en manos responsables?
Otro ejemplo contemporáneo es la «guerra» contra las drogas, en la que el gobierno y grupos cívicos con generosa financiación distorsionan sistemáticamente e incluso inventan pruebas científicas de efectos adversos (especialmente de la marihuana) e impiden que un funcionario público plantee siquiera el tema para discutirlo abiertamente. Pero es difícil mantener siempre ocultas verdades históricas poderosas. Se descubren nuevas fuentes de datos. Aparecen nuevas generaciones de historiadores, menos marcados ideológicamente. A finales de la década de los ochenta y aun antes, Ann Druyan y yo introdujimos clandestinamente en la Unión Soviética ejemplares de la
Historia de la Revolución rusa
de Trotski para que nuestros colegas pudieran saber algo de sus propios orígenes políticos. En el quincuagésimo aniversario del asesinato de Trotski (un asesino enviado por Stalin le abrió la cabeza con un piolet),
Investía
pudo ensalzar a Trotski como «un gran revolucionario irreprochable»
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y una publicación comunista alemana llegó a describirle como
un hombre que luchó por todos los que amamos la civilización humana, para los que esta civilización es nuestra nacionalidad. Su asesino... intentó, matándole a él, matar a esta civilización... Jamás un piolet había destrozado un cerebro humano más valioso y bien organizado.
Entre las tendencias que trabajan al menos marginalmente por la implantación de una serie muy limitada de actitudes, recuerdos y opiniones se incluye el control de las principales cadenas de televisión y los periódicos por un pequeño número de empresas e individuos poderosos con una motivación similar, la desaparición de los periódicos competitivos en muchas ciudades, la sustitución del debate sustancial por la sordidez de las campañas políticas y la erosión episódica del principio de la separación de poderes. Se estima (según el experto en medios de comunicación americano Ben Bagdikian) que menos de dos docenas de corporaciones controlan más de la mitad «del negocio global de diarios, revistas, televisión, libros y películas». Tendencias como la proliferación de canales de televisión por cable, las llamadas telefónicas baratas a larga distancia, las máquinas de fax, las redes y boletines informáticos, la autoedición a bajo precio por ordenador y los ejemplos de programas universitarios de profesiones liberales tradicionales podrían trabajar en la dirección opuesta.
Es difícil saber en qué va a acabar todo.
El escepticismo tiene por función ser peligroso. Es un desafío a las instituciones establecidas. Si enseñamos a todo el mundo, incluyendo por ejemplo a los estudiantes de educación secundaria, unos hábitos de pensamiento escéptico, probablemente no limitarán su escepticismo a los ovnis, los anuncios de aspirinas y los profetas canalizados de 35 000 años. Quizá empezarán a hacer preguntas importantes sobre las instituciones económicas, sociales, políticas o religiosas. Quizá desafiarán las opiniones de los que están en el poder. ¿Dónde estaremos entonces?
E
L ETNOCENTRISMO, LA XENOFOBIA Y EL NACIONALISMO
están actualmente en boga en muchas partes del mundo. La represión gubernamental de puntos de vista impopulares todavía está muy extendida. Se inculcan recuerdos falsos o engañosos. Para los defensores de estas actitudes, la ciencia es perturbadora. Exige acceso a verdades que son prácticamente independientes de tendencias étnicas o culturales. Por su naturaleza, la ciencia trasciende las fronteras nacionales. Si se pone a trabajar a los científicos del mismo campo de estudio juntos en una sala, aunque no compartan un idioma común, encontrarán una manera de comunicarse. La ciencia en sí es un lenguaje transnacional. Los científicos tienen una actitud natural cosmopolita y son más conscientes de los esfuerzos que se hacen por dividir a la familia humana en muchas facciones pequeñas y enfrentadas. «No existe la ciencia nacional —dijo el dramaturgo ruso Antón Chéjov—, como no existe la tabla de multiplicar nacional.» (Por lo mismo, para muchos no existe algo llamado religión nacional, aunque la religión del nacionalismo tenga millones de partidarios.)
En cantidades desproporcionadas, se encuentran científicos en las filas de los críticos sociales (o, menos caritativamente, «disidentes») que desafían las políticas y los mitos de sus propias naciones. Me vienen a la mente sin esfuerzo los nombres heroicos de los físicos Andréi Sajárov
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en la antigua Unión Soviética, Albert Einstein y Leo Szilard en Estados Unidos, y Fang Lizhu en China: el primero y el último arriesgando sus vidas. Los científicos, especialmente después de la invención de las armas nucleares, han sido retratados como cretinos éticos. Eso es una injusticia si se tiene en cuenta a todos los que, a veces con un riesgo personal considerable, han levantado la voz contra la mala aplicación de la ciencia y la tecnología en sus propios países.
Por ejemplo, el químico Linus Pauling (1901-1994), el mayor responsable del Tratado de Prohibición de Pruebas Limitadas de 1963, que detuvo las explosiones sobre tierra de armas nucleares por parte de Estados Unidos, la Unión Soviética y el Reino Unido. Montó una apasionada campaña poniendo de relieve los daños morales con datos científicos, más creíbles por el hecho de haber sido él mismo laureado con el Nobel. En la prensa norteamericana se le solía difamar por sus quejas y, en la década de los cincuenta, el Departamento de Estado le retiró el pasaporte por considerar insuficientes sus muestras de anticomunismo. Se le concedió el Premió Nobel por la aplicación de ideas de mecánica cuántica —las resonancias y lo que se llama hibridación de orbitales— para explicar la naturaleza del enlace químico que une los átomos para formar moléculas. Esas ideas son ahora el pan y la sal de la química moderna. Pero, en la Unión Soviética, la obra de Pauling sobre química estructural fue denunciada por incompatibilidad con el materialismo dialéctico y declarada inaccesible para los químicos soviéticos.
Impasible ante estas críticas de Oriente y Occidente —en realidad, ni siquiera afectado—, siguió haciendo un trabajo monumental sobre el funcionamiento de los anestésicos, identificó la causa de la anemia falciforme (la sustitución de un único nucleótido en el ADN) y mostró cómo podía leerse la historia evolutiva de la vida comparando los ADN de varios organismos. Pauling seguía de cerca la pista de la estructura del ADN; Watson y Crick se apresuraban para llegar antes que él. El veredicto sobre su valoración de la vitamina C aparentemente sigue abierto. «Este hombre es un verdadero genio», fue el juicio de Albert Einstein.
En toda esta época siguió trabajando por la paz y la amistad. Cuando Ann y yo preguntamos a Pauling cuáles eran las raíces de su dedicación a temas sociales, nos dio una respuesta memorable: «Necesito ser digno del respeto de mi esposa», Helen Ava Pauling. Ganó un segundo Premio Nobel, éste de la paz, por su trabajo en la prohibición de las pruebas nucleares, convirtiéndose en la única persona de la historia que ha ganado dos premios Nobel en solitario.
Algunos opinaban que a Pauling le gustaba armar líos. Los que ven con malos ojos los cambios sociales pueden sentir la tentación de mirar con sospecha la ciencia como tal. Tendemos a pensar que la tecnología es segura, que está realmente guiada y controlada por la industria y el gobierno. Pero la ciencia pura, la ciencia por sí misma, la ciencia como curiosidad, la ciencia que nos podría llevar a cualquier parte y a desafiar cualquier cosa, eso es otra historia. Algunas áreas de ciencia pura son el único camino hacia las futuras tecnologías —es cierto—, pero las actitudes de la ciencia, si se aplican ampliamente, pueden percibirse como peligrosas. A través de los salarios, la presión social y la distribución de prestigio y premios, las sociedades tienden a colocar a todos los científicos en un terreno medio seguro y razonable... entre la escasez de progreso tecnológico a largo plazo y el exceso de crítica social a corto plazo.
A diferencia de Pauling, muchos científicos consideran que su trabajo es la ciencia, definida con exclusión, y creen que involucrarse en la crítica política o social no es sólo una distracción de la vida científica sino incluso antitético a ella. Como hemos mencionado antes, durante el «Proyecto Manhattan», el intento exitoso de Estados Unidos en la segunda guerra mundial de construir armas nucleares antes que los nazis, algunos científicos participantes empezaron a mostrar reservas, más evidentes cuanto más claro se hizo lo inmensamente poderosas que eran las armas. Algunos de ellos, como Leo Slizard, James Franck, Harold Urey y Robert R. Wilson, intentaron llamar la atención de los líderes políticos y el público (especialmente después de la derrota de los nazis) sobre los peligros de la carrera armamentística que se avecinaba, y que era fácil presagiar, con la Unión Soviética. Otros argüían que los problemas políticos estaban fuera de su jurisdicción. «Me pusieron en la Tierra para hacer algunos descubrimientos —dijo Enrico Fermi—, y no es asunto mío lo que puedan hacer con ellos los políticos.» Pero, con todo, Fermi quedó tan abrumado con los peligros del arma termonuclear que defendía Edward Teller que firmó un famoso documento que apremiaba a Estados Unidos a no construir lo que llamaban el «diablo».
Jeremy Stone, presidente de la Federación de Científicos Americanos, ha descrito a Teller —cuyos esfuerzos por justificar las armas termonucleares he contado en un capítulo anterior— con estas palabras:
Edward Teller... insistía, al principio por razones intelectuales personales y más tarde por razones geopolíticas, en que se construyera una bomba de hidrógeno. Usando la táctica de la exageración e incluso las calumnias, manipuló con éxito el proceso de estrategia política durante cinco décadas denunciando todo tipo de medidas de control de armas y promoviendo programas de escalada en la carrera armamentística de muchos tipos.
La Unión Soviética, al enterarse de su proyecto de bomba H, construyó su propia bomba H. Como consecuencia directa de la personalidad inusual de este individuo particular y del poder de la bomba H, el mundo se podría haber arriesgado a un nivel de aniquilación que de otro modo quizá no se hubiera revelado o hubiera surgido más tarde y bajo mejores controles políticos.
En todo caso, ningún científico había tenido nunca mayor influencia en los riesgos que ha corrido la humanidad que Edward Teller, y la actitud general de Teller en toda la carrera armamentística es reprensible...
La fijación de Edward Teller con la bomba H podría haberle llevado a hacer más para poner en peligro la vida de este planeta que ningún otro individuo de nuestra especie...
Comparados con Teller, los líderes de la ciencia atómica occidental no eran más que bebés en el campo de la política, ya que su liderazgo estaba determinado por su capacidad profesional y no, como en este caso, por su capacidad política.
Mi propósito aquí no es castigar a un científico por sucumbir a las pasiones humanas, sino reiterar este nuevo imperativo: los poderes sin precedentes que la ciencia pone ahora a nuestra disposición deben ir acompañados de una gran atención ética y preocupación por parte de la comunidad científica... además de una educación pública basada fundamentalmente en la importancia de la ciencia y la democracia.
No es función de nuestro gobierno impedir que el ciudadano cometa un error; es función del ciudadano, impedir que el gobierno cometa un error.
Corte Suprema de Justicia de Estados Unidos,
R
OBERT
H. J
ACKSON
, 1950
E
s un hecho de la vida en nuestro pequeño planeta asediado que la tortura, el hambre y la irresponsabilidad criminal gubernamental son mucho más fáciles de encontrar en gobiernos tiránicos que en los democráticos. ¿Por qué? Porque los gobernantes de los segundos tienen muchas más probabilidades de ser echados del cargo por sus errores que los de los primeros. Es un mecanismo de corrección de errores en política.