Los métodos de la ciencia —con todas sus imperfecciones— se pueden usar para mejorar los sistemas sociales, políticos y económicos, y creo que eso es cierto cualquiera que sea el criterio de mejora que se adopte. ¿Cómo puede ser así si la ciencia se basa en el experimento? Los humanos no son electrones o ratas de laboratorio. Pero todas las actas del Congreso, todas las decisiones del Tribunal Supremo, todas las directrices presidenciales de seguridad nacional, todos los cambios en el tipo de interés son un experimento. Cualquier cambio en política económica, el aumento o reducción de financiación del programa
Head Start,
el endurecimiento de las sentencias penales, es un experimento. Establecer el cambio de jeringuillas usadas, poner condones a disposición del público o despenalizar la marihuana son experimentos. No hacer nada para ayudar a Abisinia contra Italia, o para impedir que la Alemania nazi invadiera la tierra del Rin, fue un experimento. El comunismo en la Europa del Este, la Unión Soviética y China fue un experimento. La privatización de la atención de la salud mental o de las cárceles es un experimento. La considerable inversión de Japón y Alemania Occidental en ciencia y tecnología y casi nada en defensa —y como resultado el auge de sus economías— fue un experimento. En Seattle era posible comprar pistolas para autoprotección, pero no en el cercano Vancouver, en Canadá; los asesinatos con pistola son cinco veces más comunes y la tasa de suicidio con pistola diez veces mayor en Seattle: las pistolas facilitan el asesinato impulsivo. Eso también es un experimento. En casi todos esos casos no se realizan experimentos de control adecuados, o las variables no están suficientemente separadas. Sin embargo, hasta cierto grado a menudo útil, las ideas políticas se pueden probar. Sería una gran pérdida ignorar los resultados de los experimentos sociales porque parecen ideológicamente desagradables.
No hay ninguna nación en la Tierra que se encuentre en condiciones óptimas para encarar el siglo XXI. Nos enfrentamos a abundantes problemas sutiles y complejos. Por tanto, necesitamos soluciones sutiles y complejas. Como no hay una teoría deductiva de la organización social, nuestro único recurso es el experimento científico: poner a prueba a veces a pequeña escala (comunidad, ciudad y a nivel estatal, por ejemplo) una amplia serie de alternativas. Uno de los beneficios del cargo de primer ministro en China en el siglo V a. J.C. era que podía construir un Estado modelo en su distrito o provincia natal. El principal fracaso de la vida de Confucio, según lamentaba él mismo, fue que él nunca lo intentó.
Un simple escrutinio superficial de la historia revela que los humanos tenemos una triste tendencia a cometer los mismos errores una y otra vez. Nos dan miedo los extraños o cualquiera que sea un poco diferente de nosotros. Cuando nos asustamos, nos ponemos a empujar a la gente de nuestro alrededor. Tenemos resortes fácilmente accesibles que liberan poderosas emociones cuando se pulsan. Podemos ser manipulados hasta el más profundo sinsentido por políticos inteligentes. Se nos presenta el tipo de líder correcto y, como los pacientes más sugestionables de los hipnoterapeutas, haremos gustosamente todo lo que él quiera... hasta cosas que sabemos que son erróneas. Los redactores de la Constitución eran estudiantes de historia. Conscientes de la condición humana, intentaron inventar un medio para mantenernos libres a pesar de nosotros mismos.
Los que se oponían a la Constitución de Estados Unidos insistían en que nunca funcionaría; que era imposible una forma de gobierno republicano que abarcara una tierra con «climas, economías, morales, políticas y pueblos tan distintos», como dijo el gobernador George Clinton de Nueva York; que un gobierno y una Constitución así, como declaró Patrick Henry de Virginia, «contradicen toda la experiencia del mundo». De todos modos, se intentó el experimento.
Los descubrimientos y las actitudes científicas eran comunes entre los que inventaron a Estados Unidos. La autoridad suprema, por encima de cualquier opinión personal, libro o revelación —como dice la Declaración de la Independencia— eran «las leyes de la naturaleza y del Dios de la naturaleza». Benjamín Franklin era venerado en Europa y América como fundador del nuevo campo de la física eléctrica. En la Convención Constitucional de 1789, John Adams apeló repetidamente a la analogía del equilibrio mecánico en las máquinas; otros al descubrimiento de William Harvey de la circulación de la sangre. Adams, más adelante, escribió: «Todos los humanos son químicos de la cuna a la tumba... El Universo Material es un experimento químico.» James Madison utilizó metáforas químicas y biológicas en
The Federalist Papers.
Los revolucionarios americanos eran criaturas de la Ilustración europea, que proporciona unos antecedentes esenciales para entender los orígenes y el propósito de Estados Unidos.
«La ciencia y sus corolarios filosóficos», escribía el historiador americano Clinton Rossiter,
fueron quizá la fuerza intelectual más importante en la formación del destino de la América del siglo XVIII... Franklin era sólo uno entre un gran número de colonos con visión de futuro que reconocieron la relación del método científico con el procedimiento democrático. Investigación libre, intercambio libre de información, optimismo, autocrítica, pragmatismo, objetividad... todos esos ingredientes de la república en ciernes estaban ya en vigor en la república de la ciencia que floreció en el siglo XVIII.
T
HOMAS JEFFERSON ERA UN CIENTÍFICO
. Así es como se definía él mismo. Cuando uno visita su casa en Monticello, Virginia, sólo atravesar el portal encuentra pruebas por doquier de su interés científico, no sólo en su inmensa y variada biblioteca, sino en las máquinas copiadoras, puertas automáticas, telescopios y otros instrumentos, algunos de ellos justo en el filo de la tecnología de principios del siglo XIX. Algunos los inventó, otros los copió, otros los adquirió. Comparó las plantas y los animales de América y Europa, descubrió fósiles, utilizó el cálculo en el diseño de un nuevo arado. Dominó la física newtoniana. La naturaleza le destinaba, según decía él, a ser científico, pero no existía la oportunidad de dedicarse a la ciencia en la Virginia prerrevolucionaria. Necesidades más apremiantes pasaron a primer plano. Se metió de lleno en los acontecimientos históricos que se sucedían a su alrededor. Una vez alcanzada la independencia, decía, las siguientes generaciones podrían dedicarse a la ciencia y el academicismo.
Jefferson fue uno de mis primeros héroes, no por sus intereses científicos (aunque le ayudaron mucho a moldear su filosofía política) sino porque él, casi más que nadie, fue responsable de la extensión de la democracia por todo el mundo. La idea —asombrosa, radical y revolucionaria en la época (en muchos lugares del mundo todavía lo es)— es que ni los reyes, ni los curas, ni los alcaldes de grandes ciudades, ni los dictadores, ni una camarilla militar, ni una conspiración de facto de gente rica, sino la gente ordinaria, en trabajo conjunto, deben gobernar las naciones. Jefferson no fue sólo un teórico importante de esta causa; estuvo involucrado en ella en el aspecto más práctico, ayudando a plasmar el gran experimento político americano que ha sido admirado y emulado en todo el mundo desde entonces.
Murió en Monticello el 4 de julio de 1826, exactamente cincuenta años después del día que las colonias emitieron aquel documento sensacional, escrito por Jefferson, llamado Declaración de Independencia. Fue denunciado por conservadores de todo el mundo: la monarquía, la aristocracia y la religión avalada por el Estado... eso era lo que defendían entonces los conservadores. En una carta compuesta unos días antes de su muerte, escribió que la «luz de la ciencia» había demostrado que «la masa de la humanidad no ha nacido con la silla de montar a la espalda», y que tampoco unos pocos privilegiados nacían «con botas y espuelas». Había escrito en la Declaración de Independencia que todos debemos tener las mismas oportunidades, los mismos derechos «inalienables». Y aunque la definición de «todos» en 1776 era vergonzosamente incompleta, el espíritu de la Declaración era lo bastante generoso como para que hoy en día el «todos» abarque mucho más.
Jefferson era un estudioso de la historia, no sólo la historia acomodaticia y segura que alaba nuestra propia época, país o grupo étnico, sino la historia real de los humanos reales, nuestras debilidades además de nuestras fuerzas. La historia le enseñó que los ricos y poderosos roban y oprimen si tienen la más mínima oportunidad. Describió los gobiernos de Europa, a los que pudo contemplar con sus propios ojos como embajador americano en Francia. Decía que bajo la pretensión de gobierno, habían dividido a sus naciones en dos clases: lobos y ovejas. Jefferson enseñó que todo gobierno se degenera cuando se deja solos a los gobernantes, porque éstos —por el mero hecho de gobernar— hacen mal uso de la confianza pública. El pueblo en sí, decía, es la única fuente prudente de poder.
Pero le preocupaba que el pueblo —y el argumento se encuentra ya en Tucídides y Aristóteles— se dejase engañar fácilmente. Por eso defendía políticas de seguridad, de salvaguardia. Una era la separación constitucional de los poderes; de ese modo, varios grupos que defendieran sus propios intereses egoístas se equilibrarían unos a otros e impedirían que ninguno de ellos acabase con el país: las ramas ejecutiva, legislativa y judicial; la Cámara de Representantes y el Senado; los estados y el gobierno federal. También subrayó, apasionada y repetidamente, que era esencial que el pueblo entendiera los riesgos y beneficios del gobierno, que se educara e implicara en el proceso político. Sin él, decía, los lobos lo engullirían todo. Así lo expresó en
Notas sobre Virginia,
subrayando que es fácil para los poderosos y sin escrúpulos encontrar zonas de explotación vulnerables:
En todo gobierno sobre la tierra hay algún rastro de debilidad humana, algún germen de corrupción y degeneración que la astucia descubrirá y la malicia abrirá, cultivará y mejorará de manera imperceptible. Todo gobierno degenera cuando se confía sólo a los gobernantes del pueblo. El propio pueblo es por tanto el único depositario seguro. Y, para que tenga seguridad, debe cultivarse el pensamiento...
Jefferson tuvo poco que ver con la redacción final de la Constitución de Estados Unidos; cuando se estaba gestando, él ocupaba el cargo de embajador americano en Francia. Le satisfizo la lectura del documento, con dos reservas. Una deficiencia: no se ponía límite al número de períodos que podía gobernar un presidente. Eso, temía Jefferson, propiciaba que un presidente se convirtiera en rey de facto, si no legalmente. La otra gran deficiencia era la ausencia de una declaración de derechos. El ciudadano —la persona media— no estaba bastante protegida, pensaba Jefferson, de los inevitables abusos de poder de los que lo ejercen.
Defendió la libertad de expresión, en parte para que se pudieran expresar incluso las opiniones más impopulares con el fin de poder ofrecer a consideración desviaciones de la sabiduría convencional. Personalmente era un hombre de lo más amistoso, poco dispuesto a criticar ni siquiera a sus enemigos más encarnizados. En el vestíbulo de Monticello exhibía un busto de su archiadversario Alexander Hamilton. A pesar de todo, creía que el hábito del escepticismo era un requisito esencial para una ciudadanía responsable. Argüía que el coste de la educación es trivial comparado con el coste de la ignorancia, de dejar el gobierno a los lobos. Creía que el país sólo está seguro cuando gobierna el pueblo.
Parte de la obligación del ciudadano es no dejarse intimidar ni resignarse al conformismo. Desearía que el juramento de ciudadanía que se toma a los inmigrantes, y la oración que los estudiantes recitan diariamente incluyera algo así como: «Prometo cuestionar todo lo que me digan mis líderes.» Sería un equivalente real del argumento de Thomas Jefferson. «Prometo utilizar mis facultades críticas. Prometo desarrollar mi independencia de pensamiento. Prometo educarme para poder hacer mi propia valoración.»
También me gustaría que se jurase la lealtad a la Constitución y la Declaración de Derechos, como hace el presidente al jurar el cargo, en lugar de a la bandera y la nación.
Si pensamos en los fundadores de Estados Unidos —Jefferson, Washington, Samuel y John Adams, Madison y Monroe, Benjamín Franklin, Tom Paine y muchos otros—, nos encontramos con una lista de al menos diez y puede que incluso docenas de grandes líderes políticos. Eran cultos. Siendo productos de la Ilustración europea, eran estudiosos de la historia. Conocían la falibilidad, debilidad y corrupción humanas. Hablaban el inglés con fluidez. Escribían sus propios discursos. Eran realistas y prácticos y, al mismo tiempo, estaban motivados por altos principios. No tenían que comprobar las encuestas para saber qué pensar aquella semana. Sabían qué pensar. Se sentían cómodos pensando a largo plazo, planificando incluso más allá de la siguiente elección. Eran autosuficientes, no necesitaban una carrera de políticos ni formar grupos de presión para ganarse la vida. Eran capaces de sacar lo mejor que había en nosotros. Les interesaba la ciencia y, al menos dos de ellos, la dominaban. Intentaron trazar un camino para Estados Unidos hasta un futuro lejano, no tanto estableciendo leyes como fijando los límites del tipo de leyes que se podían aprobar.
La Constitución y su Declaración de Derechos han resultado francamente buenas y, a pesar de la debilidad humana, han constituido una máquina capaz, casi siempre, de corregir su propia trayectoria.
En aquella época había sólo dos millones y medio de ciudadanos de Estados Unidos. Hoy somos unas cien veces más. Es decir, si entonces había diez personas del calibre de Thomas Jefferson, ahora debería haber 10 x 100= 1 000 Thomas Jefferson. ¿Dónde están?
U
NA RAZÓN POR LA QUE LA CONSTITUCIÓN
es un documento osado y valiente es que permite el cambio continuo, hasta de la forma de gobierno, si el pueblo lo desea. Como nadie dispone de la sabiduría suficiente para prever qué ideas responderán a las necesidades sociales más apremiantes —aunque sean contrarias a la intuición y hayan causado preocupación en el pasado— este documento intenta garantizar la expresión más plena y libre de las opiniones.
Desde luego, eso tiene un precio. La mayoría de nosotros defendemos la libertad de expresión cuando vemos un peligro de que se supriman nuestras opiniones. Sin embargo, no nos preocupa tanto cuando opiniones que despreciamos encuentran de vez en cuando un poco de censura. Pero, dentro de ciertas circunstancias estrechamente circunscritas —el famoso ejemplo del juez de paz Oliver Wendell Holmes era crear el pánico gritando «fuego» en un teatro lleno sin ser verdad—, se permiten grandes libertades en Estados Unidos.