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Authors: Karin Slaughter

Tags: #Intriga, Policíaco

El número de la traición (16 page)

BOOK: El número de la traición
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—Su marido era policía —dijo—. Parece que murió en acto de servicio. Espero que frieran al cabrón en la silla.

—¿El marido de quién?

Will sabía perfectamente de quién estaba hablando.

—El de Sara Linton. La médica-bailarina.

Will aparcó y apagó el motor.

—Le pedí a Charlie que nos esperara para que podamos echar un vistazo a la casa. —Sacó dos pares de guantes de látex del bolsillo de su chaqueta y le pasó uno a Faith—. Imagino que estará todo en cajas por la mudanza, pero nunca se sabe.

Faith se bajó del coche. Charlie tendría que precintar la casa en cuanto empezara a recoger pruebas. Si dejaba que echaran un vistazo antes, no tendrían que esperar a que procesaran todas las pruebas para empezar a seguir las posibles pistas.

—Hola, chicos —gritó Charlie, en tono casi jovial, saludándoles con la mano. Señaló las bolsas de basura—. Llegáis justo a tiempo. Cuando llegamos, los de Goodwill estaban a punto de llevárselas.

—¿Qué tenéis?

Les señaló las etiquetas que había en las bolsas.

—La mayor parte es ropa, menaje de cocina, unas licuadoras viejas…, ese tipo de cosas —dijo esbozando una sonrisa—. Un descanso después de haber estado en ese espeluznante agujero.

—¿Cuándo crees que tendremos los resultados de las pruebas que recogiste en la cueva? —preguntó Will.

—Amanda les ha dicho que tiene prioridad absoluta. Había un montón de mierda ahí abajo, en sentido literal y también metafórico. Hemos dado preferencia a las pruebas que consideramos más importantes. Ya sabéis que el ADN de los fluidos tardará cuarenta y ocho horas; las huellas las están metiendo en el ordenador directamente. Si hay alguna prueba decisiva ahí abajo, lo sabremos mañana por la mañana, a más tardar. —Simuló un teléfono con la mano y se la llevó a la oreja—. Seréis los primeros en enteraros.

Will señaló las bolsas de basura.

—¿Habéis encontrado algo que nos sea útil?

Charlie le pasó un paquete de cartas. Will le quitó la goma y miró los sobres uno por uno antes de pasárselos a Faith.

—El matasellos es reciente —comentó. Le resultaba casi imposible descifrar las palabras, pero leía los números sin problemas; era una de sus muchas argucias para disimular su problema. Además, se le daba bien reconocer los logos de las empresas—. La factura del gas, la de la luz, la de televisión por cable…

Faith leyó en voz alta el nombre del destinatario.

—Gwendolyn Zabel. Un nombre anticuado pero muy bonito.

—Como Faith —dijo Will, y a ella le sorprendió oír de sus labios un comentario tan personal. Él se apresuró a desviar su atención—. Y vivía en una casa anticuada pero muy bonita.

«Bonito» no era el adjetivo que hubiera utilizado Faith para describir aquel pequeño bungaló, pero sí tenía un aire muy pintoresco con sus tablillas grises y sus adornos rojos. La casa no había sido reformada, ni siquiera se habían hecho trabajos de mantenimiento. Los canalones estaban combados por el peso de las hojas acumuladas durante años y, desde lejos, el tejado parecía el lomo de un camello. El césped estaba cortado con pulcritud, pero no estaban los parterres ni los setos esculpidos tan típicos de los jardines de Atlanta. Menos una, todas las demás casas de la calle habían añadido una planta más o habían sido directamente derribadas a fin de dejar libre la parcela para una mansión. La de Gwendolyn Zabel debía de ser una de las últimas casas de la zona que aún conservaban intacto su aspecto original; la única con dos dormitorios y un solo baño. Faith se preguntó si los vecinos se habrían alegrado de que la anciana se mudara. Su hija debía de estar encantada de poder embolsarse el cheque de la venta. Una casa como esa debía de haber costado unos treinta mil dólares cuando se construyó. Ahora, solo la parcela debía de valer alrededor de medio millón.

—¿Habéis tenido que desmontar la cerradura? —le preguntó Will a Charlie.

—La puerta no estaba cerrada con llave. Los chicos y yo hemos echado un vistazo por los alrededores y no hemos visto nada raro, pero si surge algo seréis los primeros en saberlo. —Charlie señaló el montón de basura que tenía delante—. Esto es solo la punta del iceberg. Tenemos trabajito para rato.

Will y Faith intercambiaron miradas de camino a la casa. Inman Park estaba lejos de Mayberry; nadie dejaba la puerta abierta a menos que esperara una indemnización de su seguro.

Faith abrió la puerta principal, y cruzar el umbral fue como viajar a los años setenta. La moqueta verde tenía el pelo tan largo que casi le cubría las deportivas, y el papel irisado de las paredes le recordó con mucha delicadeza que había engordado siete kilos en el último mes.

—¡Uau! —exclamó Will, echando un vistazo rápido a la habitación. Había una ingente cantidad de porquerías por todas partes: pilas de periódicos viejos, libros encuadernados en rústica, revistas—. No puede ser bueno para la salud vivir aquí.

—Imagínate la pinta que debía de tener antes de que sacaran todo lo que hay afuera. —Faith cogió un exprimidor oxidado que había en lo alto de una pila de números atrasados de la revista
Life
—. A algunos ancianos les da por coleccionar toda clase de cosas. Y una vez que empiezan, ya no saben parar.

—Esto es una locura —dijo Will, acariciando una pila de
singles
de vinilo. Una nube de polvo se disolvió en el cargado aire de la habitación.

—La casa de mi abuela era peor que esta —le contó Faith—. Tardamos una semana entera en poder pasar al otro lado de la cocina.

—¿Qué es lo que lleva a alguien a hacer algo así?

—No lo sé.

Su abuelo había muerto cuando ella era niña, y su abuela paterna había vivido sola la mayor parte de su vida. Había empezado a acumular cosas a los cincuenta años, y para cuando la ingresaron en la residencia su casa estaba llena de trastos hasta el techo. Viendo el hogar abarrotado de trastos de otra anciana solitaria, Faith se preguntó si algún día Jeremy diría lo mismo de cómo tenía su casa.

Al menos él tendría un hermano o una hermana pequeña para echarle una mano. Faith se llevó la mano a la tripa, haciéndose preguntas por primera vez sobre la criatura que llevaba dentro. ¿Sería niño o niña? ¿Sería rubio, como ella, o moreno y con rasgos latinos, como su padre? Jeremy no se parecía a su padre en absoluto, gracias a Dios. El primer amor de Faith había sido un macarra con una pinta que recordaba a la de Spike, el hermano de Snoopy. De bebé, Jeremy tenía un aspecto casi delicado, como de porcelana fina, con unos piececitos pequeños y adorables. Aquellos primeros días, Faith se había pasado horas contemplando aquellos deditos diminutos, besándole los talones. Le parecía que era la cosa más maravillosa sobre la faz de la tierra. Había sido su muñeco favorito.

—¿Faith?

Retiró la mano de su tripa, preguntándose qué demonios le había dado. Se había inyectado suficiente insulina esa mañana. A lo mejor no eran más que los cambios hormonales típicos del embarazo, que habían hecho de sus catorce años una época tan feliz para ella y para toda la gente que tenía a su alrededor. ¿Cómo demonios iba a pasar por todo eso otra vez? ¿Y cómo iba a hacerlo estando sola?

—¡Faith!

—Me vas a gastar el nombre, Will —le espetó. Señaló hacia el fondo de la casa—. Ve a mirar en la cocina. Yo me ocupo de los dormitorios.

Will la miró de arriba a abajo antes de dirigirse a la cocina.

Faith fue por el pasillo hasta las habitaciones del fondo, sorteando licuadoras, tostadoras y teléfonos rotos. Se preguntó si la anciana habría recogido todo aquello de la basura o si, simplemente, lo había ido acumulando a lo largo del tiempo. Las fotografías enmarcadas de la pared parecían antiguas, algunas tenían un tono sepia y otras estaban hechas en blanco y negro. Faith les echó un vistazo al pasar, preguntándose cuándo había empezado la gente a sonreír a la cámara y por qué. Tenía algunas fotos antiguas de los abuelos de su madre por las que sentía un cariño especial. En los tiempos de la Gran Depresión vivían en una granja, y un fotógrafo ambulante hizo una foto de la familia con una mula a la que llamaban
Big Pete
. La mula era la única que sonreía.

No había ninguna mula en la pared de Gwendolyn Zabel, pero en algunas de las fotografías en color se veía a dos niñas; las dos con sendas melenas castañas que llegaban más allá de sus cinturas de avispa. No tenían la misma edad, pero no cabía la menor duda de que eran hermanas. No aparecían juntas en ninguna de las fotos más recientes. La hermana de Jacquelyn prefería posar en paisajes desérticos para las fotos que le mandaba a su madre, mientras que Jacquelyn parecía preferir la playa y un bikini que se ceñía a aquellas caderas, tan estrechas que parecían las de un niño. Faith no pudo evitar pensar que si ella tuviera esa pinta con treinta y ocho años, también querría hacerse una foto en bikini. No había muchas imágenes recientes de su hermana, que había engordado un poco con los años. Faith esperaba que no hubiera perdido el contacto con su madre. Podían rastrear las llamadas telefónicas a la inversa para salir de dudas.

El primer dormitorio no tenía puerta, y la habitación estaba igualmente saturada de trastos, más periódicos y más revistas. Había algunas cajas, pero en general la habitación estaba tan llena de basura que no pudo dar más que un par de pasos. En el ambiente flotaba un desagradable olor a humedad, y Faith recordó un caso que había visto en las noticias muchos años antes. La protagonista de la historia era una mujer que había guardado un recorte de una revista vieja y había muerto a consecuencia de una enfermedad rara. Salió del dormitorio y se asomó al cuarto de baño. Más porquería, pero alguien había despejado los trastos para poder pasar al cuarto de baño y limpiarlo. En el lavabo había un cepillo de dientes y otros artículos de higiene personal colocados en fila, y varias bolsas de basura amontonadas dentro de la bañera. La cortina de ducha estaba prácticamente negra del moho acumulado.

Faith tuvo que ponerse de lado para poder cruzar la puerta del dormitorio principal. La razón la descubrió nada más entrar: había una vieja mecedora detrás de la puerta con tal cantidad de ropa encima que no se había caído al suelo precisamente porque estaba apoyada contra ella. También había ropa tirada por toda la habitación del tipo que se etiqueta como
vintage
y se vende por cientos de dólares en las vanguardistas tiendas de Little Five Points.

Hacía calor en la casa y, con las manos sudadas, le costó más trabajo enfundarse los guantes de látex. Hizo caso omiso del pegote de sangre seca que tenía en la punta de uno de los dedos, no quería pensar en nada que pudiera provocarle un estúpido ataque de llanto.

Empezó por los cajones de la cómoda. Estaban todos abiertos, así que no tenía más que apartar un poco la ropa para buscar cartas o alguna agenda que pudiera contener los datos de otros familiares. Habían hecho la cama con esmero y las sábanas estaban limpias; debía de ser lo único en toda la casa que podía calificarse de «limpio». No había nada que le indicara si Jacquelyn Zabel había dormido en el dormitorio de su madre o si había preferido alojarse en algún hotel del centro.

O sí. Faith vio un bolso de viaje abierto junto a la funda de un portátil en el suelo. Debería haberlos visto nada más entrar, porque ambos estaban fuera de lugar en aquel contexto: la funda era de cuero y el bolso de una conocida firma de moda. Faith encontró dentro de la funda un MacBook Air por el que su hijo habría sido capaz de matar. Pulsó el botón de encendido, pero la pantalla de inicio le pedía un usuario y una contraseña. Charlie tendría que enviárselo a quien correspondiera para poder acceder a la información, pero según su experiencia, los Macs que estaban protegidos con contraseña eran inviolables, ni siquiera el fabricante podía decodificarla.

A continuación examinó el bolso. La ropa que había dentro era de firma: Donna Karan y Jones New York. Los zapatos de Jimmy Choo eran especialmente impresionantes, sobre todo para Faith, que llevaba una falda que parecía una tienda de campaña porque ya no se podía abrochar ninguno de los pantalones que tenía en el armario. Jacquelyn Zabel, por lo visto, no tenía ese problema, y Faith se preguntó por qué había decidido quedarse en aquella pocilga cuando era evidente que podía permitirse un alojamiento mucho más cómodo. Sí había estado durmiendo en aquella habitación: la cama hecha con primor, un vaso de agua y un par de gafas de cerca sobre la mesa indicaban, sin lugar a dudas, que alguien había ocupado el dormitorio recientemente. También había un enorme bote de aspirinas, como los que tienen en los hospitales. Faith lo abrió y vio que estaba medio vacío. Seguramente ella también necesitaría aspirinas si tuviera que empaquetar los enseres de su madre. Había visto lo duro que le resultó a su padre tomar la decisión de ingresar a su madre en una residencia para ancianos. El hombre hacía años que había fallecido, pero Faith sabía que nunca había podido superar el haber ingresado a la abuela en una residencia.

Sintió que sus ojos se llenaban de lágrimas sin poder hacer nada por evitarlo. Dejó escapar un gemido y se limpió con el dorso de la mano. Desde que vio el signo positivo en el test de embarazo no había pasado un solo día sin que su cerebro encontrara alguna excusa para hacer que rompiera a llorar.

Volvió a concentrarse en el bolso. Iba buscando a tientas algún papel —un cuaderno, un diario, un billete de avión— cuando oyó unos gritos que venían del otro extremo de la casa. Faith se encontró a Will en la cocina y a una mujer corpulenta muy enfadada gritándole a escasos centímetros de su cara.

—¡No tenéis ningún derecho a estar aquí, cerdos!

Faith pensó que la mujer parecía una de esas viejas hippies que se dirigían a los policías con ese apelativo cariñoso: «cerdos». Llevaba el pelo recogido en una trenza y llevaba un chal hecho con una manta de montar que le hacía las veces de camiseta. Imaginó que la mujer debía de ser la última de su especie en el vecindario, cuya casa pronto sería la más cutre de la calle. No tenía pinta de ser una de esas mamás adictas al yoga que seguramente vivían en mansiones recién estrenadas.

Will permanecía llamativamente sereno, apoyado contra la nevera con una mano en el bolsillo.

—Señora, haga el favor de tranquilizarse.

—Que te den. Y a ti también —dijo al ver aparecer a Faith.

Ahora que la veía más de cerca, calculó que tendría unos cuarenta y tantos años. No obstante, tampoco resultaba fácil calcular su edad, porque su cara estaba roja y bastante desfigurada por el enfado. Sus facciones parecían estar especialmente diseñadas para expresar ira.

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