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Authors: Karin Slaughter

Tags: #Intriga, Policíaco

El número de la traición (15 page)

BOOK: El número de la traición
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Odiaba tener que admitir que hacía bien en ocultar su problema. Faith llevaba en el cuerpo el tiempo suficiente como para saber que la mayoría de los oficiales de policía tenían la inteligencia de una ameba. Eran un grupo bastante conservador, de mente no muy abierta. Seguramente el pasarse la vida entre lo peorcito que puede ofrecer la sociedad les hacía rechazar instintivamente cualquier cosa que se saliera mínimamente de lo normal en sus compañeros. Sea como fuere, Faith sabía que si se corría el rumor de que Will era disléxico, ningún policía se lo perdonaría. Si ya tenía problemas para ser aceptado, eso lo convertiría en un apestado.

Will giró a la derecha en la avenida Moreland y Faith se preguntó cómo sabía hacia dónde debía girar si distinguir la derecha y la izquierda le resultaba prácticamente imposible. Era muy hábil ocultando su problema: por si no le bastaba con su prodigiosa memoria, llevaba siempre una grabadora digital en el bolsillo que le hacía las veces de libreta. Alguna vez se equivocaba pero, por lo general, se las arreglaba tan bien que dejaba a Faith con la boca abierta. Will había logrado terminar sus estudios sin que nadie se diera cuenta de que tenía un problema. Además, crecer en un orfanato no era lo que se dice entrar con buen pie en la vida. Tenía muchos motivos para sentirse orgulloso, y eso hacía aún más triste que tuviera que ocultar su dificultad.

Estaban en mitad de Little Five Points, una parte bastante ecléctica de la ciudad donde los garitos más cutres convivían con tiendas de moda demasiado caras para la ropa que vendían.

—¿Estás bien? —se decidió a preguntarle Will.

—Solo estaba pensando —respondió Faith, pero no quiso contarle lo que de verdad pasaba por su cabeza—. ¿Qué sabemos de las víctimas?

—Las dos morenas, en forma, muy atractivas. Creemos que la mujer del hospital se llama Anna. Según el carné de conducir, la que encontramos colgando del árbol se llama Jacquelyn Zabel.

—¿Y qué hay de las huellas?

—Hallamos una huella latente en la navaja, de Zabel. Sin embargo, no hemos podido identificar la que había en el carné: no es de Zabel y no encontramos ninguna coincidencia en el ordenador.

—Deberíamos compararla con las huellas de Anna para ver si coincide. Si esta tocó el carné podríamos demostrar que estuvieron juntas en la cueva.

—Buena idea.

A Faith le fastidiaba tener que sacarle la información con cuchara pero, teniendo en cuenta que últimamente andaba de un humor de perros, no podía culparle.

—¿Has podido averiguar algo más sobre Zabel?

Will se encogió de hombros como si no supiera mucho más, pero se puso a recitar:

—Jacquelyn Zabel tenía treinta y ocho años, era soltera y sin hijos. El departamento de policía de Florida nos echará una mano: registrarán la casa, revisarán los registros telefónicos y tratarán de encontrar a algún familiar aparte de la madre que viva en Atlanta. El sheriff dice que no hay nadie que conociera bien a Zabel en la ciudad. Tenía cierta relación con una vecina que le regaba las plantas, pero esta no sabe nada de ella. El vecindario anda algo soliviantado con algunos vecinos que sacan sus contenedores de basura a la calle. El sheriff dice que Zabel les dio la lata en los últimos seis meses, se quejaba de que las fiestas en las piscinas eran demasiado ruidosas y la gente aparcaba el coche delante de su casa.

Faith reprimió el impulso de preguntarle por qué no le había contado todo eso desde el principio.

—¿El sheriff llegó a conocer a Zabel en persona?

—Me ha dicho que atendió sus llamadas un par de veces y que no le pareció una persona muy agradable.

—O sea, te dijo que era una bruja —precisó Faith. Para ser policía, Will hablaba con mucha educación—. ¿Cómo se ganaba la vida?

—Trabajaba en el negocio inmobiliario. El mercado está en crisis, pero parece que a ella le iba bastante bien: casa en la playa, un BMW, un yate en el puerto.

—¿No me habías dicho que la batería que encontraste en la cueva era de barco?

—Le dije al sheriff que mirara en su yate y la batería estaba en su sitio.

—Había que intentarlo —murmuró Faith, pensando que todos aquellos detalles no les servían de mucho.

—Charlie dice que la batería que encontramos en la cueva tiene por lo menos diez años; los números de serie se habían borrado. Va a intentar conseguir más información, pero todo apunta a que no servirá de nada. Es la clase de objeto que se puede adquirir de segunda mano en cualquier rastrillo. —Se encogió de hombros—. Lo único que nos indica es que el tipo sabía qué uso le iba a dar.

—¿Y eso por qué?

—La batería de un coche está diseñada para soltar una descarga eléctrica breve e intensa, justo lo que se necesita para arrancar. Una vez lo hace empieza a funcionar el alternador y ya no se necesita hasta que se ha de arrancar otra vez. La de la cueva es lo que se denomina una batería náutica de ciclo profundo, es decir, libera una descarga constante y prolongada. Si usaras una de coche para lo que la utilizaba este tipo, se quemaría. La batería náutica puede estar funcionando durante horas.

Faith se quedó callada, intentando encontrarle algún sentido a todo aquello. Pero lo cierto era que no tenía ninguno: lo que les habían hecho a esas dos mujeres no había sido obra de una mente sana.

—¿Dónde está el BMW de Zabel? —preguntó.

—No está en su casa de Florida, ni tampoco en la de su madre.

—¿Has pasado un aviso a todas las unidades con la descripción del coche?

—En Florida y en Georgia.

Will alargó el brazo hacia el asiento de atrás y sacó un montón de carpetas. Estaban clasificadas por colores, y fue pasándolas una por una hasta que encontró una de color naranja y se la dio a Faith. Esta la abrió y encontró una copia impresa del carné de conducir de Jacquelyn Alexandra Zabel. En la foto se podía apreciar que era una mujer muy atractiva, morena con el pelo largo y ojos castaños.

—Es muy guapa —comentó.

—Igual que Anna. Cabello castaño, ojos castaños.

—Nuestro hombre tiene un tipo definido. —Faith pasó a la siguiente página y leyó en alto el historial de tráfico de la víctima—. El coche de Zabel es un BMW 540i rojo del 2008. Le pusieron una multa por exceso de velocidad hace seis meses, iba a 129 en un tramo con velocidad límite de 88. Se saltó un stop en las cercanías de un colegio el mes pasado y en un control hace dos semanas, se negó a soplar por el alcoholímetro; el juicio está pendiente de fecha. —Hojeó el resto del historial—. Su expediente estaba bastante limpio hasta hace poco.

Will se rascó el antebrazo con aire distraído mientras esperaba a que cambiara el semáforo.

—A lo mejor le sucedió algo.

—¿Y qué hay de las notas que Charlie encontró en la cueva?

—«No voy a sacrificarme» —recordó, y sacó la carpeta azul—. Están buscando huellas en el papel. Las hojas son de un cuaderno de espiral corriente y están escritas a mano, probablemente por una mujer.

Faith echó un vistazo a la fotocopia; la misma frase una y otra vez, como si fuera un castigo que le hubieran impuesto muchas veces en el colegio.

—¿Y la costilla?

Will seguía rascándose el brazo.

—No encontramos ni rastro de ella en la cueva ni por los alrededores.

—¿Un trofeo?

—Podría ser. No había cortes en el cadáver de Jacquelyn. —Will se corrigió—. Me refiero cortes profundos como el que le hicieron a Anna para quitarle la costilla. Pero yo diría que las dos pasaron por el mismo infierno.

—Tortura. —Faith intentó ponerse en el lugar del secuestrador—. Ata a una mujer a la cama y a la otra debajo. A lo mejor las alterna: le hace algo horrible a Anna y luego le da la vuelta y le hace lo mismo a Jacquelyn.

—Y luego vuelve a colocarlas en la posición original —continuó Will—. Puede que Jacquelyn oyera gritar a Anna mientras le arrancaba la costilla; supo lo que le esperaba y se puso a roer la cuerda que tenía alrededor de las muñecas.

—Seguramente buscó la navaja, o quizá ya la tenía escondida debajo de la cama.

—Charlie ha examinado las lamas de madera que había bajo el colchón y las ha vuelto a colocar en el mismo orden. Todas tenían un arañazo en el centro hecho con la punta de un cuchillo muy afilado, como si alguien hubiera cortado la cuerda desde debajo de la cama, de la cabeza a los pies.

Faith reprimió un escalofrío mientras constataba lo evidente.

—Jacquelyn estaba bajo la cama mientras mutilaban a Anna.

—Y probablemente aún estaba viva mientras peinábamos el bosque.

Abrió la boca para decir algo del tipo «No es culpa tuya», pero sabía que sería inútil; hasta ella misma se sentía culpable por no haber estado allí, participando en la búsqueda. No podía imaginar cómo se debía sentir Will, que había dado tumbos por el bosque mientras la mujer se moría.

—¿Qué te pasa en el brazo? —le preguntó, cambiando de tema.

—¿A qué te refieres?

—No dejas de rascarte.

Will detuvo el coche y entornó los ojos intentando descifrar el nombre de la calle.

—Hamilton —leyó Faith en voz alta.

Will miró su reloj: el truco que usaba para distinguir la derecha y la izquierda.

—Las dos víctimas estaban muy bien situadas —dijo, girando a la derecha por Hamilton—. Anna estaba desnutrida, pero su cabello tenía buen aspecto (me refiero al color) y se había hecho la manicura recientemente. El esmalte de las uñas estaba descascarillado, pero parecía un trabajo profesional.

Faith no quiso preguntarle cómo podía distinguir una manicura profesional de una que no lo era.

—Esas mujeres no eran prostitutas. Tenían una casa y un trabajo. Es raro que un asesino escoja como víctimas a dos mujeres cuya ausencia puede llamar la atención.

—Móvil, medios, ocasión —recitó Will, recordando los fundamentos de toda investigación—. El móvil es el sexo y la tortura y, quizá, la costilla.

—Medios —continuó Faith, tratando de imaginar el modo en que el asesino había secuestrado a las víctimas—. Puede que manipule sus coches para que se estropeen. Podría ser un mecánico.

—Los BMW incluyen un sistema de asistencia en carretera. Solo tienes que apretar un botón y te mandan una grúa.

—Qué práctico —comentó Faith. El Mini era como el BMW de los pobres: tenías que coger tu móvil y llamar a un taller si necesitabas una grúa—. Jacquelyn estaba mudándose a casa de su madre, y eso quiere decir que seguramente contrató a una empresa de mudanzas o se puso en contacto con alguien para vender los muebles.

—Necesitaba un certificado de que la casa no tenía termitas para poder venderla —añadió Will. En el Sur es difícil conseguir una hipoteca sin demostrar antes que las termitas no se han comido los cimientos—. Nuestro hombre podría ser un exterminador, un contratista, un transportista de mudanzas…

Faith sacó un boli y comenzó a escribir una lista en la parte posterior de la carpeta naranja.

—Su licencia de agente inmobiliaria no sería válida aquí, así que debía de tener un agente en Atlanta para poder vender la casa.

—A menos que la vendiera directamente como propietaria, en cuyo caso puede que hubiera enseñado la casa a varios posibles compradores. Eso significa que pudo haber extraños entrando y saliendo de la casa todo el tiempo.

—¿Y cómo es que nadie reparó en su desaparición? —preguntó Faith—. Sara dijo que Anna había estado secuestrada como mínimo cuatro días.

—¿Quién es Sara?

—Sara Linton.

Will se encogió de hombros y Faith estudió detenidamente su expresión. Will nunca olvidaba un nombre. Nunca olvidaba nada.

—La médica que me atendió ayer.

—¿Ese es su nombre? —Faith se mordió la lengua para no soltar: «Venga ya»—. ¿Y cómo sabe el tiempo que estuvo retenida Anna?

—Fue forense de un condado que queda un poco más al sur.

Will alzó las cejas. Aminoró la velocidad para leer otro letrero.

—¿Forense? Qué raro.

Cómo si él no fuera raro.

—Era forense y pediatra.

Will murmuró, intentando descifrar el letrero.

—Y yo que pensé que era bailarina.

—Woodland —leyó en voz alta Faith—. ¿Bailarina? Pero si mide como seis metros.

—También hay bailarinas altas.

Faith apretó los dientes para no soltar la carcajada.

—Bah. —Will no añadió nada más, y usó esa palabra para indicar que daba por finalizada esa parte de la conversación.

Mientras giraba el volante, Faith se quedó mirando el perfil de su compañero con la misma intensidad que él miraba fijamente al frente. Will era un hombre atractivo, incluso guapo, pero se comportaba como si no lo fuera. Su mujer, Angie Polaski, debió de ver algo más allá de sus rarezas, entre las cuales estaba su incapacidad para mantener una charla insustancial y los anacrónicos ternos que insistía en vestir. Will, por su parte, decidió pasar por alto el hecho de que Angie se hubiera acostado con la mitad del cuerpo de policía de Atlanta, incluyendo además —de ser ciertas las pintadas en el lavabo de señoras de la tercera planta— a un par de mujeres. Se habían conocido en el Hogar para Niños de Atlanta, y Faith imaginaba que era eso lo que tenían en común. Ambos eran huérfanos, abandonados por sus padres. Como en todo lo que se refería a su vida personal, Will no le había contado los detalles. Faith ni siquiera se había enterado de que Will y Angie estaban casados hasta que lo vio aparecer un día con una alianza en el dedo.

Y hasta ahora jamás le había visto mirar a ninguna otra mujer, ni tan siquiera de reojo.

—Aquí es —dijo Will torciendo a la derecha por una calle estrecha y arbolada.

Faith vio la furgoneta blanca de la policía científica aparcada frente a una casa muy pequeña. Charlie Reed estaba en la acera, examinando el cubo de la basura junto con dos de sus ayudantes. Quien hubiera sacado la basura debía de ser la persona más ordenada del mundo. Había varias cajas apiladas cuidadosamente junto al bordillo, tres pilas de dos, todas ellas con una etiqueta que identificaba el contenido. Junto a estas, varias bolsas de basura negras puestas en fila, como si montaran guardia. Al otro lado del buzón había un colchón y un canapé alineados con esmero, y un par de muebles que los traperos del vecindario no habían recogido aún. Detrás de la furgoneta de Charlie había dos coches patrulla vacíos de la policía de Atlanta, por lo que Faith supuso que los dos agentes que había pedido Will estarían preguntando ya por el vecindario.

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