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Authors: Karin Slaughter

Tags: #Intriga, Policíaco

El número de la traición (11 page)

BOOK: El número de la traición
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—¿Qué tal está Faith? —le espetó Amanda.

La pregunta le cogió por sorpresa, pero lo cierto era que Amanda y Faith se conocían desde hacía años.

—Bien —respondió, cubriendo instintivamente a su compañera.

—Me han dicho que se ha desmayado.

Will fingió sorprenderse.

—¿Ah, sí?

Amanda alzó las cejas.

—Hace tiempo que no tiene buen aspecto.

Will dio por sentado que se refería al aumento de peso, que no era para tanto teniendo en cuenta lo menuda que era Faith, pero esa tarde había aprendido que no hay que hablar nunca del peso de una mujer.

—Yo la encuentro bien.

—Está irritable y distraída.

Will mantuvo la boca cerrada, pues no estaba seguro de si Amanda estaba realmente preocupada o, simplemente, le estaba tirando de la lengua. La verdad era que Faith estaba, efectivamente, irritable y distraída últimamente. Llevaba trabajando con ella el tiempo suficiente como para conocer sus cambios de humor, si bien la mayor parte del tiempo era una mujer bastante cabal. Una vez al mes, siempre por las mismas fechas, se ponía de mal humor y no se desprendía de él durante un par de días o tres. Su tono se volvía cortante y tendía a buscar en la radio cantantes femeninas acompañadas de guitarras acústicas. Lo único que Will podía hacer en esos días era disculparse por todo cuanto dijera. No pensaba compartir esa información con Amanda, pero tenía que admitir que, últimamente, parecía que Faith estuviera siempre de mala gaita. Ella le tendió la mano y Will la ayudó a saltar un leño caído en el suelo.

—Sabes que odio trabajar en casos que no puedo resolver —dijo Amanda.

—Sé que te gusta resolver casos que nadie más es capaz de resolver.

Ella rio con desánimo.

—¿Cuándo te vas a cansar de que te robe los laureles, Will?

—Soy infatigable.

—Veo que le estás dando buen uso al calendario.

—Es el mejor regalo que me has hecho nunca.

Solo a Amanda se le ocurriría regalarle a un analfabeto funcional un calendario con una palabra para aprender cada día.

Will vio que Fierro venía hacia ellos. El bosque a ese lado de la carretera era más espeso y había ramas y rastrojos por todas partes. Oyó blasfemar a Fierro al engancharse el pantalón en las ramas de un arbusto espinoso. Luego se dio una palmada en la nuca, probablemente para matar algún insecto.

—Qué amable por tu parte el unirte a esta pérdida de tiempo tan absurda, Gómez.

Will hizo las presentaciones.

—Detective Fierro, esta es la doctora Amanda Wagner.

El hombre la saludó con un gesto de la cabeza.

—La he visto en televisión.

—Gracias —replicó Amanda, como si le hubiera hecho un cumplido—. En este caso hay muchos detalles obscenos, detective Fierro. Espero que sus chicos sepan mantener la boca cerrada.

—¿Nos toma por una pandilla de aficionados?

Obviamente era lo que Amanda pensaba.

—¿Cómo va la búsqueda?

—Hemos encontrado exactamente lo que puede usted ver: nada.
Niente
. Cero. —Lanzó a Will una mirada cargada de hostilidad—. ¿Así es como lleváis las cosas los chicos del DIG? ¿Venís aquí y os fundís todo nuestro presupuesto en una absurda búsqueda en mitad de la puta noche?

Will estaba cansado y muy frustrado, y el tono de su voz lo reflejó.

—Normalmente os robamos las provisiones y violamos a vuestras mujeres primero.

—Ja, mira cómo me río —masculló Fierro, dándose otra palmada en la nuca. Al retirar la mano la vio empapada de sudor y con la sangre de un mosquito—. Vosotros si que os vais a partir el culo de risa cuando recupere mi caso.

—Detective Fierro —terció Amanda—, el jefe Peterson nos ha pedido que intervengamos. Usted no tiene autoridad para reasignar este caso.

—Peterson, ¿eh? —Hizo una mueca despectiva—. ¿Quiere eso decir que le ha estado engrasando el arma otra vez?

Will tragó tanto aire que un silbido escapó de sus labios. Amanda ni se inmutó, simplemente entornó los ojos y asintió con la cabeza una sola vez mirando a Fierro, como para indicarle que ya se ocuparía de él. A Will no le sorprendería si, cualquier día, Fierro amaneciera compartiendo su almohada con una cabeza de caballo cortada.

—¡Eh! —gritó alguien—. ¡Aquí!

Los tres se quedaron allí plantados en diversos estados de
shock
, enfado y furia en estado puro.

—¡He encontrado algo!

Will ya se había puesto en marcha. Corrió hacia la mujer que había dado la voz de alarma y agitaba las manos como una loca. Era una agente uniformada de la policía de Rockdale, llevaba puesto un gorro de punto y estaba rodeada de altas espigas de pasto varilla.

—¿Qué es? —preguntó Will.

La agente señaló un denso grupo de árboles de ramas bajas. Vio que las hojas que había debajo estaban revueltas y había zonas en las que se veía la tierra.

—La luz de mi linterna se ha reflejado en algo —dijo, encendiéndola y enfocando hacia la zona en sombras situada al pie de los árboles.

Will no veía nada. Mientras Amanda llegaba hasta ellos se preguntó si la agente no estaría demasiado cansada o demasiado impaciente por encontrar algo.

—¿Qué es? —inquirió Amanda. En ese preciso instante, la luz se reflejó en algo.

Fue un breve destello que no duró más de un segundo. Will parpadeó, pensando que quizá su mente le había jugado una mala pasada, pero la agente lo encontró de nuevo: un destello fugaz, como una diminuta explosión de pólvora, a unos seis metros de distancia.

Will sacó un par de guantes de látex del bolsillo de su chaqueta. Se fijó en el punto donde se producía el destello y fue hacia él apartando las ramas a su paso. Los leños caídos en el suelo y los rastrojos dificultaban el avance, y se agachó para ir más rápido. Enfocó la linterna hacia el suelo, buscando el objeto en cuestión. Quizá no fuera más que un trozo de espejo o el envoltorio de un chicle. Barajó las distintas posibilidades en su cabeza mientras intentaba localizarlo: una joya, un trozo de cristal, algún mineral brillante.

Un carné de conducir del estado de Florida.

El documento estaba a medio metro de la base del árbol. Junto a él había una navaja de bolsillo con la cuchilla tan manchada de sangre que se confundía con las oscuras hojas de alrededor. Las ramas se afinaban en la parte baja del árbol. Will se arrodilló y apartó una a una las hojas que cubrían el carné. El grueso plástico estaba doblado por la mitad. Los colores y el dibujo del estado de Florida en la esquina le dijeron dónde había sido expedido. Tenía grabado un holograma para evitar las falsificaciones que debía de haber sido lo que reflejaba la luz de la linterna.

Se inclinó y alargó el cuello para verlo mejor; no quería alterar la escena. Justo en el centro del carné descubrió la huella más clara que había visto nunca. Impregnada de sangre, las crestas casi parecían saltar de la satinada superficie de plástico. La fotografía era de una mujer de cabello y ojos oscuros.

—Hay una navaja y un carné de conducir —le dijo a Amanda, elevando el tono para que pudiera oírle—. En el carné hay una huella dactilar ensangrentada.

—¿Puedes leer el nombre? —preguntó la jefa poniéndose en jarras y bastante enfadada.

Will notó que se le cerraba la garganta. Se concentró en las pequeñas letras de imprenta y distinguió una J, o quizá una I, pero enseguida se le embarulló todo. Amanda echaba humo.

—Trae eso para acá, haz el favor.

Un grupo de policías los rodeaban ahora y parecían confusos. Incluso a seis metros de distancia, Will podía oírles murmurar algo sobre el procedimiento. La integridad de la escena de un crimen era sacrosanta, pues los abogados defensores se agarraban a cualquier irregularidad. Había que tomar fotografías y medidas, hacer dibujos. La cadena de custodia no podía romperse, o las pruebas serían rechazadas en el juicio.

—¿Will?

Una gota de lluvia se estrelló contra su nuca. Estaba caliente, casi ardiendo. Se iban acercando más policías a ver lo que habían descubierto. Seguramente se estarían preguntando por qué Will no había leído en alto el nombre, por qué no había enviado inmediatamente a alguien a buscarlo en el ordenador. ¿Así era como iba a acabar la cosa? ¿Iba a tener que salir de allí y confesarles a un montón de extraños que leía como un niño de ocho años? Si se divulgaba esa información ya podía irse a casa y meter la cabeza en el horno, porque no habría un solo policía en toda la ciudad dispuesto a trabajar con él.

Amanda echó a andar hacia él, se enganchó la falda en unos rastrojos y blasfemó entre dientes.

Will notó otra gota de lluvia en la nuca y se la limpió con la mano. Miró su mano enguantada y los dedos manchados de sangre. Pensó que a lo mejor se había arañado el cuello con una rama, pero entonces notó otra gota caliente, húmeda y viscosa. Se llevó la mano a la nuca de nuevo. Más sangre.

Will alzó la vista y vio a una mujer con el cabello y los ojos oscuros. Estaba colgada boca abajo, unos cuatro metros por encima de su cabeza. El tobillo enredado entre unas ramas era su única sujeción. Había caído de cabeza y se había partido el cuello. Tenía los hombros dislocados y los ojos abiertos, mirando fijamente al suelo. Uno de los brazos colgaba en vertical, como tendido hacia Will, y un trozo de cuerda estaba fuertemente atado a la otra muñeca. La boca estaba abierta. Se le veía roto un incisivo, del cual faltaba casi una tercera parte.

Otra gota de sangre goteó de sus dedos, y esta vez fue a caer en la mejilla de Will, justo debajo del ojo. Este se quitó un guante y tocó la sangre. Todavía estaba caliente.

Llevaba muerta menos de una hora.

SEGUNDO DÍA
Capítulo cinco

Pauline McGhee giró su Lexus LX a la derecha y aparcó en una de las plazas para minusválidos del parking situado enfrente del supermercado City Foods. Eran las cinco de la mañana; probablemente todos los minusválidos seguían dormidos a esa hora. Y sobre todo era demasiado pronto para tener que caminar más de lo estrictamente necesario.

—Vamos, gatito dormilón —le dijo a su hijo, apretándole el hombro con suavidad.

Felix se revolvió, no quería despertarse. Pauline le acarició la mejilla, pensando —no por primera vez— que era un milagro que algo tan perfecto hubiera podido salir de su imperfecto cuerpo.

—Vamos, mi amor —le dijo, haciéndole cosquillas hasta que el niño se retorció como un gusanito.

Pauline se bajó del coche, y luego ayudó a su hijo a salir del Lexus. Los pies del niño no habían tocado aún el suelo cuando su madre comenzó con la rutina de siempre.

—¿Ves dónde hemos aparcado? —Felix asintió con la cabeza—. ¿Qué hacemos si nos perdemos?

—Nos encontramos en el coche —respondió Felix, intentando contener un bostezo.

—Muy bien.

Pauline iba tirando de él mientras se dirigían a la tienda. Cuando era pequeña le decían que si alguna vez se perdía debía buscar a un adulto, pero con los tiempos que corren uno no podía confiar en nadie. Un guardia de seguridad podía ser un pedófilo; una ancianita podía ser una bruja pirada que dedicaba su tiempo libre a esconder cuchillas de afeitar dentro de las manzanas. Muy mal andaban las cosas cuando el recurso más seguro para un niño de seis años era un objeto inanimado.

Las luces artificiales del súper eran demasiado brillantes para esa hora de la mañana, pero la culpa la tenía Pauline por no haber comprado antes las magdalenas para los compañeros de Felix. Se lo habían dicho hacía una semana, pero no había previsto el infierno que se desataría en el trabajo. Uno de los clientes más importantes del estudio de interiorismo les había encargado un sofá italiano de cuero marrón de sesenta mil dólares que no cabía en el maldito ascensor, y la única manera de subirlo hasta el ático del cliente era con una grúa cuyo alquiler era de diez mil dólares por hora.

El cliente le echaba la culpa al estudio de Pauline por no haberlo previsto, el estudio culpaba a Pauline por haber diseñado un sofá demasiado grande, y Pauline culpaba al cantamañanas del tapicero, pues le había pedido explícitamente que se pasara por el edificio de la calle Peachtree para medir el ascensor antes de hacer el maldito sofá. Ante la disyuntiva de tener que afrontar la factura de una grúa de diez mil dólares la hora o rehacer un sofá de sesenta mil dólares, el tapicero, lógicamente, decidió que le convenía más olvidar aquella conversación, pero Pauline no pensaba permitir que se saliera con la suya. Faltaría más.

Había una reunión a las siete en punto con todas las partes implicadas, y Pauline iba a ser la primera en llegar para contar su versión de la historia. Como le decía su padre, la mierda resbala siempre hacia abajo, y al final del día no sería Pauline McGhee la que oliera a alcantarilla. Tenía pruebas que avalaban su versión, por ejemplo la copia de un intercambio de correos electrónicos con su jefe en los que le pedía que le recordara al tapicero que tenía que pasarse a tomar medidas. Y lo más importante era la respuesta de Morgan: «Yo me ocupo». El jefe fingía que esa correspondencia no había tenido lugar, pero Pauline no estaba dispuesta a comerse el marrón. Alguien iba a perder su empleo ese día, y desde luego no iba a ser ella.

—No, cariño —dijo, tirando de Felix para apartarlo de un paquete de gominolas con forma de osito que colgaba de forma tentadora de uno de los estantes. Pauline sabía que ponían esa clase de cosas a la altura de los niños con la única intención de obligar a los padres a comprarlas. Más de una vez había visto a alguna madre ceder ante un berrinche solo para que el niño se callase. Pero Pauline nunca entraba en ese juego, y Felix lo sabía. Si intentaba cualquier cosa le cogía en volandas y se iban de la tienda, incluso aunque ello significara dejar en medio del súper un carrito con la mitad de la compra hecha.

Giró en el pasillo del pan y casi se dio de bruces con un carro lleno de productos. El hombre rio de buena gana y Pauline logró esbozar una sonrisa.

—Que tenga un buen día —le dijo el hombre.

—Igualmente —respondió Pauline.

Esa, pensó, era la última vez que iba a ser amable con alguien esa mañana. Se había pasado la noche dando vueltas en la cama, a las tres se había levantado para correr un rato en la cinta, arreglarse, prepararle el desayuno a Felix y vestirle para ir al colegio. Atrás quedaban sus días de soltera, cuando podía pasarse toda la noche de fiesta, volver a casa con el que más le gustara y saltar de la cama a la mañana siguiente veinte minutos antes de entrar a trabajar.

BOOK: El número de la traición
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