El ocho (24 page)

Read El ocho Online

Authors: Katherine Neville

BOOK: El ocho
9.33Mb size Format: txt, pdf, ePub

Nim estaba hablando de Solarin.

—Solo sé lo que he leído en la prensa especializada. Alexander Solarin tiene veintiséis años, es ciudadano de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas y se crió en Crimea, cuna de la civilización, aunque en los últimos años se ha convertido en un lugar bastante incivilizado. Quedó huérfano y vivió en un hogar estatal. A los nueve o diez años derrotó a un maestro de ajedrez. Según se dice, había aprendido a jugar a los cuatro años; le enseñaron unos pescadores del mar Negro. Lo trasladaron inmediatamente al Palacio de los Pioneros.

Yo sabía que el Palacio de los Pioneros era el único instituto superior de todo el mundo que se dedicaba a preparar maestros de ajedrez. En Rusia el ajedrez no era solo el deporte nacional, sino sobre todo la prolongación de la política mundial, el juego más cerebral de la historia. Para los rusos, su larga hegemonía ajedrecística confirmaba su superioridad intelectual.

—¿El hecho de que aceptaran a Solarin en el Palacio de los Pioneros significa que contaba con un fuerte respaldo político? —pregunté.

—No pudo ser de otra manera —respondió Nim.

El coche volvía a avanzar junto al mar. Las olas salpicaban la carretera y sobre el asfalto se veía una gruesa capa de arena. Llegamos ante unas grandes puertas dobles de hierro forjado, que se abrieron cuando Nim pulsó algunos botones del salpicadero. Nos internamos en una jungla de follaje enmarañado, que creaba enormes florituras de nieve; me recordó los dominios de la Reina de las Nieves del Cascanueces.

—Solarin se negó a dejarse ganar por los favoritos —prosiguió Nim—, una regla del protocolo político de los rusos cuando participan en torneos. Aunque ha sido muy criticada, no por ello han dejado de cumplirla.

La calzada estaba cubierta de nieve y daba la impresión de que hacía mucho que no pasaba un coche. Los árboles unían sus copas en lo alto formando arcos como los de las catedrales y eran tan frondosos que impedían ver el jardín. Por fin llegamos a una enorme calzada que descubría un círculo, en cuyo centro se alzaba una fuente. La casa apareció ante nosotros iluminada por la luna. Era enorme, con grandes gabletes y un montón de chimeneas en el tejado.

—De modo que el señor Solarin se matriculó en la Facultad de Física y abandonó el ajedrez —concluyó Nim al tiempo que apagaba el motor—. Desde que cumplió los veinte años solo ha participado en algún que otro torneo.

Nim me ayudó a bajar del coche y, cargados con el cuadro, avanzamos hasta la entrada, cuya puerta abrió mi amigo con la llave.

Entramos en el vasto vestíbulo. Nim encendió la lámpara, una majestuosa araña de cristal tallado. El suelo del vestíbulo y de las habitaciones circundantes era de pizarra cortada a mano, tan pulida que brillaba como el mármol. En la casa hacía tanto frío que mi aliento formaba nubes de vaho y entre las baldosas de pizarra se habían formado hilos de hielo. Nim me guió a través de una sucesión de habitaciones a oscuras, hasta la cocina. Era una estancia preciosa. Las lámparas de gas originales seguían en las paredes y el techo. Nim dejó el cuadro y encendió las farolas de carruaje que adornaban las paredes. Arrojaron un alegre resplandor dorado sobre la estancia.

La cocina era muy grande, de unos nueve por quince metros, con amplias puertaventanas que daban al jardín nevado, tras el cual se divisaba a lo lejos la espuma del mar a la luz de la luna. A un lado había hornos, probablemente de leña, y unos fogones lo bastante grandes para cocinar para cien comensales, y al otro se alzaba una gigantesca chimenea de piedra que ocupaba toda la pared. Delante había una mesa redonda, de roble, para ocho o diez personas, con la madera rajada por muchos años de uso. Por todas partes había grupos de sillas cómodas y mullidos sofás tapizados con alegre cretona floreada.

Nim se acercó a la pila de leña amontonada junto a la chimenea y preparó un lecho de ramas finas sobre las que depositó varios leños gruesos. Pocos minutos después un cálido resplandor bañaba la cocina. Me quité las botas y me arrellané en un sofá, mientras Nim descorchaba una botella de vino. Me dio una copa, se sirvió otra y se sentó a mi lado. En cuanto me quité el abrigo, acercó su copa a la mía.

—Por el ajedrez de Montglane y las infinitas aventuras que te deparará —brindó sonriente, y bebió.

—Mmm, es delicioso —comenté.

—Es amontillado —explicó mientras hacia girar el vino en la copa—. Por caldos inferiores a este han emparedado a más de una persona.

—Espero que no tengan ese cariz las aventuras que has planeado para mí. Te aseguro que mañana tengo que trabajar.

—«Morí por la belleza, morí por la verdad» —citó Nim—. Siempre hay algo por lo que nos creemos capaces de dar la vida, pero te aseguro que no conozco a nadie dispuesto a correr el riesgo de morir por ir a trabajar a Consolidated Edison.

—¿Pretendes asustarme?

—En absoluto —replicó Nim, y se quitó la chaqueta de piel y la bufanda de seda. Llevaba un jersey rojo que combinaba espléndidamente con su pelo. Estiró las piernas—. Sin embargo, si un desconocido misterioso me abordara en una sala vacía del edificio de Naciones Unidas, yo le haría caso. Sobre todo teniendo en cuenta que sus advertencias se han seguido de la muerte prematura de otras personas.

—¿Por qué crees que me ha elegido Solarin?

—Esperaba que tú me dijeras la respuesta —respuso Nim. Bebió un sorbo de amontillado mirando el fuego con expresión meditabunda.

—¿Qué sabes de la fórmula secreta de la que habló en España?

—No fue más que un pretexto para despistar. Solarin es un fanático de los juegos matemáticos. Desarrolló una nueva fórmula para el recorrido del caballo y apostó que se la entregaría a quien lo batiera. ¿Sabes qué es el recorrido del caballo? —preguntó al ver mi expresión de perplejidad.

Negué con la cabeza.

—Es un acertijo matemático. Hay que pasear al caballo por todas las casillas del tablero sin pasar dos veces por la misma, empleando el movimiento característico del caballo: dos casillas horizontales y una vertical, o al revés. Durante siglos, diversos matemáticos han intentado elaborar fórmulas. Euler dio con una y Benjamin Franklin, con otra. El «recorrido cerrado» consiste en acabar en la casilla de partida.

Nim se levantó y, mientras manipulaba diversos cacharros y encendía los fogones de la cocina, añadió:

—Durante el torneo celebrado en España los periodistas italianos sospecharon que Solarin había ocultado otra fórmula en el recorrido del caballo. A Solarin le gusta jugar a varias bandas. Sabiendo que era físico, extrajeron la conclusión de que el tema despertaría interés.

—Solarin es físico —dije. Acerqué una silla a los fogones y cogí la botella de amontillado—. Si su fórmula no era importante, ¿por qué los rusos lo sacaron de España con tantas prisas?

—Serías una extraordinaria periodista —opinó Nim—. En efecto, eso fue lo que pensaron. Sin embargo, Solarin es un experto en acústica, una parte de la física difícil, con pocos especialistas, y que no tiene nada que ver con la defensa. La mayoría de las universidades de este país no ofrecen estudios de acústica. Es posible que en Rusia Solarin se dedique a diseñar auditorios, si es que aún los construyen.

Nim puso un cazo al fuego, fue a la despensa y volvió cargado de carne y verduras frescas.

—En la calzada de acceso a la casa no había huellas de neumáticos —observé—. Hace días que no nieva. ¿De dónde salen las espinacas frescas y las setas exóticas?

Nim sonrió como si yo acabara de superar una prueba importante.

—Tus aptitudes detectivescas son excelentes y creo que vas a necesitarlas —afirmó, mientras lavaba las verduras en el fregadero—. El guarda me hace las compras. Entra y sale por la puerta de servicio.

Nim desenvolvió una barra de pan de centeno salpicado de eneldo y abrió un recipiente con mousse de trucha. Untó una buena rebanada y me la pasó. Yo apenas había probado bocado en todo el día. El aperitivo era delicioso y la cena, aún más. Comimos finas tajadas de ternera bañadas en salsa agridulce, espinacas frescas con piñones y tomates rojos (algo difícil de encontrar en esa época) hervidos y rellenos de puré de manzana al limón. Sirvió las setas, dispuestas en forma de abanico y ligeramente salteadas, como guarnición, junto con una ensalada de lechuga, lombarda, brotes de diente de león y avellanas tostadas.

Después de quitar la mesa Nim sirvió café con un chorrito de licor Tuaca. Nos trasladamos a los mullidos sillones dispuestos junto al fuego, que había quedado reducido a ascuas. Nim sacó del bolsillo de su chaqueta, que había dejado en el respaldo de una silla, la servilleta con las palabras de la pitonisa. Tras leer y releer durante un buen rato el texto escrito por Llewellyn, me lo entregó y se puso a avivar el fuego.

—¿No notas nada raro en el poema? —preguntó.

Lo leí, pero no percibí nada extraño.

—Tú ya sabes que el cuarto día del cuarto mes es mi cumpleaños —dije. Nim asintió con expresión seria junto a la chimenea; a la luz de las llamas su cabello brillaba con un tono dorado rojizo—. La pitonisa me aconsejó que no se lo dijera a nadie.

—Como de costumbre, has cumplido tu palabra —observó Nim con ironía, mientras añadía varios leños al fuego. Se dirigió a la mesa del rincón, cogió bolígrafo y papel y volvió a sentarse a mi lado—. Mira esto.

Copió en letras mayúsculas el poema, separado en varias líneas; en la servilleta estaba escrito de corrido. Ahora se leía:

Juego hay en estas líneas que componen un indicio.

Apenas es ajeno a las casillas del ajedrez; cuatro en total.

Deberán ser, y día y mes para evitar el jaque mate en un alarde.

O cual realidad es el juego, o solo es ideal.

Un conocimiento, una y mil veces nombrado, que llega muy tarde.

Batalla de pieza blanca, librada desde el inicio.

Exhausta negra, seguirá tratando de evitar su destino en balde.

Como tú bien sabes, busca del treinta y tres y del tres el beneficio.

Velado siempre, de ahí a la eternidad, el secreto umbral.

—¿Qué te parece? —preguntó Nim mirándome mientras yo releía su versión del poema sin saber adónde quería llegar—. Analiza la estructura —añadió con impaciencia—. Utiliza tu mente matemática.

Volví a leer el poema y entonces lo vi claro.

—La suma es irregular —declaré orgullosa.

Nim frunció el ceño y me arrebató el papel de las manos. Volvió a leerlo y soltó una carcajada.

—Sí, es eso —exclamó devolviéndome el poema—. No me había percatado. Venga, coge el bolígrafo y apúntalo.

Cogí el bolígrafo y escribí: «Indicio-Total-Alarde (A-B-C), Ideal-Tarde-Inicio (B-C-A) y Balde-Beneficio-Umbral (C-A-B)».

—Entonces este es el esquema de la suma —dijo Nim, y lo copió debajo de lo que yo había escrito—. Pon números en lugar de letras y súmalos.

Escribí los números junto a las letras de Nim y quedó así:

—¡El 666 es el número de la Bestia en el Apocalipsis! —exclamé.

—Ni más ni menos —concluyó Nim—. Si sumas cada una de las filas horizontales de los números, tendrás el mismo resultado. Querida, es lo que se conoce como «cuadrado mágico». Es otro juego matemático. Algunos recorridos del caballo desarrollados por Ben Franklin ocultaban cuadrados mágicos. Tienes madera para estas cosas. De buenas a primeras has encontrado uno que yo no había visto.

—¿No lo habías visto? —pregunté ufana como un pavo real—. En ese caso, ¿qué era lo que querías que encontrara?

Examiné el papel como si buscara un conejo oculto en un dibujo de una revista infantil, a la espera de que en cualquier instante apareciera de costado o del revés.

—Separa con una línea los dos últimos versos de los siete anteriores —propuso Nim. Cuando así lo hice, añadió—: Ahora mira la primera letra de cada verso.

Bajé lentamente la mirada por la página y al llegar al final sentí un escalofrío, a pesar del fuego que caldeaba la cocina.

—¿Qué pasa? —preguntó Nim mirándome asombrado.

Seguí con la vista clavada en el papel, sin pronunciar palabra. Cogí el bolígrafo y apunté lo que había visto.

«J-A-D-O-U-B-E / C-V», decía el papel, como si se dirigiera a mí.

—Eso es —dijo Nim cuando me senté petrificada a su lado—. J’adoube, la expresión ajedrecística en francés que significa «toco», «compongo», «coloco bien». Es lo que dicen los jugadores cuando, durante la partida, quieren centrar un trebejo en la casilla. A continuación aparecen las letras C y V, es decir, tus iniciales. Parece que la pitonisa te estaba transmitiendo un mensaje. Tal vez quiere ponerse en contacto contigo. Comprendo que… caramba, ¿por qué estás tan asustada?

—No lo entiendes —constesté con voz temblorosa—. J’adoube fueron… fueron las últimas palabras que Fiske pronunció en público, inmediatamente antes de morir.

Other books

Delaney's Shadow by Ingrid Weaver
I Am Her Revenge by Meredith Moore
Henry and Beezus by Beverly Cleary
HeartsAflameCollectionV by Melissa F. Hart
Last Respects by Jerome Weidman