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Authors: Katherine Neville

El ocho (51 page)

BOOK: El ocho
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El dosel en forma de tienda que protegía a Mireille del sol se agitaba por encima de la silla del camello como vela de un barco que surcara el mar del desierto. Era lo único que se oía, ese aleteo seco… mientras a lo lejos el desierto se desgarraba.

Después Mireille oyó algo más… un murmullo leve y aterrador, como una misteriosa canción oriental. Los camellos empezaron a agitarse. Tiraban de las riendas y se removían inquietos. La arena se deslizaba bajo sus patas. Shahin saltó del suyo y cogió las riendas para dominarlo.

—Tienen miedo de las arenas cantarinas —gritó a Mireille, mientras asía las riendas de su montura para que bajara y lo ayudara a quitar el dosel.

Shahin vendó los ojos de los camellos, que se tambaleaban y agitaban con su voz ronca. Los maneó con un ta’kil, trabándoles las patas delanteras por encima de la rodilla, y los obligó a echarse en la arena mientras Mireille retiraba las sillas. El viento caliente cobraba velocidad mientras el canto de las arenas se elevaba.

—Están a dieciséis kilómetros —exclamó Shahin—, pero avanzan muy rápido. ¡En veinte o treinta minutos los tendremos encima!

Clavó en la arena los palos de la tienda, y sujetó la lona sobre sus equipajes, mientras los camellos bramaban frenéticamente y buscaban un lugar seguro sobre las arenas movedizas. Mireille cortó las sibaks, los cordeles de seda que sujetaban los halcones a sus perchas, cogió las aves y las metió en un saco que colocó bajo la tienda todavía sin levantar. Después ella y Shahin se acurrucaron bajo la lona, que estaba ya medio enterrada bajo una capa pesada de arena.

Debajo de la lona, Shahin cubrió la cara y la cabeza de Mireille con un trozo de muselina. Aun allí, bajo la tienda, ella sentía cómo las partículas punzantes le pinchaban la piel y se colaban en su boca, nariz y oídos. Se tumbó sobre la arena y contuvo la respiración mientras el ruido aumentaba… como el rugido del mar.

—Es la cola de la serpiente —explicó Shahin, rodeándole los hombros con los brazos para formar una bolsa de aire que les permitiera respirar mientras la arena caía cada vez con más fuerza sobre ellos—. Se levanta para guardar la puerta. Esto significa que, si Alá nos permite vivir, mañana llegaremos al Tassili.

San Petersburgo, Rusia, marzo de 1793

La abadesa de Montglane estaba sentada en el vasto salón de sus aposentos en el palacio imperial de San Petersburgo. Los pesados tapices que cubrían puertas y ventanas impedían la entrada de la luz y prestaban a la estancia una sensación de seguridad. Hasta aquella misma mañana la abadesa se había creído segura, pensando haber previsto toda eventualidad. Ahora comprendía que se había equivocado. Estaba rodeada por la media docena de femmes de chambre que la zarina Catalina había puesto a su servicio. Sentadas en silencio, con la cabeza inclinada sobre sus encajes y bordados, la vigilaban con el rabillo del ojo para poder informar de todos sus movimientos. La abadesa movía los labios susurrando un credo, para que creyeran que estaba entregada a la oración.

Mientras tanto, sentada ante el escritorio taraceado francés, abrió su ejemplar de la Biblia, encuadernado en piel, y leyó por tercera vez la carta que esa misma mañana le había pasado subrepticiamente el embajador francés… lo último que hizo antes de que el trineo lo llevara de regreso a Francia, expulsado.

La carta era de Jacques-Louis David. Mireille había desaparecido; había huido de París durante el Terror, tal vez incluso abandonado Francia. Y Valentine, la dulce Valentine, había muerto. La abadesa se preguntó desesperada dónde estarían las piezas. Como es natural, la carta no lo explicaba.

En ese instante se oyó un fuerte estruendo en la antecámara… un estrépito de objetos metálicos seguido de exclamaciones sobresaltadas. La voz estentórea de la zarina se impuso a las demás.

La abadesa cerró la Biblia para ocultar la carta. Las femmes de chambre intercambiaban miradas inquietas. De golpe la puerta del salón se abrió de par en par. El tapiz que la cubría cayó al suelo con un estruendo de anillas de bronce.

Las damas se pusieron en pie, estupefactas, volcando los costureros, de donde rodaron carretes de hilos y telas, mientras Catalina entraba impetuosamente en la habitación, dejando a sus espaldas un enjambre de guardias desconcertados.

—¡Fuera! ¡Fuera, fuera! —gritó atravesando el salón, al tiempo que golpeaba contra su palma un rígido rollo de pergamino.

Las damas de compañía se apresuraron a apartarse de su camino y se dirigieron hacia la puerta dejando tras de sí un rastro de hilos y telas. En la antecámara hubo una pequeña aglomeración cuando chocaron con los guardias en su intento por huir de la ira soberana; después las puertas exteriores se cerraron con un golpe… en el momento preciso en que la emperatriz llegaba junto al escritorio. La abadesa sonrió tranquila, con la Biblia cerrada delante de ella, sobre el escritorio.

—Mi querida Sofía —dijo con dulzura—, después de tantos años vienes a rezar maitines conmigo. Propongo que comencemos con el acto de contrición…

La emperatriz arrojó el rollo de pergamino sobre la Biblia de la abadesa. Sus ojos ardían de furia.

—¡Empieza tú con el acto de contrición! —vociferó—. ¿Cómo te atreves a desafiarme? ¿Cómo te atreves a negarte a obedecer? ¡En este Estado mi voluntad es la ley…! ¡Este Estado te ha dado asilo durante más de un año… pese a las advertencias de mis consejeros y en contra de mi propio buen juicio! ¿Cómo osas rechazar mi orden? —Y cogiendo el pergamino, lo abrió delante de la abadesa—. ¡Fírmalo! —aulló. Con mano temblorosa y el rostro rojo de furia sacó del tintero la pluma, de la que cayeron algunas gotas sobre el escritorio—. ¡Fírmalo!

—Mi querida Sofía —repuso con calma la abadesa cogiendo el pergamino—. No sé de qué me hablas. —Y miró la página como si nunca la hubiera visto.

—¡Platón Zubov me ha dicho que te niegas a firmarlo! —exclamó la emperatriz, mientras la abadesa continuaba leyendo. La pluma seguía goteando tinta—. ¡Exijo saber la razón… antes de encerrarte en prisión!

—Si vas a mandarme a prisión —dijo la abadesa sonriendo—, no veo de qué puede servir mi excusa… aunque para ti pueda tener una importancia fundamental. —Y volvió la vista al papel.

—¿Qué quieres decir? —preguntó la emperatriz dejando la pluma en el tintero—. Sabes muy bien qué es este papel… ¡Negarse a firmarlo es un acto de traición contra el Estado! Cualquier emigrado francés que desee permanecer bajo mi protección ha de firmar este juramento. ¡Esa nación de bribones disolutos ha asesinado a su rey! He expulsado de mi corte al embajador Genet… He roto relaciones diplomáticas con ese gobierno títere de imbéciles… He prohibido que los barcos franceses fondeen en puertos rusos.

—Sí, sí —dijo la abadesa con cierta impaciencia—. Pero ¿qué tiene esto que ver conmigo? No creo que pueda considerárseme una emigrada… Salí de Francia mucho antes de que cerrara sus puertas. ¿Por qué tendría que cortar mis relaciones con mi país… o la correspondencia amistosa que no hace daño a nadie…?

—¡Al negarte das entender que estás coaligada con esos demonios! —exclamó Catalina horrorizada—. ¿No te das cuenta de que votaron la ejecución de un rey? ¿Con qué derecho se toman semejante libertad? Esa chusma… ¡lo asesinaron a sangre fría, como a un delincuente común! ¡Lo raparon, lo dejaron en camisa y lo llevaron en una carreta de madera para que la escoria lo escupiera! En el cadalso, cuando intentó hablar… perdonar los pecados de su pueblo antes de que lo degollaran como a una res… lo obligaron a colocar la cabeza sobre el tajo y ordenaron que empezaran a tocar los tambores…

—Lo sé —dijo con calma la abadesa—. Lo sé. —Dejó el pergamino sobre el escritorio y se puso en pie ante su amiga—. Pero no puedo interrumpir la comunicación con Francia, pese a cualquier ucase que se te ocurra inventar. Hay algo peor… más espantoso que la muerte de un rey… quizá que la muerte de todos los reyes.

Catalina miraba estupefacta a la abadesa, que abrió la Biblia, sacó de entre sus páginas la carta y se la tendió.

—Tal vez hayan desaparecido algunas piezas del ajedrez de Montglane —dijo.

Catalina la Grande, emperatriz de todas las Rusias, estaba sentada frente a la abadesa, y entre ellas estaba el tablero de ajedrez de azulejos blancos y negros. Cogió un caballo y lo colocó en el centro. Parecía agotada y enferma.

—No lo comprendo —susurró—. Si siempre has sabido dónde estaban las piezas, ¿por qué no me lo dijiste? ¿Por qué no confiaste en mí? Creí que las habías dispersado…

—En efecto —repuso la abadesa estudiando el tablero—, pero las dispersé depositándolas en manos que creía poder controlar. Al parecer me equivocaba. Una de las jugadoras ha desaparecido con algunas piezas. Debo recobrarlas.

—Por supuesto —convino la emperatriz—. Ya ves que debiste recurrir a mí desde un principio. Tengo agentes en todos los países. Si alguien puede recuperar esas piezas soy yo.

—No seas ridícula —dijo la abadesa, que adelantó su reina y comió un peón—. Cuando la joven en cuestión desapareció, había en París ocho piezas. No sería tan tonta como para llevárselas consigo. Es la única que sabe dónde están ocultas… y no confiaría en nadie, salvo en una persona que supiera a ciencia cierta que he enviado yo. He escrito con este objeto a mademoiselle Corday, que dirigía el convento en Caen. Le he pedido que viaje a París en mi nombre… para encontrar el rastro de la chica desaparecida antes de que sea demasiado tarde. Si ella muriera, el secreto del escondite de esas piezas moriría con ella. Ahora que has expulsado a mi correo, el embajador Genet, ya no puedo comunicarme con Francia, a menos que me ayudes. Mi última carta ha salido en su valija diplomática.

—Hélène, eres demasiado inteligente para mí —comentó Catalina con una amplia sonrisa—. Debí haber supuesto cómo llegaba el resto de tu correo… el que no pude confiscar.

—¡Confiscar! —exclamó la abadesa observando cómo Catalina retiraba su alfil del tablero.

—Nada interesante —aseguró la zarina—. Ahora que has demostrado que te inspiro la confianza suficiente para revelar el contenido de esta carta, tal vez estés dispuesta a permitir que te ayude con el ajedrez, como te ofrecí al principio. Sigo siendo tu amiga… aunque sospecho que solo la expulsión de Genet te ha movido a confiar en mí. Quiero el ajedrez de Montglane. Debo conseguirlo antes de que caiga en manos menos escrupulosas que las mías. Viniendo aquí pusiste tu vida en mis manos, pero hasta ahora no habías compartido conmigo lo que sabes. ¿Por qué no iba a confiscar tus cartas, si no demostrabas confianza en mí?

—¿Cómo podía confiar hasta ese punto? —exclamó la abadesa, airada—. ¿Crees que no tengo ojos? ¡Has firmado un pacto con Prusia, tu enemigo, para otra partición de Polonia, tu aliada! Tu vida está amenazada por mil adversarios, incluso en tu propia corte. Debes saber que tu hijo Pablo está en su hacienda de Gatchina, entrenando tropas de aspecto prusiano con vistas a un golpe de Estado. Todos los movimientos que haces en este juego peligroso dan a entender que buscas el ajedrez de Montglane para servir a tus propios fines: el poder. ¿Cómo puedo saber que no me traicionarás como has traicionado a tantos otros? Y aunque estés de mi parte, como deseo creer… ¿qué sucedería si trajera el ajedrez aquí? Ni siquiera tu poder puede continuar más allá de la tumba, querida Sofía. ¡Si tú murieras, tiemblo al pensar en el uso que podría dar tu hijo Pablo a estas piezas!

—No tienes por qué temer a Pablo —resopló la zarina mientras la abadesa enrocaba—. Su poder nunca llegará más allá de esas tropas miserables a las que hace marchar con sus ridículos uniformes. Cuando yo muera, será mi nieto Alejandro quien reine. Yo misma lo he educado y hará lo que le he dicho…

En ese momento la abadesa se llevó un dedo a los labios y señaló el tapiz que cubría el extremo más alejado de la habitación. Obedeciendo a su gesto, la zarina se levantó resueltamente de su silla. Mientras la abadesa seguía hablando, ambas mujeres miraban el tapiz.

—Ah, qué jugada más interesante. Plantea problemas…

La zarina atravesaba la habitación con poderosas zancadas. Con un solo movimiento apartó el tapiz, detrás del cual estaba el príncipe Pablo, con el rostro rojo como una remolacha. Miró a su madre y, avergonzado, clavó la vista en el suelo.

—Madre, venía a haceros una visita… —balcuceó sin atreverse a alzar la mirada—. Quiero decir, majestad… venía… a ver a la reverenda madre, la abadesa, para hablar de un asunto…

—Veo que eres tan inteligente como tu difunto padre —espetó la zarina—. ¡Y pensar que he llevado en mi vientre un príncipe cuyo principal talento parece ser fisgar detrás de las puertas! ¡Sal de aquí enseguida! ¡Solo verte me repugna!

Le dio la espalda. La abadesa vio la expresión de odio amargo que se dibujaba en el rostro de Pablo mientras miraba a su madre. Catalina estaba jugando un juego peligroso con ese muchacho; no era tan tonto como ella creía.

—Ruego que la reverenda madre y vuestra majestad sepan perdonar mi intrusión —susurró. Después, haciendo una profunda reverencia en dirección a la espalda de su madre, retrocedió un paso y salió en silencio de la habitación.

La zarina permaneció junto a la puerta con los ojos fijos en el tablero de ajedrez.

—¿Cuánto crees que habrá oído? —preguntó al cabo de unos segundos, leyendo los pensamientos de la abadesa.

—Debemos suponer que lo ha oído todo —contestó la abadesa—. Hay que actuar enseguida.

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