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Authors: Karin Fossum

Tags: #Intriga

El ojo de Eva (23 page)

BOOK: El ojo de Eva
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Había una ferretería en la plaza. No se atrevía a pedir un pie de cabra, así que se puso a mirar por los estantes buscando algo que poder meter por la rendija de una puerta. Encontró un cincel grande y fuerte, con un borde muy afilado, y un martillo sólido. El mango era de caucho con ranuras. La linterna tuvo que pedirla.

—¿Para qué la necesita? —preguntó el ferretero.

—Para iluminar —contestó Eva asombrada, mirando la tripa del hombre, que amenazaba con salirse de la bata de nailon.

—Sí, sí, eso está claro. Pero las linternas se hacen con distintos fines. Quiero decir si va a trabajar a la luz de la linterna, o si va a iluminar un sendero durante un paseo nocturno, o si va a hacer señales con ella…

—Trabajar —se apresuró a contestar.

El ferretero sacó una linterna impermeable y resistente a los golpes, con un mango largo y estrecho que estaba muy bien. Además, el rayo de luz podía concentrarse o dispersarse, según se quisiera.

—Ésta es de lo mejor que hay. Garantía eterna. Es la que usa la policía estadounidense. Cuatrocientas cincuenta coronas.

—¡Dios mío! De acuerdo, me la llevo —dijo rápidamente.

—Es muy buena para golpear a la gente en la cabeza —dijo el ferretero con semblante serio—. A los ladrones y eso…

Eva frunció el entrecejo. No estaba segura de si el hombre hablaba en serio.

Las herramientas costaban una fortuna, más de setecientas coronas. Pagó y se las llevó en una bolsa de papel gris. Eva se sentía como una ladrona a la antigua, sólo le faltaban las zapatillas de suela de goma y la capucha. Su estómago le recordó que no había comido nada. Fue hasta la cafetería de Jensen Manufaktur y pidió dos sándwiches, uno de salmón y huevo y otro de queso, leche y café. No vio a nadie conocido. En realidad, no conocía a nadie. Sólo veía caras anónimas por todas partes; caras que no le exigían nada, y en ese momento en que tenía tanto en qué pensar lo agradeció mucho. Luego fue a la librería y compró un mapa de carreteras. Se sentó en un escalón de la calle peatonal, medio oculta por un cartel de helados, y empezó a buscar. Pronto encontró el camino en el mapa, midió con los dedos y llegó a la conclusión de que tardaría al menos dos horas y media en llegar hasta allí. Si salía a las nueve, podría llegar antes de medianoche. ¿Se atrevería a ir sola a una cabaña de la altiplanicie de Hardanger, equipada con martillo y cincel?

Volvió a mirar el reloj. Estaba esperando a Elmer, que ya llevaba seis horas trabajando y que pronto habría concluido su primera jornada de asesino. A partir de entonces, Elmer contaría los días, vería en el calendario que el tiempo transcurría. Respiraría feliz cada noche al acostarse como hombre libre. Algún día Eva le daría, de un modo u otro, un pequeño toque, para que se le acabara esa sensación de seguridad y permaneciera despierto por las noches, esperando. Se iría derrumbando lentamente, tal vez comenzara a beber y luego a faltar al trabajo. Y entonces se iría al infierno. Eva sonrió agriamente. Se levantó del banco y se acercó a la tienda de deportes, donde compró un anorak verde oscuro con capucha, un impermeable, un par de zapatillas de deporte Nike y una pequeña mochila. Jamás había tenido nada igual en toda su vida. Pero si iba a andar por un sendero de la montaña por la noche, tendría que parecer la propietaria de una cabaña, si alguien la veía. Pagó casi mil cuatrocientas coronas por todo, y puso los ojos en blanco. Pero no se apreciaba que el contenido de su cartera fuera menguando. Qué fácil resultaba todo cuando uno no tenía que contar el dinero. Poder sacar los billetes y lanzarlos sobre el mostrador. Se sentía muy extraña, ligera, como si fuera otra persona; pero era ella, Eva, la que estaba allí, sembrando billetes a su alrededor. No es que deseara ningún tipo de lujo, no se sentía atraída por ello. Lo único que pedía era poder despreocuparse para pintar en paz. Eso era lo único que le interesaba. Al final, fue al banco y pagó las facturas: la electricidad, el teléfono, el impuesto del coche, el seguro y los impuestos municipales. Metió todos los recibos en el bolso y salió con la cabeza alta. Cruzó la plaza y bajó hasta los bancos de la orilla del río. Allí se puso a mirar fijamente el agua negra, que fluía a gran velocidad. Había mucha corriente. Un plato de cartón que tal vez había contenido una salchicha y puré de patatas pasó por delante de ella velozmente, como una lancha rápida en miniatura. Tal vez Elmer estuviera mirando en ese momento el reloj, quizá lo miraba más a menudo de lo que solía hacerlo antes. Pero nadie había preguntado por él, nadie había penetrado en la gran nave para conducirle a un coche que lo estaba esperando. Nadie había visto nada. Pensaría que se iba a librar. Eva se levantó del banco y se fue hacia el coche. Condujo hasta los baños municipales y aparcó en la parte de delante para poder vigilar la salida del aparcamiento. El guarda de Securitas seguía paseándose por entre las filas de coches. Eva agachó la cabeza y se puso a estudiar el mapa de carreteras. Eran las tres menos cuarto.

Por fin llegaron tres hombres andando. Elmer se detuvo junto al coche blanco y se pasó una mano por el pelo. Lo llevaba suelto, pero Eva reconoció su perfil y su tripa. Hablaba, gesticulaba y daba golpecitos amistosos con el puño a sus dos compañeros.

¡Como si nada hubiera pasado!

Estaban hablando del coche, Eva lo adivinó por los gestos. Estudiaron las llantas; uno de ellos se agachó y señaló algo en el radiador. Elmer negó con la cabeza, como si no estuviera de acuerdo. Puso una mano en el techo del vehículo, como para mostrar que era de su propiedad. Un tío fornido, con aires de chulo. Eva puso el coche en marcha y salió lentamente del lugar. Tal vez el tipo era uno de esos raudos conductores que la dejarían atrás enseguida. Su coche era un vehículo rápido y en buen estado; el de ella apenas andaba. Pero a esa hora había un tráfico muy denso, de manera que no sería difícil seguirlo. El motor del coche del hombre rugió rabioso al arrancar, como si debajo del capó se escondiera algo distinto a lo normal. Los otros dos se quitaron de en medio de un salto. Él les dijo adiós con la mano y bajó despacio hasta la barrera, que estaba levantada. Eva tuvo suerte: el hombre puso el intermitente a la derecha y pasaría justo delante de ella; tenía que darse prisa y conseguir colocarse inmediatamente detrás. El hombre se había puesto unas gafas de sol. En el instante en que Eva se metió en la calle, él miró por el espejo retrovisor. Eva tuvo una sensación de malestar e intentó mantener una distancia cortés siguiéndole muy despacio, primero por la transitada calle principal y luego por los alrededores de la ciudad. El hombre dejó atrás el hospital y pasó por la funeraria, y al cabo de un rato se colocó en la fila de la derecha; no sobrepasaba el límite de velocidad y conducía correctamente; en ese momento pasó por el videoclub y el almacén de ordenadores. Se estaban acercando ya a Rosenkrantzgate; el hombre volvió a mirar por el espejo retrovisor y de repente puso el intermitente a la derecha. Eva estaba obligada a continuar todo recto, pero por el espejo le dio tiempo a ver que el hombre se detenía junto a una casa verde en la primera entrada. Un niño salió corriendo, quizá fuera su hijo. Luego desaparecieron.

De modo que el tipo vivía en la casa verde de Rosenkrantzgate, y posiblemente tenía un hijo de unos cinco o seis años. ¡Como Emma! pensó.

¿Podría ese hombre seguir haciendo de padre después de lo sucedido? ¿Podría sentar al niño sobre sus rodillas por las noches y cantarle? ¿Ayudarle a cepillarse los dientes? ¿Con esas mismas manos que le habían convertido en asesino? Eva no pudo cambiar de sentido hasta llegar al hipódromo; allí hizo un descarado giro hacia la izquierda en forma de U y volvió por el mismo camino por el que había llegado. La casa verde quedaba entonces a su derecha. Fuera, había una mujer con una palangana en las manos. Pelo aclarado y cardado, recogido en lo alto de la cabeza. Una cursi, pensó Eva, exactamente la mujer que elegiría un tipo como él. ¡Ya lo tenía! Y pronto, muy pronto, tendría también dos millones de coronas.

31

E
ran las nueve de la noche cuando se metió en el coche. Al cabo de dos horas y media se había fumado diez cigarrillos. La tienda amarilla no se veía por ninguna parte. Se le estaban entumeciendo las piernas y le dolía la espalda. De repente le pareció que era una idea descabellada. Fuera del coche reinaba una oscuridad total, y ya había dejado atrás Veggeli y el café donde siempre había un gran
troll
fuera; había pasado por todos los pequeños pueblos, reconociéndolos uno a uno por sus nombres. Iba por buen camino, estaba segura. La tienda tenía que estar al lado derecho de la carretera y debería estar iluminada, como suelen estarlo las tiendas durante toda la noche. Pero no se veía más que una completa oscuridad; ninguna casa, nada de tráfico. El bosque se alzaba a ambos lados de la carretera como negras paredes, era como conducir hacia el fondo de una profunda garganta. De la radio salía una música que de repente le resultó estridente y pesada. ¡Dónde coño estaba esa tienda!

Se fue hacia un lado de la carretera y paró el coche. Encendió otro cigarrillo y se puso a reflexionar. Era cerca de medianoche y se sentía cansada. Tal vez no encontrara nunca esa tienda, puede que se hubiera equivocado. Hacía tanto tiempo… veinticinco años, no éramos más que unas crías. Maja dirigía el grupo y las demás la seguían como mansos corderos: Eva, Hanne, Ina y Else Gro. Llevaban viejos sacos de dormir verdes y latas de comida, tabaco de liar y cerveza. Quizá hubieran derribado la tienda amarilla y construido en su lugar un enorme centro comercial. Aunque en medio del bosque no solían levantar centros comerciales, ¿no? Seguiría conduciendo un poco más, se daría veinte minutos; si no la encontraba, daría la vuelta. También podía pasar la noche en el coche y seguir buscando cuando se hiciera de día. Pero la idea de dormir en el asiento de atrás no era muy tentadora; estaba en el culo del mundo, ni siquiera estaba segura de que se atreviera a quedarse en el coche. Arrancó, volvió a la carretera y apagó el cigarrillo en el cenicero, que estaba repleto. Volvió a mirar el reloj y aceleró. La carretera pasaba por un puente, creía recordar, había muchas ovejas y cabras, y una cuesta muy empinada llena de curvas cerradas. Durante el invierno, la carretera se cortaba en el hotel de montaña, y Maja tenía que subir en esquís el último trecho. Menos mal que aún no había nieve, aunque quizá allí arriba ya había nevado, entonces tendría que recorrer el último trecho abriéndose paso entre la nieve; era algo que no se le había ocurrido. Eva no era muy aficionada a la vida al aire libre, y se sentía muy torpe. Encendió otro cigarrillo, el tabaco empezaba a provocarle náuseas; buscaba alguna luz en el bosque oscuro y subió la calefacción del coche. El aire era distinto allí arriba, mucho más fresco. ¡Joder, qué lejos estaba eso! Puede que Elmer estuviera ya en la cama, con las pesadillas haciendo cola para mantenerle despierto, o tal vez estaba sentado en el salón con su tercer whisky, mientras su mujer dormía ya el sueño de los inocentes. No debía de ser fácil acostarse con la imagen de Maja en la retina, con la sensación de sus piernas pataleando para librarse de él mientras la apretaba contra el colchón con la almohada. Maja tuvo que haber opuesto una gran resistencia. Su amiga era fuerte, pero los hombres lo eran muchísimo más, ése era un hecho que nunca dejaba de asombrarla. Ni siquiera hacía falta que fueran muy corpulentos, era como si estuvieran hechos de otra materia. Frenó de repente. Vio luces un poco más adelante, al lado izquierdo de la carretera. Poco a poco iba apareciendo ante sus ojos el conocido cartel cuadrado de color naranja, con una gran S.
[4]

Samvirkelaget
. La tienda amarilla. Y allí estaban el camino y el puente. Cruzó la carretera y cambió a segunda antes de iniciar la subida por el montañoso camino. Se le volvió a acelerar el pulso y se imaginó la cabaña, un taquito de madera, sencillo y modesto, escondiendo en su interior un tesoro, un verdadero castillo encantado, la llave de una vida sin preocupaciones. Maja debería verla en ese momento, le habría gustado; le gustaba la gente que aprovechaba los bienes que la vida ofrecía. Al menos, no le habría hecho ninguna gracia que el dinero hubiera ido a parar al Estado. Dos millones, ¿cuánto sacaría de intereses si le dieran un seis o un siete por ciento? No, no podía ir al banco. Se mordió el labio, tendría que guardarlo en el sótano. Nadie debería enterarse, ni siquiera Emma. Y tendría que procurar no derrochar, no hablar en sueños y no emborracharse. La vida se volverá muy complicada, pensó. Su Opel Ascona subía gateando por la ladera; no se encontró con un solo coche, era como hallarse en otro planeta, en un lugar totalmente desierto, incluso las ovejas habían desaparecido. Tal vez hacía demasiado frío para ellas. Eva no sabía nada de esas cosas. Al cabo de quince minutos vio a la derecha el hotel de montaña. Continuó por el mismo camino, vio el lago y buscó el lugar por el que se bajaba hasta él. No había rastro de nieve, pero allí arriba había más luz, y el cielo era inmenso. A la izquierda vio una cabaña bastante grande, por una ventana salía luz. Se estremeció un instante. Si había gente, debería tener mucho cuidado. Los propietarios de las cabañas de montaña solían conocerse y estar en contacto. Era gente de Oslo, tenían cabañas en ese lugar desde hacía varias generaciones. Sí, anoche vimos pasar un coche por aquí sobre las doce. Era el ruido de un motor desconocido, pues Amundsen tiene un Volvo, y Bertrandsen un Mercedes Diesel. De manera que era alguien forastero, eso es seguro.

Eva tomó la curva y siguió el lago. Estaba tranquilo como un espejo y tenía un aspecto metálico, como si estuviera cubierto por una capa de hielo. Divisó una pequeña cabaña junto al agua y pensó que habría un camino que conduciría hasta ella. Lo encontró; estaba lleno de baches y agujeros, por lo que condujo con mucho cuidado. Miraba constantemente a su alrededor, pero no veía luz en ninguna parte. No se detuvo hasta encontrarse junto al agua. Era posible dar la vuelta a la cabaña y aparcar en la parte de atrás. Así lo hizo. Apagó el motor y las luces y por un instante permaneció inmóvil en medio de una completa oscuridad.

Estaba a punto de cerrar la puerta del coche pero cambió de idea. La puerta de un coche al cerrarse sonaría como el disparo de un rifle en el silencio. Se limitó a juntarla sin hacer ruido, y se metió la llave en el bolsillo. Luego se colgó a la espalda la mochila con el martillo, el cincel y la linterna, se subió la cremallera del anorak y se ató la capucha. No recordaba muy bien la distancia que había desde allí, pero calculaba que unos quince o veinte minutos andando. Hacía mucho, mucho frío; caminaba con la cabeza agachada, dando largos pasos por el desigual terreno. Esperaba ser capaz de reconocer la cabaña cuando llegara hasta ella. Recordó que por la parte de atrás discurría un arroyo, un arroyo en el que se habían lavado los dientes y del que habían cogido agua para el café. Por todas partes se erguían las montañas, negras y altivas. El pico más alto era el Johovda, habían subido hasta arriba del todo. Recordaba haber contemplado desde allí la altiplanicie de Hardanger y haberse sentido extrañamente pequeña, pero, el ver que la mayor parte de las cosas del mundo eran más grandes que ella, fue una sensación agradable. Le gustó. «Curioso —pensó de repente, caminando sola en medio de la oscuridad—, todos sabemos que vamos a morirnos y sin embargo vivimos todo lo que podemos.» Este pensamiento le hizo estremecerse.

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