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Authors: Brian Lumley

El origen del mal (39 page)

BOOK: El origen del mal
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—Pues yo he oído los ecos retumbando en el desfiladero. ¿Le diste de verdad a Shaithis?

—Le disparé a quemarropa —dijo Jazz sonriendo irónicamente—, hice unos cuantos agujeros en sus bestias voladoras, me parece… pero no los suficientes para dejarlas secas.

—¡Mejor eso que nada! —dijo Lardis dándole una palmada en el hombro—. Las heridas tardarán tiempo en curarse. Así les das a los vampiros algo en qué ocuparse y se quedan un tiempo sin hacer de las suyas.

Después volvió a quedarse pensativo.

—Estos hombres —dijo contemplando con el entrecejo fruncido al grupo de desgraciados que estaban sentados en el suelo— eran seguidores de Arlek. Si sus planes hubieran salido bien, tú ahora serías carne de vampiro. Con el arma que tienes, te costaría muy poco cargártelos a todos.

Y al decirlo hizo chasquear los dedos.

Zek los siguió, había oído lo que dijera Lardis y lo miraba con los ojos muy abiertos. Los hombres de los que hablaba Lardis también lo habían oído (Lardis se había asegurado de que así fuera) y levantaron la cabeza del suelo donde estaban sentados y sus rostros adoptaron de pronto una expresión preocupada y temerosa.

Jazz los miró y recordó que algunos parecían no estar de acuerdo con las ideas y acciones de Arlek.

—Arlek se burlaba de ellos —respondió a Lardis—, se burlaba a fondo. Y tú no estabas aquí para poner las cosas en su sitio. Tal como has dicho, era un cobarde; necesitaba de los demás para imprimir fuerza a sus opiniones. Éstos son los imbéciles que escuchaban lo que decía. Como es lógico, no habrían querido escucharle, pero uno castiga a los traidores, no a los imbéciles.

Lardis miró a Zek y le dirigió una sonrisa.

—Esto podría haberlo dicho yo —dijo, mientras ella suspiraba—. Además, uno de estos hombres te atacó por la espalda. ¿No te sientes furioso contra él? —prosiguió Lardis.

—Un poco —admitió Jazz tocándose el chichón que tenía detrás de la oreja—, aunque no lo bastante para matarlo. Lo que quizá podría hacer sería darle una lección.

Se preguntó qué perseguía Lardis. Era evidente que estaba enterado de cómo Jazz se había cargado a Arlek. Tal vez quería ser testigo de sus habilidades como luchador. Podía ser una prebenda que la tribu contase con un hombre capaz de enseñarles unas habilidades especiales para la lucha.

—¿Quieres darle una lección? —le dijo Lardis con una mueca.

Jazz estaba en lo cierto. Lardis se paseaba ahora entre los hombres sentados en el suelo, empujándolos a derecha e izquierda y apartándolos de las piedras, escupiéndoles todo el menosprecio que le inspiraban.

—¿Cuál de vosotros le atacó? —preguntó.

Un joven musculoso, de aspecto nervioso, se levantó lentamente. Lardis indicó con el dedo una zona de terreno llano libre de piedras.

—¡Allí! —le gruñó.

—¡Espera! —dijo Jazz adelantándose—. Por lo menos que sea una lucha, ya que de lo contrario no tiene ninguna oportunidad. ¿Tiene algún amigo? ¿Un amigo íntimo?

Lardis enarcó sus expresivas cejas y se encogió de hombros. Con tono desabrido, preguntó al muchacho:

—¿Qué dices? Me parece que no es probable que lo tengas.

Otro joven, más fornido y más rústico, menos tímido que el otro, se puso de pie. Cuando se colocó al lado del otro en la zona de terreno despejado, Jazz pensó: «Primero te liquidaré a ti». A continuación, en voz alta, dijo:

—Así está bien.

Se aseguró de que la metralleta tuviera el seguro y se la pasó a Lardis, quien la aceptó con cierta cautela y la sostuvo torpemente.

Jazz se acercó a sus dos contrincantes.

—¡Cuando estéis preparados! —dijo sin darle mucha importancia—, a menos que no tengáis arrestos suficientes, en cuyo caso os podéis poner de rodillas y me besáis las botas.

Esto era un truco cuya finalidad era provocarlos y hacer que se lanzasen a una acción rápida y perdiesen el control.

¡Y así sucedió!

Se miraron uno a otro, hincharon el pecho y se lanzaron igual que toros, con la misma fiereza que esas bestias.

Jazz decidió ofrecer un espectáculo a Lardis. Evitó el envite del hombre que lo había golpeado con la maza y le propinó un puñetazo corto y lateral directamente al cuello, en el momento en que pasaba junto a él. No era suficiente para dejarlo fuera de combate, todavía no había llegado el momento de hacerlo, pero bastó para dejarlo aturdido y despatarrado en el suelo. El segundo, que era más fornido y un poco más cauto, desvió el cuerpo y se arrojó, rodando, a los pies de Jazz con intención de derribarlo. Pero le falló la estratagema, porque Jazz dio un salto, evitando el cuerpo que se le venía encima, y acto seguido se plantó junto a él en el momento en que el otro se ponía de pie. Entonces hizo una finta y le propinó un rápido golpe en plena cara. El otro, como lo había visto venir, desvió la mitad superior del cuerpo, pero la mitad inferior no sólo quedó expuesta sino servida en bandeja. Jazz le dio una certera patada en la ingle aunque, una vez más, no lo bastante fuerte como para acabar con él, sino simplemente para hacer que se doblase y cayese desplomado en el suelo como una piedra.

El primero, todavía aturdido pero animoso, volvía a estar de pie. Cogió una piedra llena de aristas y empezó a rodear a Jazz buscando un punto de entrada para atacarlo. Jazz tenía largas las piernas y sabía que, en determinadas circunstancias, éstas llegaban allí donde no alcanzaban los brazos… y en cualquier caso aquello tampoco era un combate pugilístico en toda regla. Se volvió a medias frente al hombre que llevaba la piedra en la mano, quien inmediatamente avanzó hacia él. Pero cuando Jazz se volvía, dobló al mismo tiempo el cuerpo hacia adelante de cintura para abajo y levantó la pierna derecha para darle un soberano puntapié. El movimiento fue tan rápido y tan alejado de las experiencias de lucha del otro que ni siquiera pudo valorar el carácter ofensivo de la agresión. Pero de pronto sintió que el brazo le quedaba entumecido y que la piedra que llevaba en la mano había caído al suelo. Presa todavía de la fluidez del movimiento iniciado, Jazz enderezó el cuerpo, siguió dando la vuelta como para terminar el círculo natural que había comenzado y propinó un golpe seco con los dedos rígidos en la nuez del cuello del otro. Inmediatamente después remató la faena con un puñetazo.

Después se agachó colocándose en actitud defensiva, como valorando el daño que había causado. Finalmente se relajó, volvió a ponerse de pie, dio un paso atrás y dobló los brazos.

Sus dos contrincantes estaban en el suelo, uno con las manos en las ingles lanzando gemidos de dolor, balanceándose hacia adelante y hacia atrás, y el otro jadeando, aspirando aire con avidez y frotándose el cuello. No tardarían en recuperarse, pero les costaría mucho olvidarlo.

Hubo un momento de silencio provocado por la sorpresa, interrumpido por Lardis, que no pudo contenerse, y se puso espontáneamente a aplaudir. Muchos de los hombres lo imitaron, pero no los que habían formado parte de la cuadrilla de Arlek. Estaban sentados muy tranquilos, mirando en todas direcciones salvo a Jazz, por lo que éste les lanzó un reto:

—¿Hay alguien más que quiera probar?

No hubo voluntarios.

—Dejo en tus manos el castigo que haya que imponerles, Jazz —le gritó Lardis—. ¿Qué hacemos con ellos?

—Ya los has humillado bastante —respondió Jazz—. Arlek ya estaba advertido, pero no quiso hacer ningún caso. De todos modos, ya lo ha pagado. Ahora bien, estos hombres también han sido advertidos. Si lo dejas en mis manos, te diré que es mejor no tomar represalias.

—¡Perfectamente! —dijo Lardis, aunque a regañadientes.

Acto seguido algunos hombres se adelantaron para ayudar a sus compañeros a ponerse de pie. Uno de ellos era de los que llevaban un espejo, que dejó cuidadosamente boca abajo en el suelo al agacharse para atender al de la garganta magullada. Jazz echó una mirada al gran espejo ovalado que estaba colocado boca abajo en el suelo, volvió a levantar los ojos… y se acercó más.


¿Cómo?
—exclamó—. ¿Qué quiere decir esto?

Zek se había aproximado, pero ahora lo miraba sorprendida.

—Jazz, ¿a qué te refieres?

—Lardis —lo llamó Jazz, ignorando a Zek un momento—, ¿de dónde has sacado esos espejos?

De pronto, sin que pareciera venir a cuento, su voz tenía un tinte de incredulidad.

Lardis se acercó con una sonrisa que le llegaba de oreja a oreja.

—¡Son mis nuevas armas! —respondió, no sin un cierto orgullo—. Busqué al Habitante… ¡y al final di con él! En prueba de amistad, me dio esos espejos. Menos mal para ti que me los dio…

Jazz recogió el espejo y contempló con incredulidad el dorso del mismo.

—¡Menos mal, en efecto! —consiguió decir al fin—. Quizás has tenido más suerte de lo que crees.

Se pasó la lengua por los labios y miró a Zek como buscando la confirmación de que sus ojos no le engañaban.

Zek miró el espejo que sostenían las manos temblorosas de Jazz y se quedó boquiabierta.

—¡Oh, Dios mío! —dijo con voz débil.

El dorso del espejo estaba revestido de contrachapado, al que algún Viajero había fijado unas cinchas de cuero. Pero lo curioso es que llevaba la etiqueta del fabricante, grabada en relieve con estas palabras:

MADE IN THE DDR.

KURT GEMMLER UND SOHN,

GUMMER STR.,

EAST BERLÍN.

Capítulo 14

Taschenka - La búsqueda de Harry - Empieza el recorrido

Taschenka «Tassi» Kirescu tenía diecinueve años, era bajita y delgada, no tenía ideas políticas de ningún tipo y estaba muy asustada.

Tenía la piel un poco mas oscura que el resto de la familia, los ojos grandes y ligeramente inclinados en un rostro ovalado, el pelo negro y brillante, en consonancia con sus ojos, peinado en trenzas. El padre de Tassi, Kazimir, al que no había vuelto a ver desde la noche en que fueron detenidos, solía decir en broma que su hija era un caso de atavismo.

—Tienes sangre mongola, hija mía —le había dicho con los ojos brillantes—, sangre de los grandes Khans que estuvieron por aquí hace cientos de años. O eso… o es que no conozco a tu madre tan bien como me figuro.

Después de esas palabras, Anna, la madre de Tassi, se ponía a despotricar contra su marido y, furiosa, le arrojaba lo primero que encontraba a mano.

Esto, por supuesto, ocurría en los buenos tiempos, que aunque sólo se remontaban a unas pocas semanas atrás, ahora parecía que estaban a una distancia de siglos.

Tassi no sabía nada de las verdaderas razones que habían llevado a Mijaíl Simonov a Yelizinka, al pie de los Urales. Lo único que había oído decir era que aquel muchacho venía de una ciudad y que no se había portado demasiado bien en su vida, que siempre había estado metiéndose en líos, y que por eso, como castigo, lo enviaban a hacer de leñador, para que aprendiera y se volviera un poco más formal y se le enfriaran los ánimos. Bueno, en lo que a esto último se refiere, difícilmente se habría podido encontrar otro lugar más fresco que Yelizinka, especialmente en invierno. Sin embargo, a Tassi no le parecía que la sangre de Mijaíl se hubiera enfriado demasiado durante su estancia en Yelizinka. En efecto, no tardaron mucho en hacerse novios, aunque de una manera un tanto extraña. Extraña porque él siempre había tenido interés en puntualizar que lo que había entre los dos no podía durar demasiado y que, por tanto, no era conveniente que se enamorasen y, aunque parezca extraño, también ella pensaba exactamente lo mismo. Él se quedaría un tiempo, haría lo que tuviese que hacer y después se marcharía, probablemente a Moscú, mientras que ella se buscaría un marido entre los muchachos de la comunidad de leñadores.

La chica se había sentido atraída por la soledad que había visto en él, así como por aquella tensión contradictoria que había percibido bajo su apariencia. Él, por su parte, en un momento de abandono y de ensueño, le había dicho que ella era la única cosa real de su vida y que a veces tenía la impresión de que todo el mundo e incluso el puesto que ahora mismo ella ocupaba en su vida no eran sino una enorme fantasía. Ahora acababan de decir a la chica que él no era otra cosa que un espía extranjero, cosa que a Tassi le parecía la más grande de todas las fantasías posibles… o así se lo había parecido al primer momento. Pero esto había sido antes de que se la llevaran al Perchorsk Projekt.

Desde entonces… todo se había convertido en una auténtica fantasía, en una historia de horror, en una pesadilla vivida con los ojos abiertos.

Su padre había sido encerrado en una celda contigua a la suya, cosa que había permitido que supiese que había sido torturado en innumerables ocasiones. Lo había oído a través de las paredes de acero que los separaban: sus jadeos roncos y aterrados, el ruido seco de los golpes, sus gritos angustiados solicitando piedad. Pero de éstos había habido pocos. Después, de eso hacía tres días, había habido una sesión especialmente mala, durante la cual en el momento culminante el viejo chilló… y súbitamente dejó de oírse su voz. A partir de entonces Tassi ya no volvió a saber más de él.

Le resultaba insoportable imaginar lo que podía haberle ocurrido, y sus esperanzas se centraban en que aquel silencio pudiera significar que su padre estaba ahora en el hospital, internado en algún hospital recuperándose. Esperaba ardientemente que así fuera.

El interrogatorio al que la había sometido el comandante Khuv había sido casi igualmente espantoso. El comandante de la KGB en ningún momento le puso la mano encima, pero la chica abrigaba la sospecha de que, si lo hubiera hecho, habría sido terrible para ella. Lo más descorazonador es que ella no tenía nada que decirles, no sabía qué podía decirles. De haber tenido algo que contar, el miedo se lo habría hecho decir o, si no el miedo, el deseo de que dejasen de atormentar a su padre.

Pero después siguió lo de aquella bestia de Vyotsky. Más que miedo, aquel hombre le daba horror. Y además había podido darse cuenta, el instinto se lo decía, de que él disfrutaba con su horror, como esos seres repugnantes que se alimentan de carroña. En aquella ocasión en que fue fotografiada desnuda junto a él, el aspecto sexual de la situación fue lo de menos. En realidad, había una segunda intención: humillarla, atacar su vulnerabilidad, hacerla llegar a los niveles más bajos y, al mismo tiempo, demostrarle el poder del torturador. Hacerle ver que podía desnudarla, contemplarla y tocar su cuerpo… y que ella era incapaz de levantar un dedo para impedírselo. Pero también había servido para ayudarlo en la tortura mental de alguien más. El sádico Vyotsky le dijo que las fotografías se hacían para «deleite» del espía británico Michael Simmons, a quien ella había conocido como Mijaíl Simonov, porque querían sacarlo de sus casillas. Era una idea que encantaba a Vyotsky.

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