El oro de Esparta (39 page)

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Authors: Clive Cussler con Grant Blackwood

BOOK: El oro de Esparta
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—Corrígeme si me equivoco —dijo Sam—, pero esto es un triángulo isósceles.

—Desde luego que lo es. Pero ¿en qué sentido se supone que señala?

—Si extendemos las líneas, los dos de adelante apuntarían al lago y las montañas. El tercero apunta a tierra adentro, detrás de nosotros.

Sam bajó los brazos mientras se sentaba, con la espalda apoyada en la pared. Frunció el entrecejo un instante y luego sonrió.

—¿Qué? —preguntó Remi.

—La última parte de la línea —respondió Sam—. Sabía que algo me resultaba conocido. —Buscó en los bolsillos del pantalón y sacó el folleto turístico de San Bartolomé. Lo ojeó—. Aquí. —Se lo dio a Remi—. Frigisinga.

—Hasta 1803 —leyó Remi—, el pabellón de caza junto a la capilla fue el retiro privado del príncipe preboste Joseph Conrad von Schroffenberg-Mös, que también fue obispo de Freising.

—Sabía que algo había leído al respecto durante nuestra búsqueda —añadió Sam—. Solo que lo situé mal. La palabra del siglo VIII para Freising era Frigisinga.

—Vale, entonces ¿el tal Schroffenberg-Mös estuvo aquí?

—Exactamente aquí, no. Pero vivía cerca y ya hemos estado allí.

Volvieron a bajar por la escalera de caracol, cruzaron la capilla y salieron por la puerta de atrás para seguir por el sendero hacia el bosque. Cinco minutos más tarde estaban de nuevo en la cabaña en cuyo altillo se habían refugiado poco antes. Se detuvieron delante de la placa colocada en un poste junto a la puerta principal.

—Una vez sirvió como pabellón privado del último príncipe preboste de Berchtesgaden, Joseph Conrad von Schroffenberg-Mös —leyó Remi.

—Antes de Frigisinga —acabó Sam.

Entraron. Si bien la mayor parte de la cabaña estaba hecha de troncos, tanto los cimientos como las columnas eran de piedra.

—Primero busquemos en la sillería —dijo Sam—. La madera se puede reemplazar sin problemas, la piedra cuesta más.

—De acuerdo. ¿Cómo vamos de tiempo?

Sam consultó su reloj.

—Han pasado quince minutos desde que escapó nuestra liebre.

Como sabían lo que buscaban, no tardaron mucho. Cada uno caminó agachado a lo largo de las paredes iluminando bloques de piedra con las linternas.

—La cigarra marca el lugar —dijo Remi.

Estaba arrodillada junto a un pedestal debajo del altillo. Sam se apresuró a agacharse junto a ella. Estampado en la esquina superior izquierda de la piedra estaba el sello de la cigarra.

—Por lo visto, al final tendremos que hacer un pequeño estropicio —comentó Remi.

—Lo haremos con cuidado.

Sam miró alrededor, y luego fue hasta la chimenea, cogió un atizador de acero y volvió. Se puso a trabajar. Si bien el extremo del atizador tenía forma de espátula, era más ancho que las grietas que había entre las piedras, así que tardaron unos diez preciosos minutos en mover el bloque hacia fuera hasta que entre los dos pudieron sacarlo. Remi metió la mano en el hueco.

—Hay un espacio vacío alrededor del pedestal —murmuró—, espera...

Se tumbó en el suelo y metió el brazo en el agujero hasta el codo. Se detuvo. Abrió mucho los ojos.

—Madera.

—¿El pedestal?

—No, no lo creo. Sácame.

Sam la sujetó por los tobillos y la arrastró con suavidad lejos de la pared. El brazo salió del hueco seguido por una caja de madera oblonga. Remi tenía la mano cerrada como una garra, con las uñas clavadas en la tapa.

Durante diez segundos miraron la caja en silencio.

—Me debes una manicura —afirmó Remi con una sonrisa.

—Hecho —dijo Sam también sonriendo.

El peso de la caja les indicaba que no estaba vacía, pero lo comprobaron de todas maneras. Acomodada en un lecho de paja y envuelta en una tela impermeable había otra botella de la bodega perdida de Napoleón.

Sam cerró la tapa.

—No sé tú, pero yo creo que ya he tenido suficiente paseo turístico por un día.

—Estoy contigo.

Sam guardó la caja en la mochila y salieron al claro. Hasta entonces no habían oído el sonido de ninguna lancha porque estaban lejos del cobertizo, así que se movieron deprisa pero con cuidado, y muchas veces se detuvieron para ocultarse y mirar a su alrededor, hasta que llegaron de nuevo a la capilla.

—Ya casi estamos —dijo Sam. Remi asintió y cruzó los brazos sobre el pecho. Sam la abrazó y le dio una buena friega en la espalda—. Dentro de nada estaremos tomando un brandy caliente.

—Me gusta.

Dieron la vuelta a la izquierda por detrás de la capilla y siguieron sin apartarse de la pared hasta llegar a la fachada. Sam se detuvo tres metros antes, le hizo a Remi una señal para que esperase, y luego avanzó a gatas para asomarse por la esquina. Pasados unos segundos volvió junto a ella.

—¿Hay algo? —susurró Remi.

—No se mueve nada, pero la puerta está entreabierta. No puedo ver cuántas lanchas hay dentro.

—¿Qué me dices del muelle?

—Ahí no hay nada, pero con esta nieve...

—Silencio. —Remi inclinó la cabeza y cerró los ojos—. Escucha.

Pasados unos segundos, Sam lo distinguió: muy débil, a lo lejos, se oía un motor.

—Allí hay alguien —dijo Remi.

—No renunciarían a seguir al señuelo —razonó Sam—. O aún lo están persiguiendo o vuelven.

—De acuerdo. Es ahora o nunca.

Después de una última ojeada desde la esquina, Sam le indicó a Remi que iban a salir. Cogidos de la mano corrieron hasta el cobertizo. Entraron. Aparte de la embarcación que ellos habían lanzado al agua, faltaba la de la derecha.

Remi saltó a bordo de la embarcación que quedaba y se acomodó en el asiento mientras Sam dejaba a un lado la mochila, levantaba la tapa del motor e instalaba a toda prisa el cable del distribuidor y arreglaba la escobilla torcida. Cerró la tapa y se metió debajo del tablero para hacer un puente.

—Vale —dijo mientras salía—. Vamos a...

—¡Sam, la puerta! Sam se volvió.

Una figura entraba a la carrera por la puerta del cobertizo. Sam vio por un momento el rostro del hombre, el compañero de Jolkov, y cómo su mano se levantó empuñando un revólver de cañón corto. Sam no pensó, sino que reaccionó recogiendo el objeto más cercano —un chaleco salvavidas color naranja— y se lo arrojó.

El hombre lo apartó de un manotazo, pero le dio a Sam el segundo que necesitaba para saltar al muelle e ir a por él. Lo golpeó, y juntos se precipitaron sobre la pared. Sam le sujetó la muñeca y se la retorció con fuerza para romperle los huesos. El arma se disparó una vez, y otra.

Era un profesional, y en lugar de oponerse a la fuerza que Sam le hacía en la muñeca, la aprovechó, girando el cuerpo mientras levantaba el brazo izquierdo en un gancho con el que golpeó a Sam en la sien. Sam vio las estrellas, pero no soltó la muñeca. Después metió su brazo derecho por debajo del brazo con el que el hombre lo golpeaba, y lo sujetó con un abrazo de oso. Con la visión todavía nublada, Sam echó la cabeza hacia atrás y la descargó hacia delante. El cabezazo encontró su diana. Oyó un sonido ahogado cuando le destrozó la nariz al hombre. El arma cayó al suelo. Con un gruñido, el pistolero se apoyó en la pared, y juntos tropezaron. Sam sintió que un pie pisaba en el vacío. Estaban cayendo. Respiró hondo y se sumergió en el agua.

50

El agua lo envolvió, tan fría que por un momento lo paralizó como una descarga eléctrica. Sam luchó contra el instinto natural de salir a la superficie para respirar, e hizo todo lo contrario. Con el hombre todavía sujeto con el abrazo de oso, giró para quedar con las piernas hacia arriba, y las movió para ir hacia las profundidades. Su oponente estaba atontado, y con un poco de suerte, debido a la nariz fracturada, no podría respirar hondo una última vez.

El hombre se sacudió, y lanzó puñetazos desesperados con el brazo derecho. Sam soportó los golpes y no lo soltó. De pronto el pistolero dejó de lanzar puñetazos. Sam notó el movimiento de un brazo entre ambos. Miró hacia abajo. A través del agua oscura y la espuma vio que la mano del hombre se movía por debajo de la americana. La mano reapareció empuñando un puñal. Sam le sujetó el antebrazo e intentó apartarlo. El puñal se movió hacia arriba. Sam lo apartó. La hoja le desgarró la camisa; sintió un dolor agudo cuando le cortó el abdomen. La hoja continuó subiendo. Sam soltó la muñeca de su rival y sujetó la mano del puñal. Intuyó más que vio la hoja cerca de su cuello. Echó la cabeza hacia atrás y la volvió a un lado. La punta del arma pasó por delante de su barbilla, llegó al lóbulo y le cortó la parte superior de la oreja.

Una docena de años de judo le habían enseñado a Sam el poder de la palanca. El hombre, al levantar el brazo derecho por encima de la cabeza, estaba en una situación de debilidad. Sam no estaba dispuesto a desaprovechar la ventaja. Con la mano izquierda todavía sujetando la muñeca de la mano con la que el hombre empuñaba el arma, invirtió la sujeción de la mano derecha, le sujetó el dorso de la mano y a continuación tiró hacia atrás y la retorció al mismo tiempo. Un chasquido sordo le indicó que le había roto el hueso de la muñeca. La boca del ruso se abrió para soltar un grito ahogado en medio de un torrente de burbujas. Sam continúo retorciéndosela hasta oír el rascar de hueso contra hueso. El puñal se le escapó de los dedos y lo perdió de vista.

Sam giró de nuevo y movió las piernas para seguir bajando. Chocaron contra el fondo. El otro intentó clavarle los dedos de la mano izquierda en los ojos. Sam cerró los párpados con fuerza, apartó la cabeza y, con la base de la mano derecha, le golpeó la barbilla para echarle la cabeza hacia atrás. Oyó un sonido como el de una calabaza que se aplasta. El hombre se sacudió una vez, dos, y después se quedó inmóvil. Sam abrió los párpados y se encontró mirando los ojos fijos y sin vida del oponente. Detrás de la nuca, una roca afilada triangular asomaba en el fondo arenoso. Sam lo soltó y la corriente se llevó el cadáver, dejando un rastro de sangre mientras daba tumbos por el fondo. No tardó más de unos segundos en desaparecer en las tinieblas.

Sam flexionó las piernas y se empujó desde el fondo. Salió a la superficie debajo de una de las pasarelas, se puso boca arriba y respiró hondo hasta que se le aclaró la vista.

—¡Sam! —gritó Remi—. ¡Aquí, por este lado, ven!

Sam nadó hacia la voz. Con las prendas empapadas, tenía la sensación de que sus brazos se movían entre miel. Sintió que las manos de Remi cogían las suyas. Se sujetó de la borda y dejó que lo ayudase a subir a la embarcación. Rodó sobre la cubierta y permaneció inmóvil, con la respiración entrecortada. Remi se arrodilló a su lado.

—Oh, Dios, Sam, tu rostro...

—Parece peor de lo que es. Unos pocos puntos de sutura y volveré a ser el mismo guaperas de siempre.

—Tienes la oreja cortada. Pareces un perro que acaba de perder una pelea.

—Digamos que es la herida de un duelo.

Ella le movió la cabeza a un lado y a otro, le observó el rostro y el cuello, y palpó con las puntas de los dedos hasta que Sam alzó la mano y le apretó la suya en un gesto tranquilizador.

—Estoy bien, Remi. Jolkov puede haber oído los disparos. Será mejor que nos vayamos.

—Tienes razón. —Levantó el cojín del asiento más cercano y buscó hasta encontrar un paño, que Sam se apretó en las heridas. Luego hizo un gesto hacia el agua—. ¿Está...?

—Desaparecido. No me dio otra alternativa. —Sam se sentó, se puso de rodillas y se quitó la sudadera y la camiseta—. Espera, el arma...

—La tengo. Aquí está. —Le entregó el revólver y se sentó al timón mientras Sam soltaba la amarra de proa. Remi giró la llave en el contacto y el motor se puso en marcha—. Sujétate. —Movió la palanca del acelerador a tope y la planeadora salió a través de las puertas—. Busca el botiquín de emergencia. Puede que encuentres una manta.

Sam buscó debajo de todos los cojines hasta que dio con una caja grande. En el interior, tal como había dicho Remi, encontró una manta térmica enrollada de color plata. La desenrolló y, cuando acabó de envolvérsela alrededor del cuerpo, se acomodó en el asiento del pasajero.

Más tarde, Sam no recordaría el sonido de otro motor por encima del suyo; solo vio la cuña blanca de la proa de la planeadora que aparecía por la niebla a su izquierda y los fogonazos del arma de Jolkov.

—Remi, ¡todo a estribor!

Remi, para su honra, reaccionó en el acto y, sin preguntar, giró el volante a tope. La planeadora se deslizó de costado. La proa de Jolkov, que había apuntado directamente al asiento de Sam, rebotó en el casco y se deslizó a lo largo de la borda. Sam, que ya estaba agachado, apartó la cabeza y sintió cómo el casco de fibra de vidrio rozaba su cabellera. La proa golpeó un ángulo del parabrisas. El tremendo golpe retorció el marco de aluminio, y el vidrio voló hecho añicos. La lancha cayó de nuevo en el agua, y Sam vio que se desviaba en una amplia curva hacia la izquierda.

—Remi, ¿estás bien? —preguntó Sam, tumbado en el fondo.

—Sí, eso creo. ¿Y tú?

—Sí. Vira todo a babor, avanza durante cinco segundos y apaga el motor.

Una vez más, Remi no hizo preguntas y obedeció. Cerró el acelerador, apagó el contacto y la embarcación se deslizó silenciosamente sobre la superficie hasta que acabó por detenerse. Permanecieron en silencio; la planeadora se balanceaba con suavidad.

—Dará la vuelta —susurró Sam—. Supondrá que continuaremos avanzando en la misma dirección durante un rato.

—¿Cómo lo sabes?

—El instinto natural de dejarse dominar por el pánico y huir cuanto antes en la dirección opuesta.

—¿Cuántas balas nos quedan en esa cosa?

Sam sacó el revólver que llevaba a la cintura. Era un Smith & Wesson calibre 38 de cinco balas.

—Dos gastadas, quedan tres. Cuando lo oigamos a nuestra derecha, ve a la izquierda hacia la costa. Avanza a toda velocidad durante treinta segundos y cierra el acelerador.

—¿Otro palpito?

Sam asintió.

—Creerá que vamos en línea recta a Schönau.

—Es lo que acabaremos por hacer. La alternativa es una marcha de tres días a través de las montañas con esta tormenta de nieve.

Sam sonrió.

—Siempre nos queda el plan C. Ya te lo explicaré más tarde. Chist... ¿Lo has oído?

Prestaron atención. Les llegó el sonido de un motor que se movía a proa de derecha a izquierda. Al cabo de unos pocos minutos cambió el sonido, que resonó en la orilla.

—Vamos —dijo Sam.

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