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Authors: Clive Cussler con Grant Blackwood

El oro de Esparta (16 page)

BOOK: El oro de Esparta
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Al otro lado de la caverna y por el túnel del río vio las luces que bailaban sobre las paredes; eran Jolkov y sus hombres al final del muelle, e iban hacia él. A tres metros a la izquierda, las raíces y las lianas colgaban justo por encima de la superficie; cerca había un agujero que tenía el diámetro de un bidón de doscientos litros. Nadó hasta allí, buscó un momento y encontró el cabo de Remi. Comenzó a subir.

Un minuto más tarde y cinco metros más arriba, su mano encontró el pie de Remi, que descansaba en un lazo. Le dio un apretón y recibió en respuesta una risita. Colocó el pie en un lazo, hizo lo mismo con la mano derecha y se puso cómodo.

—¿Has tenido suerte? —susurró ella.

—No. Está atascada.

—¿Ahora qué?

—Ahora esperamos.

La espera fue corta.

Los hombres de Jolkov se movían deprisa, y emplearon el mismo sistema de cuerdas que Sam y Remi habían utilizado para llegar al segundo muelle. Sam espió entre las lianas y contó a seis hombres. Uno de ellos caminó por el muelle y alumbró con la linterna los cajones, el agua y las pasarelas.

—¿Dónde demonios están? —exclamó.

Sam comprendió que era Jolkov en persona.

—¡Vosotros cuatro, hacedlos salir! —ordenó Jolkov. Luego le hizo un gesto al otro hombre y añadió—: Tú, ven conmigo.

Mientras Jolkov y el hombre buscaban entre los cajones, los otros se colocaron en el borde del muelle y comenzaron a disparar ráfagas al agua. Al cabo de un minuto, Jolkov ordenó:

—¡Alto el fuego, alto el fuego!

—Hay algo ahí abajo —afirmó uno de los hombres, que alumbró el agua con su linterna.

Jolkov se acercó, miró durante un momento y luego señaló a dos de sus subalternos.

—¡Tiene que ser eso! Poneos el equipo y echad una mirada.

Los hombres volvieron a los cinco minutos, y pasados otros cinco ya estaban en el agua.

—Primero buscad en la caverna —les ordenó Jolkov—. Comprobad que no están escondidos en ninguna parte.

Los hombres desaparecieron debajo de la superficie en una nube de burbujas. Sam vio las luces moverse por el fondo, bajo los dos muelles y a lo largo de las paredes antes de que reapareciesen.

—No están aquí —informó uno de ellos—. No hay lugar donde ocultarse.

Sam soltó el aliento que contenía. No habían encontrado el equipo hundido.

—Quizá se hayan ido por el túnel del río —comentó el hombre que estaba junto a Jolkov, pero el jefe lo pensó un momento.

—¿Estáis seguro de que no hay nadie? —les preguntó a los submarinistas.

Ambos asintieron, y Jolkov se volvió hacia el que había sugerido el túnel del río.

—Llévate a Pavel, ataos y buscad en el túnel cualquier rastro de ellos.

El hombre asintió, fue hasta el extremo del muelle y comenzó a desenrollar un cabo.

—Buscad en el submarino —le ordenó Jolkov a los buceadores, que se colocaron los reguladores y se sumergieron.

Sam observó cómo las luces se movían a lo largo del casco hasta que se detuvieron junto a la cúpula de la cabina.

Las luces oscilaron y se oyó el débil golpe del metal contra el metal. Pasados tres minutos, uno de los hombres salió a la superficie y se quitó el regulador de la boca.

—Es un Marder. El 77.

—Bien —respondió Jolkov.

—Los cierres están atascados. Necesitamos la palanqueta.

Uno de los que estaban en el muelle se arrodilló junto a la mochila y sacó una palanqueta. El buceador se le acercó, cogió la herramienta y se sumergió de nuevo.

Pasaron otros cinco minutos de golpes ahogados de metal contra metal, después el silencio durante unos momentos, y de pronto una enorme burbuja estalló en la superficie del agua.

Continuó la espera hasta que por fin los dos buceadores salieron a la superficie. Uno de ellos soltó una exclamación de triunfo y levantó un objeto alargado fuera del agua.

—¡Tráelo! —ordenó Jolkov.

Cuando los hombres llegaron al muelle, se arrodilló y cogió el objeto. Sam vio que era la ya familiar caja de madera rectangular. El ruso analizó la caja durante un minuto, la movió de un lado a otro y observó con atención la tapa, antes de levantarla con mucho cuidado y mirar al interior. La cerró y asintió.

—Buen trabajo.

Desde el túnel del río llegó un grito:

—¡Ayuda! ¡Sacadnos, sacadnos!

Varios hombres corrieron por el muelle y comenzaron a tirar de la cuerda. Al cabo de diez segundos, un hombre apareció en el extremo. Las luces lo alumbraron. Estaba semiconsciente y tenía la mitad del rostro bañado en sangre. Lo izaron y lo tendieron en el muelle.

—¿Dónde está Pavel? —preguntó Jolkov. El hombre murmuró algo incoherente. El jefe lo abofeteó y le sujetó la barbilla—. ¡Responde! ¿Dónde está Pavel?

—Los rápidos... El cabo se cortó... Se golpeó la cabeza. Intenté alcanzarlo, pero ya había desaparecido. Un segundo estaba allí y al siguiente había desaparecido. Ya no está.

—¡Maldita sea! —Jolkov se dio la vuelta, recorrió la mitad del muelle y luego volvió otra vez—. Vale, vosotros dos os lo lleváis y volvéis a la laguna. —Señaló al otro hombre—. Tú y yo colocaremos las cargas. Si ya no están muertos, sepultaremos vivos a los Fargo. En marcha.

19

Jolkov y sus hombres se marcharon. Sam le hizo un gesto a Remi para que lo siguiese, se descolgó por la cuerda y movió su peso hacia atrás y hacia delante, como un péndulo, para darse impulso, y luego le hizo una señal con la cabeza a Remi, quien saltó a la pasarela; la siguió. Se arrodillaron juntos.

—¿Crees que lo dijo de verdad? —susurró Remi.

—Dudo que tengan explosivos suficientes para sepultarnos, pero desde luego pueden sellar la entrada principal. ¿Has buscado una salida allá arriba? —preguntó, y señaló las raíces.

—No hay nada más que una grieta, de no más de cinco centímetros de anchura, y como a un metro ochenta de la superficie.

—Pero ¿viste la luz del día?

—Sí. Se está poniendo el sol.

—Bien, haya una salida o no, al menos tenemos una entrada de aire; pero ellos tienen la maldita botella.

—Vamos por partes, Sam.

—Tienes razón. Salgamos de esta pasarela antes de que... Como si hubiese sido una señal, se oyó un estallido en la caverna principal seguido por otros dos en rápida sucesión.

—¡Abajo!

Sam tumbó a Remi sobre los maderos y se le echó encima.

Unos pocos segundos más tarde los sacudió una ráfaga de aire frío. Una nube de polvo se filtró por el túnel y llenó la caverna, y las partículas más pesadas cayeron sobre la superficie como la lluvia. Sam y Remi levantaron la cabeza.

—Ah, al fin solos —murmuró Remi.

Sam se levantó con una sonrisa, se quitó el polvo y ayudó a su mujer a levantarse.

—¿Te quieres quedar un rato?

—No, gracias.

—Bien, en ese caso lo mejor será ocuparnos de nuestra cápsula de salvamento.

Remi apoyó las manos en las caderas.

—¿De qué hablas?

Sam desenganchó la linterna del cinturón y apuntó al agua para alumbrar el casco del submarino.

—Hablo de eso.

—Explícate, Fargo.

—Lo comprobaré para estar seguro, pero lo más posible es que no podamos salir por donde entramos, y nadie sabe dónde estamos, así que no podemos contar con que vengan a rescatarnos. Eso nos deja una opción: río abajo.

—Ah, ¿te refieres al río que mató a uno de los hombres de Jolkov y se lo llevó al paraíso? ¿Ese río?

—Tiene que salir a alguna parte. El túnel tiene cinco metros de diámetro, y la corriente es rápida y constante. Si se estrecha en alguna parte más abajo, veremos el reflujo o marcas de la marea alta en las paredes. Créeme, tiene que desaguar en alguna parte, ya sea en la superficie, en algún lago o estanque, o en otra caverna marina.

—¿Estás seguro de lo que dices?

—Bastante.

—Es el mejor juicio subjetivo que he oído. —Remi se mordió el labio inferior durante un momento—. ¿A ver qué te parece esto? Aplicas tu magia de ingeniero a una de las botellas de aire y abrimos un agujero en la grieta del techo.

—No tiene suficiente presión, y quizá solo conseguiríamos que el techo se desplomase sobre nosotros.

—Es verdad. Vale, podríamos esperar a que amanezca y pegar fuego a las raíces. Sería una señal de humo. —Guardó silencio y frunció el entrecejo—. Táchalo. Nos asfixiaríamos mucho antes de que llegase la ayuda.

—Tú has explorado tantas cavernas como yo —dijo Sam—. Sabes de geología. El río es nuestra mejor oportunidad. Nuestra única oportunidad.

—De acuerdo. Sin embargo, tenemos un problema. Nuestra cápsula de salvamento está llena de agua y a cinco metros por debajo de la superficie.

—Sí, eso es un problema —admitió Sam.

Después de asegurarse de que la caverna principal estaba sellada, volvieron a la segunda y se pusieron manos a la obra. Primero recuperaron el equipo del fondo y después buscaron en las cajas cualquier cosa que pudiera serles de utilidad. Además de una bien provista con la mayor parte de las herramientas oxidadas, encontraron cuatro linternas y una docena de velas que encendieron con el mechero de Sam. Muy pronto el muelle y el agua circundante estaban alumbrados por la oscilante luz amarilla. Mientras Remi se ocupaba de buscar el resto del equipo y hacía un inventario de la caja de herramientas, Sam permaneció en el borde del muelle, mirando el agua con una expresión distante.

—Ya está —dijo Remi—. Tenemos dos botellas de aire, una llena y la otra a dos tercios; dos linternas que funcionan, pero no sé cuánta carga queda en las pilas; mi cámara está destrozada, pero los prismáticos están bien; el revólver está seco, pero no puedo garantizar las balas; dos cantimploras y un trozo de cecina un tanto mojada; un botiquín de primeros auxilios; tu herramienta multifunción y linterna Gerber Nautilus; una bolsa impermeable en buen estado, la otra hecha un queso gruyere; y, por último, dos móviles que están secos, funcionan, y con casi toda la carga, pero que son inútiles aquí dentro.

—¿El motor?

—Lo sequé lo mejor que pude, pero no sabremos si funciona hasta que lo probemos. En cuanto al tanque de gasolina, no tiene ningún agujero y todas las válvulas están cerradas, así que creo que está bien.

Sam asintió y continuó mirando el agua. Al cabo de diez minutos carraspeó y dijo:

—Vale, podemos hacerlo. —Se sentó junto a Remi.

—A ver, que yo me entere —dijo ella.

Él comenzó a explicárselo. Cuando acabó, Remi frunció los labios, ladeó la cabeza y después asintió.

—¿Por dónde empezamos?

Empezaron con Sam, avanzando lenta y tensamente, en un ambiente claustrofóbico. No tenía problemas con los espacios cerrados o el agua, pero no le hacía ninguna gracia la combinación de los dos.

Solo con las gafas y el cinturón de lastre, realizó primero una serie de inmersiones de práctica para aumentar la capacidad pulmonar. Luego dedicó un par de minutos en la superficie a los ejercicios de respiración para oxigenar la sangre al máximo.

Respiró hondo y se sumergió hasta el fondo. Con la linterna por delante se metió por la cúpula y fue hacia popa. Sabía, por su estudio de los submarinos alemanes en Pocomoke, que la sección de proa de un minisubmarino Marder tenía un único asiento y rudimentarios controles para el timón y la inmersión. Lo que buscaba —las válvulas de inmersión— tendrían que estar en la popa. Se movió a lo largo del sumergible, palpando las paredes cilíndricas, consciente de que la oscuridad y el agua lo presionaban, lo aplastaban. Sintió que el miedo brotaba en su pecho. Lo dominó y se concentró de nuevo en su tarea. Las válvulas de inmersión, Sam. De inmersión.

Alumbró con la linterna a izquierda y derecha, delante. Buscaba una palanca, un tubo cilíndrico que sobresaliese en el casco... Entonces, de pronto, allí estaba, delante y a la izquierda. Llegó allí, sujetó la palanca y tiró. Trabada. Metió la hoja del cuchillo entre la palanca y el casco, y probó de nuevo. La palanca se movió, acompañada de un crujido y una nube de óxido. Con los pulmones ardiendo, se volvió hacia la válvula opuesta y repitió el proceso, después retrocedió y salió a la superficie.

—¿Estás bien? —llamó Remi.

—Muy bien.

—No estás mortalmente herido.

—Pues no, estoy bien.

La siguiente parte del plan les llevó tres horas, que en buena medida dedicaron a buscar y unir las cuerdas que los alemanes habían dejado atrás, la mitad podridas o tan endebles que Sam no estaba dispuesto a confiar en ellas. Solo tendrían una oportunidad para intentarlo, le dijo a Remi. Si fracasaban, habrían de apelar a su idea de las señales de humo y confiar en que la ayuda llegaría antes de morir asfixiados.

Después de cuatro horas, hacia las dos de la madrugada, según el reloj de Sam, casi habían terminado. Contemplaron su trabajo desde el borde del muelle.

Dos cuerdas de cuatro cabos trenzados, una atada a la proa del submarino y la otra a las cornamusas de popa, se levantaban del agua hasta el techo, donde Remi, como soberbia escaladora que era, las había pasado por los garfios del techo que sujetaban los cables de la pasarela. De allí, cada cuerda volvía a caer y estaba atada a un cable debajo de las tablas de la pasarela. También los cables estaban conectados entre ellos, unidos en el punto central por una muy bien construida telaraña de cuerdas. A uno de los cables —el más apartado de las cuerdas que sujetaban al minisubmarino—, Sam había atado una de las botellas de aire.

—A ver —dijo Remi—, vamos a repasar. Tú le disparas a la botella, la explosión corta los cables, la pasarela cae, el submarino sale a la superficie y se vacía agua. ¿Es eso?

—Más o menos. La botella no explotará, pero saldrá disparada como un cohete. Si lo he hecho todo bien, el impulso tendrá que partir los cables oxidados. Más allá de eso, es pura matemática y teoría del caos.

Calcular el peso del submarino con el agua en su interior, además de los pesos combinados de las pasarelas y el límite de corte de los cables, había sido una pesadilla, pero Sam estaba bastante seguro de que no se había equivocado. Con una vieja y oxidada pero todavía útil sierra que habían encontrado en la caja de herramientas había serrado por la mitad once de los dieciocho cables de la pasarela.

—Y la gravedad —añadió Remi, que lo cogió del brazo—. Ganemos o perdamos, estoy orgullosa de ti. —Le dio el revólver—. Es tu ratonera. Tienes el honor.

Se ocultaron detrás de las cajas que habían apilado al final del muelle y se aseguraron de que no hubiese aberturas en el parapeto, salvo la rendija por donde dispararía Sam.

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