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Authors: Clive Cussler con Grant Blackwood

El oro de Esparta (18 page)

BOOK: El oro de Esparta
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—En cuanto a descifrarlo, quizá tenga una idea al respecto; al menos, por dónde empezar —dijo Selma—. ¿Recuerdan al hombre misterioso, al comandante que contrató al contrabandista, Arienne, para ir a Santa Helena?

—Por supuesto —dijo Remi.

—Creo que sé quién es el comandante. Lo encontré en una oscura biografía alemana de Napoleón escrita en 1840. En 1779, cuando Napoleón tenía nueve años, fue enviado a un colegio militar francés, Brienne-le-Cháteau cerca de Troyes. Allí conoció a un chico llamado Arnaud Laurent y se hicieron amigos; durante todos los años en la École Royale Militaire, luego en la Escuela de Artillería, y así todo el camino hasta Waterloo. Según el autor, hasta mediados de 1790, poco antes de la primera campaña italiana, Laurent siempre había estado por encima de Napoleón en el rango. Se decía, en privado o entre amigos íntimos, que Napoleón trataba a Laurent con el apodo de el Comandante. Napoleón había tenido varios confidentes a lo largo de los años, pero ninguno tan próximo como Laurent.

—¿Y existe algún edificio que lleve su nombre? —preguntó Sam—. ¿Hay por casualidad alguna Biblioteca Arnaud Laurent?

—No tenemos tanta suerte. No hay gran cosa de Laurent, pero por lo que he averiguado, cuando murió, en 1825, solo cuatro años después de Napoleón, fue enterrado con un objeto que se menciona como «su más valiosa posesión».

—Algo que, con un poco de suerte, bien podría ser un descodificador —dijo Sam.

—O un libro —añadió Remi—. Selma, ¿dónde está enterrado?

—Después de la derrota en Waterloo, la rendición de Napoleón fue aceptada a bordo del Bellerophon, junto con la plana mayor, que supongo incluiría a Laurent, quien entonces era su principal consejero militar. Después el Bellerophon fue a Plymouth, donde, tras dos semanas de espera, Napoleón fue trasladado al Norththumherland..., solo, sin los oficiales, para el viaje final a Santa Helena. Cuando Laurent murió, su viuda, Marie, pidió a los británicos permiso para que lo enterrasen en Santa Helena junto a Napoleón, pero ellos se negaron, así que se le ocurrió que lo mejor sería enterrarlo en Elba.

—Curioso —opinó Remi.

—Es poético —afirmó Sam—. El general de Laurent, su mejor amigo, había muerto en el exilio y había sido enterrado en el exilio. Su viuda escogió un lugar de... —Sam buscó la expresión correcta—: Solidaridad simbólica.

Remi miró a su marido con la cabeza ladeada.

—Eso es hermoso, Sam.

—Tengo mis buenos momentos. Selma, ¿los restos de Napoleón no fueron sacados de Santa Helena?

—Así es. En realidad es una historia interesante en sí misma. En 1830, los Borbones, que asumieron el trono después de la derrota de Napoleón en Waterloo, se vieron destronados por la dinastía de Orleans. Sentían algo más que nostalgia por Napoleón, así que solicitaron permiso a los ingleses para llevarlo a casa. Después de siete años de discusiones, los británicos aceptaron, y los restos fueron llevados desde Santa Helena hasta París. Su tumba oficial está bajo la cúpula de Les Invalides.

»La tumba de Laurent todavía está en Elba; en realidad, es una cripta. El truco es: ¿cómo abordar este asunto? Supongo que no querrán forzar la entrada y hacer de saqueadores de tumbas.

—En principio no —dijo Sam.

—Entonces tendrán que pedir un permiso. Da la casualidad de que Laurent tiene una pariente lejana, que vive en Monaco.

—Ah, Monaco en primavera —murmuró Sam—. ¿Cómo podemos decir que no?

—No podemos —afirmó Remi.

22

Principado de Monaco, Riviera francesa

Sam entró en el camino bordeado de lilas con el Porsche Cayenne verde oliva de alquiler y se detuvo delante de la villa de cuatro pisos, pintada de blanco y con tejado de terracota, que miraba a las aguas de Point de la Veille.

Resultó que la pariente lejana de Arnaud Laurent, Yvette Fournier-Desmarais, era inmensamente rica, tras haber heredado de su difunto marido las acciones de numerosas empresas monegascas, entre ellas media docena de hoteles y clubes náuticos. Según las revistas del corazón era, a sus cincuenta y cinco años, la soltera más cotizada de Monaco, y desde la muerte de su marido, hacía quince años, había sido cortejada por una impresionante colección de personalidades europeas, desde príncipes hasta magnates de la industria. Había salido con todos ellos, pero nunca más de cuatro meses, y se decía que había rechazado docenas de propuestas matrimoniales. Vivía sola en su villa con una reducida servidumbre y un galgo escocés llamado Henri.

Para su sorpresa, Sam y Remi no tuvieron muchos problemas a la hora de concertar una cita, tras presentar sus credenciales y una petición al abogado de la señora Fournier-Desmarais en Niza, que a su vez aceptó comunicarse con su cliente. Ella les respondió por correo electrónico al día siguiente e insistió en que fueran de inmediato.

Se apearon del Porsche, entraron en el patio y siguieron por un camino entre dos rumorosas fuentes hasta la puerta principal, que era de caoba y de cristal esmerilado y se alzaba un metro veinte por encima de sus cabezas. Sam pulsó el timbre y se oyó en el interior un tintineo musical.

—La Marcia de Muneguh —dijo Remi.

—¿Qué?

—La campanilla del timbre; es la Marcia de Muneguh. Es el himno nacional.

Sam sonrió.

—Has leído unas cuantas guías en el avión, ¿no?

—Donde fueres...

Se abrió la puerta y apareció un hombre esquelético de mediana edad vestido con un pantalón azul marino y un polo a juego.

—¿El señor y la señora Fargo? —Su acento era británico. No esperó una respuesta, se hizo a un lado y les hizo un gesto con la barbilla para que pasaran.

Entraron en el vestíbulo, que era sencillo pero muy bien amueblado: suelo de pizarra egipcia gris claro y un suave tono azul mediterráneo en las paredes. Encima de una mesa Sheraton del siglo XIX había un espejo con marco de plata.

—Me llamo Langdon —añadió el mayordomo, y cerró la puerta—. La señora está en la galería. Por aquí, por favor.

Lo siguieron a través del vestíbulo, pasaron por varias antesalas hasta la parte privada de la casa y luego cruzaron unas cristaleras de cedro pulido que daban a una terraza de varios niveles.

—La encontrarán allí —les indicó Langdon, y señaló una escalera que subía por la parte exterior de la casa—. Si me perdonan... —Dio media vuelta y desapareció al otro lado de las cristaleras.

—Dios mío, mira qué vistas —exclamó Remi, acercándose a la barandilla.

Sam se reunió con ella. Debajo de una pendiente de piedras, palmeras y floridos arbustos tropicales se abría la extensión del Mediterráneo, una alfombra azul bajo un cielo sin nubes.

—Nunca me canso de mirarlas —comentó una voz femenina.

Se volvieron. Una mujer con un sencillo vestido blanco y una pamela amarilla estaba en lo alto de los escalones. No podía ser otra que Yvette Fournier-Desmarais, pero los Fargo nunca habrían dicho que tenía más de cuarenta años. Su rostro, protegido por el sombrero, estaba bronceado, con unas apenas perceptibles arrugas de la risa alrededor de los ojos, color avellana.

—Sam y Remi, ¿verdad? —preguntó, mientras bajaba la escalera con la mano tendida—. Soy Yvette, gracias por venir. —Su inglés era excelente, con un mínimo rastro de acento francés.

Le estrecharon la mano, luego la siguieron escalera arriba, hasta un solárium rodeado por cortinas de gasa y amueblado con sillas y tumbonas de teca. Un esbelto perro marrón y negro que estaba sentado a la sombra junto a una de las sillas comenzó a levantarse al ver a Sam y Remi, pero se sentó de nuevo cuando su ama murmuró: «Siéntate, Henri». Una vez que todos se hubieron acomodado, ella comentó:

—No soy lo que se esperaban, ¿verdad?

—Para serle sincero, no, señora... —comenzó Sam

—Yvette.

—Yvette. La verdad es que no, en absoluto.

Ella se rió y sus dientes blancos resplandecieron al sol.

—Y usted, Remi, esperaba a alguien con aspecto de matrona, quizá a una esnob francesa cargada de joyas con un perro debajo de un brazo y una copa de champán en la otra mano.

—Lo siento, pero sí.

—Oh, Dios mío, no se disculpen. La mujer que acabo de describir es aquí más la regla que la excepción. La verdad es que nací en Chicago. Allí fui a la escuela primaria hasta que mis padres volvieron a Niza. Eran personas sencillas, ricos pero de gustos sencillos. Sin ellos, podría haber acabado convertida en el estereotipo que se imaginaban.

Langdon apareció y dejó una bandeja con una jarra de té frío y copas en la mesa que había entre ellos.

—Gracias, Langdon.

—De nada, señora. —Se volvió, dispuesto a marcharse. —Que se divierta esta noche, Langdon. Y buena suerte. —Sí, señora. Gracias.

En cuanto no la pudo oír, Yvette se inclinó hacia delante y susurró:

—Langdon lleva un año saliendo con una viuda. Va a pedirle que se case con él. Langdon es uno de los mejores pilotos de Fórmula I de Monaco.

—¡Caramba! —exclamó Sam.

—Sí. Es muy famoso.

—Si no le importa que se lo pregunte, ¿por qué...?

—¿...trabaja para mí? —Sam asintió—. Llevamos juntos treinta años, desde que comencé a salir con mi difunto marido. Le pago bien y nos caemos bien. En realidad, no es lo que se considera un mayordomo, sino que es más... ¿Cuál es la palabra...?

—¿Un factótum?

—Sí, eso es. Cumple varias funciones para mí. Langdon era un comando antes de retirarse; perteneció al SAS. Es un tipo muy duro. En cualquier caso, aquí celebraremos la boda y la fiesta... siempre que ella acepte, por supuesto. Ustedes dos tendrían que venir. ¿Les importa tomar té frío? —preguntó, mientras les servía—. No es en realidad la bebida de los ricos, pero me encanta.

Sam y Remi aceptaron cada uno una copa.

—Así que Arnaud Laurent... Mi tatara, tatara abuelo. Les interesa, ¿verdad?

—Mucho —respondió Remi—. Pero, primero, ¿puedo preguntarle por qué aceptó recibirnos?

—Estoy al corriente de sus aventuras. Y su trabajo de beneficencia. Admiro cómo viven sus vidas. No me gusta criticar, pero aquí hay familias que tienen tanto dinero, pero tanto, que no podrían gastarlo aunque quisieran, y sin embargo, no dan nada. En lo que a mí respecta, cuanto más te aferras al dinero, más te tiene sujeto. ¿No están de acuerdo?

—Lo estamos —dijo Sam.

—Por eso acepté recibirlos. Sabía que me caerían bien, y estaba en lo cierto, y también me intriga saber cómo encaja Arnaud en la búsqueda que tienen en marcha; porque están en una búsqueda, en una aventura, ¿no?

—Más o menos.

—Maravilloso. Quizá pueda unirme a ustedes alguna vez. Bueno, perdón, me estoy yendo de la lengua. ¿Les importaría compartir conmigo la naturaleza de su trabajo?

Remi y Sam intercambiaron una mirada, cada uno leyendo la expresión del otro. Sus instintos, que a menudo eran acertados, les dijeron que podían confiar en Yvette.

—Nos encontramos con una botella de vino, muy curiosa, que pudo estar relacionada con Arnaud...

—La bodega perdida de Napoleón, ¿no? —preguntó ella.

—Bueno, quizá.

—¡Es fantástico! —exclamó Yvette, y se rió—. Fantástico. Si alguien puede encontrar la bodega, son ustedes dos. Por supuesto les ayudaré en todo lo que pueda. Sé que harán lo correcto. En cuanto a Arnaud, con toda justicia les diré que no son los primeros en preguntar por él. Un hombre llamó a mi abogado hace unos meses...

—¿Recuerda su nombre? —preguntó Sam.

—Mi abogado lo tiene, pero yo no lo recuerdo. Creo que era ruso. En cualquier caso, el hombre fue muy insistente, incluso un tanto grosero, así que decidí no verlo. Sam, Remi, veo en sus rostros que significa algo para ustedes. ¿Saben de quién hablo?

—Quizá —respondió Sam—. Nos encontramos con nuestro propio ruso maleducado y, dado hasta dónde está dispuesto a llegar, es probable que hablemos de la misma persona.

—Yvette, ¿ha tenido alguna visita inoportuna? —le preguntó Remi.

—No, no. Tampoco me preocupa. Entre Langdon y sus tres ayudantes, que están acechando por aquí en alguna parte, el sistema de alarma y Henri, me siento del todo segura. Para no mencionar que soy una excelente tiradora.

—Algo que usted y Remi tienen en común —señaló Sam.

—¿Es verdad, Remi, que es buena tiradora?

—Yo no diría tanto...

Yvette se inclinó hacia delante y le tocó la rodilla a Remi.

—Cuando se pueda quedar más tiempo, iremos a disparar, solo nosotras, las chicas. Hay un magnifico club en Mentón, no muy lejos de aquí; tienen una galería de tiro. Volvamos a nuestro villano ruso. Estaba muy interesado en la cripta de Arnaud en Elba. Supongo que por eso han venido a verme.

—Sí —respondió Remi.

—No le dijimos nada. Sospeché que ya había estado allí y se marchó con las manos vacías, y por eso se comportó de aquella manera.

—¿A qué se refiere?

Yvette se inclinó hacia delante y bajó la voz hasta un susurro conspirador.

—Hace unos años hubo algunos actos de vandalismo en Elba, unos adolescentes se dedicaron a hacer gamberradas, pero me hizo pensar. Dado quién era Arnaud, y lo animosos que son algunos partidarios de Napoleón, decidimos trasladar el sarcófago de Arnaud.

—¿Adonde? —preguntó Sam—. ¿Fuera de la isla?

—Oh, no, todavía está allí. Arnaud no habría aprobado que lo sacasen de Elba. No, encontramos otra sepultura en una cripta vacía y lo trasladamos. Está a buen recaudo. Supongo que querrán mi permiso para mirar en el sarcófago. Han venido para eso, ¿verdad?

—Me alegra que lo diga. —Sam sonrió—. No estaba muy seguro de cuál era el procedimiento correcto cuando se le pregunta a un pariente si le importa que curioseemos entre los restos de sus antepasados.

Yvette hizo un gesto con la mano.

—No se preocupen. Estoy segura de que actuarán de una manera respetuosa. Cualquier cosa que se lleven la devolverán, ¿no es así?

—Por supuesto —prometió Remi—. Aunque quizá nada de ello sea necesario. Nos han dicho que Arnaud fue sepultado con algunos efectos personales. ¿Sabe cuáles eran?

—No, lo lamento. Estoy segura de que la única persona que podía responder a esa pregunta era su esposa, Marie. Y les aseguro que el sarcófago no se ha abierto desde que él murió. Por lo tanto, con mucho placer les diré dónde encontrar la cripta, pero con una condición.

—Dígala —le pidió Sam.

—Que se queden a cenar.

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