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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras, Histórico

El oro del rey (14 page)

BOOK: El oro del rey
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Volvamos a mis afanes. El caso es que por allí anduve aquella tarde, como decía, y al cabo mi tesón se vio recompensado, aunque sólo en parte, pues terminaron por abrirse las puertas, la guardia borgoñona formó un pasillo de honor, y los reyes en persona, acompañados por nobles y autoridades sevillanas, recorrieron a pie la poca distancia que los separaba de la catedral. Me fue imposible asistir en primera fila, pero entre las cabezas de la muchedumbre que aclamaba a sus majestades pude presenciar su paso solemne. La reina Isabel, joven y bellísima, saludaba con graciosos movimientos de cabeza. A veces sonreía, con aquel peculiar encanto francés que no siempre encajó en la rígida etiqueta de la Corte. Vestía a la española, de raso azul acuchillado con fondo de tela de plata y bordado en oro de canutillo, rosario de oro y librito de oraciones de nácar en las manos, y una hermosa mantilla blanca de encaje orlado de perlas sobre el peinado y los hombros. Le daba el brazo, galante en su misma juventud, el Rey Don Felipe Cuarto, rubio, pálido, hierático e impenetrable como solía. Iba vestido de rico terciopelo gris argentado, con valona corta de Flandes, un agnusdei de oro y diamantes al cuello, espada dorada y sombrero con plumas blancas. Contrastaba con la simpatía y la amable sonrisa de la reina el aire solemne de su augusto esposo, sujeto siempre al grave protocolo borgoñón que había traído de Flandes el emperador Carlos; de manera que, salvo al caminar, no movía nunca pie, mano ni cabeza, siempre mirando hacia arriba como si no tuviera que dar cuentas sino a Dios. Nadie le había visto antes, ni lo vería jamás, perder su flema extraordinaria en público ni en privado. Y yo mismo —aunque no podía ni soñarlo aquella tarde—, a quien más adelante la vida puso en trance de servirlo y escoltarlo en momentos difíciles para él y para España, puedo asegurar que siempre mantuvo aquella imperturbable sangre fría que terminó haciéndose legendaria. No era un Rey antipático, sin embargo; nos salió muy aficionado a la poesía, las comedias y los esparcimientos literarios, las artes y los usos caballerescos. Tenía valor personal, aunque nunca pisó un campo de batalla salvo muy de lejos y más adelante, cuando la guerra de Cataluña; pero en la caza, que era su pasión, corría riesgos más que razonables, y llegó a matar jabalís en solitario. Era consumado jinete; y una vez, como ya conté a vuestras mercedes, ganó la admiración popular despachando a un toro en la Plaza Mayor de Madrid con certero arcabuzazo. Sus puntos flacos fueron una cierta debilidad de carácter que lo llevó a dejar en manos del conde duque de Olivares los negocios de la monarquía, y la afición desmedida a las mujeres; que en alguna ocasión —como contaré en un próximo episodio— estuvo a punto de costarle la vida. Por lo demás, nunca tuvo la grandeza ni la energía de su bisabuelo el emperador, ni la tenaz inteligencia de su abuelo el segundo Felipe; pero, aunque se divirtió siempre más de lo debido, ajeno al clamor del pueblo hambriento, al disgusto de los territorios y reinos mal gobernados, a la fragmentación del imperio que heredó y a la ruina militar y marítima, justo es decir que su bondadosa índole nunca despertó odios personales, y hasta el final fue amado por el pueblo, que atribuía la mayor parte de las desdichas a sus validos, ministros y consejeros, en aquella España demasiado extensa, con demasiados enemigos, tan sujeta a la vil condición humana, que no habría sido capaz de conservarla intacta ni el propio Cristo redivivo.

Pude ver en el cortejo al conde duque de Olivares, imponente en su apariencia física y en el poder omnímodo que se traslucía en cada uno de sus gestos y miradas; y también al joven hijo del duque de Medina Sidonia, el conde de Niebla, que muy elegante y con la flor de la nobleza sevillana acompañaba a sus majestades. Contaba a la sazón el de Niebla veintipocos años, muy lejos todavía del tiempo en que, ya noveno duque de su casa, perseguido por la enemistad y la envidia de Olivares y harto de la rapacidad real sobre sus prósperos estados —revalorizados por el papel de Sanlúcar de Barrameda en la carrera de Indias—, cayó en la tentación pactando con Portugal el intento de secesión de Andalucía de la corona de España, en la famosa conspiración que terminó siendo causa de su deshonor, su ruina y su desgracia. Venía tras él gran séquito de damas y caballeros, incluidas las azafatas de la reina. Y al mirar entre ellas sentí un vuelco en el corazón, porque Angélica de Alquézar estaba allí. Vestía hermosísima, de terciopelo amarillo con pasaduras de oro, y sostenía con gracia el ruedo de la falda realzada por el amplio guardainfante. Bajo su mantilla, de encaje finísimo, relucían al sol de la tarde aquellos tirabuzones dorados que sólo unas horas antes habían rozado mi rostro. Fuera de mí, intenté abrirme paso entre la gente, acercándome a ella; pero me impidió ir más allá la ancha espalda de un guardia borgoñón. Angélica cruzó así a pocos pasos, sin verme. Busqué sus ojos azules, pero éstos se alejaron sin leer el reproche y el desdén y el amor y la locura que se agitaban en mi cabeza.

Pero cambiemos de registro, pues prometí contar a vuestras mercedes la visita a la cárcel real y el velatorio de Nicasio Ganzúa. Era el tal Ganzúa bravo notorio del barrio de La Heria, flor de la antana y primoroso ejemplar de la jacaranda sevillana, muy apreciado entre los de su oficio. Al día siguiente iban a sacarlo con tambores destemplados y una cruz delante para entorpecerle el resuello con esparto; de manera que a su última cena acudía lo más ilustre de la cofradía de la hoja, y lo hacía con la gravedad, la resignación profesional y la cara de circunstancias que el caso reclamaba. A tan singular modo de despedir al camarada se le llamaba, en jerga germanesca, echar tajada. Y era trámite habitual, pues el que más y el que menos sabía que el oficio de valentía y el andar en trabajos, como se llamaba entonces a buscarse la vida con un acero o de mala manera, solía terminar rascando golfos en galeras, bien estiradas las palmas en el pescuezo de un remo bajo el látigo del cómitre, o en el más solvente mal de soga o enfermedad de cordel, muy contagioso entre la gente de la carda.

Los años todo lo mascan,

poco duran los valientes,

mucho el verdugo los gasta.

Había una docena de vozarrones aguardentosos cantando aquello por lo bajini cuando, a hora de prima modorra, un alguacil al que Alatriste había engrasado las manos y el ánimo con uno de a ocho nos condujo hasta la enfermería, que era donde solía ponerse a los presos en capilla. El resto de la cárcel, las tres puertas famosas, las rejas, los corredores y el pintoresco ambiente que en ella se vivía fue contado ya por mejores péñolas que la mía, y a Don Miguel de Cervantes, a Mateo Alemán o a Cristóbal de Chaves puede acudir el curioso. Yo me limitaré a referir lo que vi en nuestra visita, a esa hora en que ya se habían cerrado las puertas, y los presos que gozaban del favor del alcaide o de los carceleros para salir y entrar del talego como Pedro por su casa se hallaban puntuales en sus calabozos, salvo los privilegiados de posición o dinero, que dormían donde les salía de la bolsa. Todas las mujeres, coimas y familiares de presos habían abandonado también el recinto, y las cuatro tabernas y bodegones —vino del alcaide y agua del bodegonero— de que gozaba la parroquia carcelaria estaban cerrados hasta el día siguiente, lo mismo que las tablas de juego del patio y los puestos de comida y verdura. En resumen, aquella España en pequeño que era la prisión real sevillana se había ido a dormir, con sus chinches en las paredes y sus pulgas en las mantas incluso en los mejores calabozos, que los presos con posibles alquilaban por seis reales al mes al sotalcaide, quien había comprado su cargo por cuatrocientos ducados al alcaide, tan bellaco como el que más, que a su vez se enriquecía con sobornos y contrabandos de todo jaez. También allí, como en el resto de la nación, todo se compraba y se vendía, y era más desahogado gozar de dinero que de justicia. Con lo que se confirmaba muy en su punto el viejo refrán español de a qué pasar hambre, si es de noche y hay higueras.

De camino al velatorio habíamos tenido un encuentro inesperado. Acabábamos de dejar atrás el pasillo de la reja grande y la cárcel de mujeres, que quedaba al entrar a mano izquierda, y junto al rancho donde paraban los que iban rematados a galeras, unos parroquianos de conversación tras los barrotes se asomaron a mirarnos. Había un hachón encendido en la pared, que iluminaba aquella parte del corredor, y a su luz uno de los de adentro reconoció a mi amo.

—O estoy ciego de uvas —dijo— o es el capitán Alatriste.

Nos paramos ante la reja. El fulano era un jayán muy grande, con unas cejas tan negras y espesas que parecían una. Vestía una camisa sucia y calzones de paño basto.

—Pardiez, Cagafuego —dijo el capitán—. ¿Qué hace vuestra merced en Sevilla?

El grandullón sonreía de oreja a oreja con una boca enorme, encantado con la sorpresa. En lugar de los incisivos de arriba tenía un agujero negro.

—Pues ya puede verlo voacé. Camino de gurapas, me tienen. Hay por delante seis años vareando peces en el charco.

—La última vez os vi retraído en San Ginés.

—Eso fue hace mucho —Bartolo Cagafuego encogía los hombros, con resignación profesional—. Ya sabe voacé lo que es la vida.

—¿Qué se come esta vez vuestra merced?

—Me como lo mío y lo de otros. Dicen que desvalijé aquí con los camaradas —al oírse mentar, los camaradas sonrieron feroces desde el fondo de la celda— unos cuantos mesones de la Cava Baja y unos cuantos viajeros en la venta de Bubillos, cerca del puerto de la Fuenfría…

—¿Y?

—Y nada. Que faltó sonante para templar al escribano, me pusieron clavijas y cuerdas sin ser guitarra, y aquí me tiene voacé. Preparando el espinazo.

—¿Cuándo llegasteis?

—Hace seis días. Un lindo paseo de setenta y cinco leguas, voto a Dios. Engrilletado en recua y a pinrel, cercado de guardias y pasando frío… En Adamuz quisimos abrirnos aprovechando que llovía a espuertas, pero la zarzamora nos madrugó, y aquí nos trajo. Nos bajan el lunes al Puerto de Santa María.

—Lo siento.

—No lo sienta uced, señor capitán. Yo no soy hombre de cotufas, y éstos son gajes de la carda. Podría haber sido peor, porque a algún que otro camarada le cambiaron las gurapas por las minas de azogue de Almadén, que eso ya es el finibusterre. Y de ahí salen pocos.

—¿Puedo ayudaros en algo?

Cagafuego bajó la voz.

—Si tuviera voacé algún sonante que le sobrara, le quedaría muy reconocido. Aquí un servidor y los amigos no tenemos con qué socorrernos.

Alatriste sacó la bolsa y puso en las manazas del jayán cuatro escudos de plata.

—¿Cómo anda Blasa Pizorra?

—Murió, la pobre —Cagafuego se guardaba discretamente los treinta y dos reales, mirando de reojo a sus compañeros—. La recogieron enferma en el hospital de Atocha. Llena de bubas y sin pelo, que daba lástima verla, a la pobreta.

—¿Os dejó algo?

—Alivio. Por su oficio tenía el mal francés, y no me lo contagió de milagro.

—Acompaño a vuestra merced en el sentimiento.

—Se agradece.

Alatriste sonrió a medias.

—A lo mejor —dijo— sale el naipe bueno, y vuestra galera la capturan los turcos, y os place renegar, e igual termináis en Constantinopla dueño de un harén…

—No diga uced eso —el jayán parecía de veras ofendido—. Que una cosa es una cosa, y otra cosa es otra cosa. Y ni el Rey ni Cristo tienen la culpa de que me vea como ahora me veo.

—Tenéis razón, Cagafuego. Os deseo suerte.

—Y yo a voacé, capitán Alatriste.

Se quedó apoyado en las rejas, mirándonos ir corredor adelante. Cantaban, como dije antes, las voces de los valentones en la enfermería, entre notas de guitarra que algún preso de los calabozos próximos acompañaba con repicar de cuchillos en los barrotes, música de cañas rotas o alguna palma suelta. La sala del velatorio tenía un par de bancos y un altarcillo con un Cristo y una vela, y en el centro se le había instalado para la ocasión una mesa con candelas de sebo encima y varios taburetes, ocupados en ese momento, como los bancos, por un muestrario bien granado de lo que la jacaranda local daba de sí. Habían ido llegando desde el anochecer y seguían haciéndolo, serios, con cara de circunstancias, capas fajadas por los lomos, coletos viejos, jubonazos de estopa más agujereados que la Méndez, sombreros con las faldillas altas por delante, bigotazos a lo cuerno, cicatrices, parches, corazones con el nombre de sus coimas y otras marcas tatuadas con cardenillo en la mano o en el brazo, barbas turcas, medallas de vírgenes y santos, rosarios de cuentas negras al cuello y herrerías completas como guarnición de dagas y espadas, con cuchillos jiferos de cachas amarillas en las cañas de polainas y botas. Aquella peligrosa jáega de marrajos menudeaba en los jarros de vino dispuestos sobre la mesa con aceitunas gordales, alcaparras, queso de Flandes y tajadas de tocino frito; se apellidaban unos a otros de uced, vuacé, señor compadre y señor camarada, y pronunciaban las haches y las ges y las jotas muy a lo jácaro, diciendo gerida, aliherarse, jumo, mohar, harro y ajogarse. Se brindaba por el alma de Escamilla, por la de Escarramán y por la de Nicasio Ganzúa, esta última allí presente y todavía dentro de su pescuezo. También se brindaba por la honra del jaque en capilla —«A vuestra honra, señor camarada», decían los bravos—, y cada vez todos los presentes se llevaban muy serios los vasos a la boca para hacer la razón; que no se viera igual en un velorio de Vizcaya ni en una boda flamenca. Y me maravillaba, en aquello de la mentada honra de Ganzúa, al verlos beber, que fuera tanta.

El que quisiere triunfar

con esta baraja

salga de oros

que salir siempre de espadas

es de locos.

Seguían los cantos y el sorbo y la conversación, y seguían llegando compadres del velado. Era el tal Ganzúa mocetón que frisaba la cuarentena como el filo de una daga frisa el esmeril: cetrino, peligroso, ancho de manos y de cara, con un mostacho de a cuarta cuyas feroces puntas engomadas se le alzaban casi hasta los ojos. Para la ocasión se había aderezado de rúa y domingo: jubón de paño morado con algún remiendo, mangas acuchilladas, calzones de lienzo verde, zapatos de paseo y cinto de cuatro pulgadas con hebilla de plata, que era un primor verlo tan puesto y grave, en buena compaña, asistido y animado por sus cofrades, todos con el sombrero encajado como los grandes de España, dándole tientos al vino del que habían caído ya varios azumbres y aguardaban otros tantos, que no faltaba porque —al no ser de confianza el que vendía el alcaide—, habían mandado traer muchas jarras y limetas de una taberna de la calle Cordoneros. En cuanto a Ganzúa, no parecía tomarse muy a pecho la cita de la mañana siguiente, y hacía su papel con hígados, solemnidad y decencia.

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