—Me hago cargo del barco —dijo el del bigote bermejo— en nombre del Rey.
Vi que mi amo asentía, y lo seguí al dirigirse a la borda por donde Sebastián Copons se descolgaba ya. Entonces Alatriste se volvió hacia mí, el aire todavía ausente, y me pasó un brazo por detrás, para ayudarme. Fui a apoyarme en él, sintiendo en sus ropas el olor del cuero y el hierro mezclado con la sangre de los hombres que había matado aquella noche. Bajó así por la escala sosteniéndome con cuidado, hasta que pusimos pie en la arena. El agua nos llegaba por los tobillos. Después nos mojamos algo más al caminar hacia la playa, hundiéndonos hasta la cintura, de modo que llegó a escocerme mucho la herida. Y a poco, sosteniéndome siempre el capitán, salimos a tierra firme donde los nuestros se congregaban en la oscuridad. Había alrededor más sombras de hombres armados, y también las formas confusas de muchas mulas y carros listos para cargar lo que había en las bodegas del barco.
—A fe mía —dijo alguien— que nos hemos ganado el jornal.
Aquellas palabras, dichas en tono festivo, rompieron el silencio y la tensión que aún quedaba del combate. Como siempre después de la acción —eso lo había visto repetirse una y otra vez en Flandes—, poco a poco los hombres empezaron a hablar, primero de modo aislado, con frases breves, quejidos y suspiros. Luego de modo más abierto. Llegaron al fin los pardieces, las risas y las fanfarronadas, el vive Dios y pese a Cristo que yo hice tal, o fulano hizo cual. Algunos reconstruían los lances del abordaje o se interesaban por el modo en que habían muerto este o aquel compañero. No oí lamentar la pérdida del contador Olmedilla: aquel tipo seco y vestido de negro nunca les fue simpático, y además saltaba a la vista que no era hombre de tales menesteres. Nadie le había dado vela en su propio entierro.
—¿Qué fue del Bravo de los Galeones? —preguntó uno—. No lo vi reventar.
—Estaba vivo a lo último —dijo otro.
—El marinero —añadió un tercero— tampoco bajó del barco.
Nadie supo dar razón, o los que podían darla se callaron. Hubo algunos comentarios a media voz; pero a fin de cuentas el marinero Suárez no tenía amigos en aquella balumba, y el Bravo era detestado por la mayoría. En realidad nadie lamentaba su ausencia.
—A más tocamos, supongo —apuntó uno.
Alguien se rió, grosero, dando por zanjado el asunto. Y me pregunté —sin muchas dudas en la respuesta— si en caso de estar yo mismo tirado en la cubierta, frío y tieso como la mojama, habría merecido el mismo epitafio. Veía cerca la sombra callada de Juan Jaqueta; y aunque era imposible distinguir su cara, supe que miraba al capitán Alatriste.
Seguimos camino hasta una venta cercana, que ya estaba dispuesta para que pasáramos la noche. Al ventero —gente bellaca donde las haya— le bastó vernos las caras, los vendajes y los hierros para volverse tan diligente y obsequioso como si fuésemos grandes de España. De modo que allí hubo vino de Jerez y Sanlúcar para todos, fuego para secar las ropas y comida abundante de la que no perdonamos letra, pues con la sarracina teníamos bien mochos los estómagos. Se entregaron jarras y cabrito asado al brazo secular, y terminamos haciendo la razón por los camaradas muertos y por las relucientes monedas de oro que cada cual vio apilar ante sí sobre la mesa, traídas antes del amanecer por el hombre del bigote bermejo, al que acompañaba un cirujano que atendió a nuestros heridos, limpió el roto de mi costado, cosióme dos puntos en la herida, y puso en ella ungüento y un vendaje nuevo y limpio. Poco a poco los hombres se fueron quedando dormidos entre los vapores del vino. De vez en cuando el Zurdo o el Portugués se quejaban de sus heridas, o resonaban los ronquidos de Copons, que dormía tirado sobre una estera con la misma flema que yo le había visto en el fango de las trincheras de Flandes.
A mí, el malestar de la herida me impidió conciliar el sueño. Era la primera que sufría, y mentiría si negase que su dolor me hacía experimentar un nuevo e indecible orgullo. Ahora, con el paso del tiempo, tengo otras marcas en el cuerpo y en la memoria: aquélla es sólo un trazo casi imperceptible sobre mi piel, minúscula en comparación con la de Rocroi, o con la que me hizo la daga de Angélica de Alquézar; pero a veces paso los dedos por encima y recuerdo como si fuera ayer la noche en la barra de Sanlúcar, el combate en la cubierta del
Niklaasbergen
y la sangre del Bravo de los Galeones manchando de rojo el oro del Rey.
Tampoco olvido al capitán Alatriste como lo vi esa madrugada en que el dolor no me dejaba dormir, sentado aparte en un taburete, la espalda contra la pared, viendo el alba penetrar grisácea por la ventana, bebiendo vino lenta y metódicamente, como tantas veces lo vi hacerlo, hasta que sus ojos parecieron de vidrio opaco y su perfil aquilino se inclinó despacio sobre el pecho, y el sueño, un letargo semejante a la muerte, se adueñó de su cuerpo y su conciencia. Y yo había vivido junto a él tiempo suficiente para conocer que, incluso en sueños, Diego Alatriste seguía moviéndose a través de aquel páramo personal que era su vida, callado, solitario y egoísta, cerrado a todo lo que no fuese la indiferencia lúcida de quien conoce el escaso trecho que media entre estar vivo y estar muerto. De quien mata por oficio para conservar el resuello, para comer caliente. Para cumplir, resignado, las reglas del extraño juego: el viejo ritual a que hombres como él se veían abocados desde que existía el mundo. Lo demás, el odio, las pasiones, las banderas, nada tenía que ver con aquello. Habría sido más llevadero, sin duda, que en lugar de la amarga lucidez que impregnaba cada uno de sus actos y pensamientos, el capitán Alatriste hubiera gozado de los dones magníficos de la estupidez, el fanatismo o la maldad. Porque sólo los estúpidos, los fanáticos o los canallas viven libres de fantasmas, o de remordimientos.
Imponente en su uniforme amarillo y rojo, el sargento de la guardia española me observó irritado, reconociéndome cuando franqueé la puerta de los Reales Alcázares con Don Francisco de Quevedo y el capitán Alatriste. Era el individuo fuerte y mostachudo con el que yo había tenido días atrás unas palabras frente a las murallas; y sin duda le sorprendía verme ahora con jubón nuevo, bien repeinado y más galán que Narciso, mientras Don Francisco le mostraba el documento por el que se nos autorizaba a asistir a la recepción que sus majestades los reyes daban al municipio y al consulado de Sevilla, para celebrar la llegada de la flota de Indias. Otros invitados entraban al mismo tiempo: ricos comerciantes con esposas bien provistas de joyas, mantillas y abanicos, caballeros de la nobleza menor que sin duda habían empeñado sus últimos bienes para estrenar ropa aquella tarde, eclesiásticos de sotana y manteo, y representantes de los gremios locales. Casi todos miraban a uno y otro lado extasiándose boquiabiertos e inseguros, impresionados por la espléndida apariencia de las guardias española, borgoñona y tudesca que custodiaban el recinto, cual si temieran que de un momento a otro alguien preguntase qué hacían allí antes de echarlos a la calle. Hasta el último invitado sabía que sólo iba a ver a los reyes un instante y de lejos, y que todo se limitaría a descubrirse la cabeza, inclinarla al paso de sus augustas majestades y poco más; pero hollar los jardines del antiguo palacio árabe y asistir a una jornada como aquélla, adoptando el continente hidalgo y endomingado propio de un grande de España, y poder contarlo al día siguiente, colmaba las ínfulas que todo español del siglo, hasta el más plebeyo, cultivaba dentro. Y de ese modo, cuando también al otro día el cuarto Felipe plantease al municipio la aprobación de un nuevo impuesto o una tasa extraordinaria sobre el tesoro recién llegado, Sevilla tendría en la boca el almíbar necesario para endulzar lo amargo del trago —las más mortales estocadas son las que traspasan el bolsillo—, y aflojaría la mosca sin excesivos melindres.
—Allí está Guadalmedina —dijo Don Francisco.
Álvaro de la Marca, que se entretenía de parla con unas damas, nos vio de lejos, disculpóse mediante una graciosa cortesía y vino a nuestro encuentro con mucha política, luciendo la mejor de sus sonrisas.
—Pardiez, Alatriste. Cuánto me alegra.
Con su desenvoltura habitual saludó a Quevedo, elogió mi jubón nuevo y golpeó con amistosa suavidad un brazo del capitán.
—Hay quien se alegra mucho también —añadió.
Vestía tan elegante como solía: de azul pálido con pasamanería de plata y una hermosa pluma de faisán en el chapeo; y su aspecto cortesano contrastaba con el sobrio indumento de Quevedo, negro y con la cruz de Santiago al pecho, y también con el de mi amo, que iba de pardo y negro, con un jubón viejo pero cepillado y limpio, gregüescos de lienzo, botas, y la espada reluciente en el cinto recién pulido. Sus únicas prendas nuevas eran el sombrero —un fieltro de anchas alas con una pluma roja en la toquilla—, la blanquísima valona almidonada que llevaba abierta, a lo soldado, y la daga que reemplazaba a la rota durante el encuentro con Gualterio Malatesta: una magnífica hoja larga de casi dos cuartas, con las marcas del espadero Juan de Orta, que había costado diez escudos.
—No quería venir —dijo Don Francisco, señalando al capitán con un gesto.
—Ya lo supongo —respondió Guadalmedina—. Pero hay órdenes que no se pueden discutir —guiñó un ojo, familiar—… Mucho menos un veterano como tú, Alatriste. Y ésta es una orden.
El capitán no decía nada. Miraba en torno, incómodo, y a veces se tentaba la ropa como si no supiera qué hacer con las manos. A su lado, Guadalmedina sonreía al paso de éste o aquél, saludaba con un gesto a un conocido, con una inclinación de cabeza a la mujer de un mercader o a la de un leguleyo, que se curaban el pudor con golpes de abanico.
—Te diré, capitán, que el paquete llegó a su destinatario, y que todo el mundo se huelga mucho de ello —interrumpióse, con una risa, y bajó la voz—… A decir verdad, unos se huelgan menos que otros… Al duque de Medina Sidonia le ha dado un ataque que casi se muere del disgusto. Y cuando Olivares regrese a Madrid, tu amigo el secretario real Luis de Alquézar tendrá que dar unas cuantas explicaciones.
Guadalmedina seguía riendo bajito, muy puesto en chanza, sin dejar los saludos, haciendo gala de una impecable apariencia de cortesano.
—El conde duque está en la gloria —prosiguió—. Más feliz que si Cristo fulminase a Richelieu… Por eso quiere que estés hoy aquí: para saludarte, aunque sea de lejos, cuando pase con los reyes… No me digas que no es un honor. Invitación personal del privado.
—Nuestro capitán —dijo Quevedo— opina que el mejor honor que podría hacérsele es olvidar por completo este asunto.
—No le falta razón —opinó el aristócrata—. Que a menudo el favor de los grandes es más peligroso y mezquino que su desfavor… De cualquier modo, tienes suerte de ser soldado, Alatriste, porque como cortesano serías un desastre… A veces me pregunto si mi oficio no es más difícil que el tuyo.
—Cada cual —dijo el capitán— se las arregla como puede.
—Y que lo digas. Pero volviendo a lo de aquí, te diré que el Rey mismo le pidió ayer a Olivares que le contara la historia. Yo estaba delante, y el privado pintó un cuadro bastante vivo… Y aunque ya sabes que nuestra católica majestad no es hombre que exteriorice sus emociones, que me ahorquen como a un villano si no lo vi parpadear seis o siete veces durante el relato; lo que en él es el colmo.
—¿Eso va a traducirse en algo? —preguntó Quevedo, práctico.
—Si os referís a algo que suene y tenga cara y cruz, no lo creo. Ya sabéis que en deshilar lana, si Olivares es tacaño, su majestad nos sale tacaño y medio… Consideran que el negocio quedó pagado en su momento, y bien pagado además.
—Eso es verdad —concedió Alatriste.
—Así será, si tú lo dices —Álvaro de la Marca encogía los hombros—. Lo de hoy es, digamos, un colofón honorífico… Al Rey le han picado la curiosidad, recordándole que fuiste tú el de las estocadas del príncipe de Gales en el corral del Príncipe hace un par de años. Así que tiene antojo de verte la cara —el aristócrata hizo una pausa cargada de intención—… La otra noche, la orilla de Triana estaba demasiado oscura.
Dicho eso calló de nuevo, atento al rostro impasible de Alatriste.
—¿Has oído lo que acabo de decir?
Mi amo sostuvo aquello sin responder, como si lo que planteaba Álvaro de la Marca fuese algo que ni le importaba ni deseaba recordar. Algo de lo que prefería mantenerse al margen. Tras un instante el aristócrata pareció entenderlo; porque sin dejar de observarlo movió lentamente la cabeza mientras sonreía a medias, el aire comprensivo y amistoso. Después ojeó alrededor y se detuvo en mí.
—Cuentan que el chico estuvo bien —dijo, cambiando de tecla—… Y que hasta se llevó un lindo recuerdo.
—Estuvo muy bien —confirmó Alatriste, haciéndome ruborizar de arrogancia.
—En cuanto a lo de esta tarde, conocéis el protocolo —Guadalmedina indicó las grandes puertas que comunicaban los jardines con el palacio—… Aparecerán por ese lado sus majestades, se inclinaran todos estos palurdos, y los reyes desparecerán por esa otra parte. Visto y no visto. En cuanto a ti, Alatriste, no tendrás más que descubrirte e inclinar por una vez en tu maldita vida esa cabezota de soldado… El Rey, que pasará oteando las alturas como acostumbra, te mirará un momento. Olivares hará lo mismo. Tú saludas, y en paz.
—Gran honor —dijo Quevedo, irónico. Y luego recitó, en voz muy baja, haciéndonos acercar en corro las cabezas:
¿Veslos arder en púrpura, y sus manos
en diamantes y piedras diferentes?
Pues asco dentro son, tierra y gusanos.
Guadalmedina, que aquella tarde estaba muy puesto en vena cortesana, dio un respingo. Volvíase en torno, molesto, acallando al poeta con gestos para que fuese más comedido.
—A fe, Don Francisco. Reportaos, que no está el horno para bollos… Además, hay quien se dejaría arrancar una mano por una simple mirada del Rey —se volvió al capitán, persuasivo—… De cualquier modo, bueno es que también Olivares te recuerde, y bueno es que desee verte aquí. En Madrid tienes unos cuantos enemigos, y no es baladí contar al privado entre los amigos… Ya es tiempo de que deje de seguirte la miseria como la sombra al cuerpo. Y como tú mismo le dijiste una vez al propio Don Gaspar en mi presencia, nunca se sabe.
—Es cierto —repitió Alatriste—. Nunca se sabe.
Sonó un redoble de tambor al extremo del patio, seguido de un toque corto de corneta, y las conversaciones se apagaron mientras los abanicos interrumpían su aleteo, algunos sombreros se abatían, y todo el mundo atendía hacia el otro lado de las fuentes, los setos recortados y las amenas rosaledas. Allí había unas grandes colgaduras y tapices, y bajo ellas acababan de aparecer los reyes y su séquito.