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Authors: Paul Auster

Tags: #narrativa, #drama

El Palacio de la Luna (14 page)

BOOK: El Palacio de la Luna
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—Hola, señor Escritor —dijo—. Me alegro de verte ya levantado y en la calle.

Llevaba gafas de sol y los labios pintados de un rojo vivo. Como sus ojos eran invisibles detrás de los cristales oscuros, me costaba esfuerzo no mirarla directamente a la boca.

—No estoy escribiendo, en realidad —dije—. Es una traducción. La estoy haciendo para ganar un poco de dinero.

—Lo sé. Me encontré a David ayer y me lo contó.

Poco a poco, me fui relajando y entrando en la conversación. Kitty tenía un talento natural para hacer hablar a la gente y resultaba fácil charlar con ella, sentirse cómodo en su presencia. Como me había dicho una vez el tío Victor hacía mucho tiempo, una conversación es como tener un peloteo con alguien. Un buen compañero te tira la pelota directamente al guante, de modo que es casi imposible que se te escape; cuando es él quien recibe, coge todo lo que le lanzas, incluso los tiros más erráticos e incompetentes. Eso era lo que hacia Kitty. Me lanzaba la pelota derecha al hueco del guante y cuando yo se la devolvía, ella recogía todo lo que entrara, aunque fuese remotamente, en su área: saltando para agarrar pelotas que pasaban por encima de su cabeza, echándose ágilmente a derecha o izquierda, corriendo hacia adelante para no perder las que se quedaban cortas. Más aún, su habilidad era tal que siempre me hacía sentir que yo había hecho esos malos lanzamientos a propósito, como si mi única intención hubiera sido la de lograr que el juego fuera más divertido. Me hacía parecer mejor de lo que era y eso aumentaba mi confianza en mí mismo, lo cual a su vez me ayudaba a realizar tiros menos difíciles para ella. En otras palabras, empecé a hablarle a ella en lugar de a mí mismo, y el placer que eso me proporcionó fue mayor que ninguno que hubiera experimentado en mucho tiempo.

Mientras seguíamos hablando bajo la luz otoñal, empecé a tratar de encontrar la manera de prolongar la conversación. Estaba demasiado excitado y feliz para dejar que se acabara y el hecho de que Kitty llevara al hombro una gran bolsa de la que sobresalían pedazos de ropa de baile —la pierna de unos leotardos, el cuello de una camiseta, la punta de una toalla— me hacía temer que estuviera a punto de levantarse y salir corriendo para acudir a una clase. Había una insinuación de frío en el aire, y después de estar veinte minutos charlando en el banco, noté que se estremecía ligeramente. Haciendo acopio de valor, comenté que empezaba a hacer frío, quizá deberíamos irnos al apartamento de Zimmer, donde yo podría preparar un café caliente. Milagrosamente, Kitty asintió y dijo que pensaba que era una buena idea.

Me puse a hacer el café. El cuarto de estar estaba separado de la cocina por el dormitorio, y en vez de esperarme en el cuarto de estar, Kitty se sentó en la cama para que pudiéramos seguir hablando. La llegada al apartamento había cambiado el tono de la conversación y ambos nos quedamos más callados e inseguros, como buscando una forma de interpretar nuestro nuevo diálogo. En el aire habla una extraña sensación de anticipación, y me alegré de tener entre manos la tarea de hacer el café para disimular la confusión que se habla apoderado de mí repentinamente. Algo iba a suceder de un momento a otro, pero me daba demasiado miedo pensarlo, porque sentía que si me permitía concebir esperanzas, aquello se destruiría antes de tomar forma. Luego Kitty se quedó muy silenciosa, no dijo nada durante veinte o treinta segundos. Continué moviéndome por la cocina, abriendo y cerrando la nevera, sacando tazas y cucharillas, poniendo leche en una jarrita y todo eso. Durante un momento le di la espalda a Kitty y, antes de que me diera plena cuenta de ello, se levantó de la cama y entró en la cocina. Sin decir palabra, se acercó a mi por detrás, me rodeó la cintura con los brazos y apoyó la cabeza en mi espalda.

—¿Quién es? —dije.

—La mujer dragón —contestó ella—. Ha venido a atraparte.

Le cogí las manos, tratando de no temblar cuando noté la suavidad de su piel.

—Creo que ya me ha atrapado —dije.

Hubo una breve pausa y luego Kitty apretó más sus brazos alrededor de mi cintura.

—Te gusto un poquito, ¿verdad?

—Más que un poquito. Y tú lo sabes. Mucho más que un poquito.

—No sé nada. He esperado demasiado para saber nada.

Toda la escena tenía una cualidad imaginaria. Yo sabía que era real, pero al mismo tiempo era mejor que la realidad, más próxima a una proyección de la realidad que yo deseaba que nada de lo que había experimentado antes. Mis deseos eran muy fuertes, arrolladores de hecho, pero sólo gracias a Kitty tenían la posibilidad de expresarse. Todo dependía de sus respuestas, de sus sutiles incitaciones y de la sabiduría de sus gestos, de su ausencia de vacilación. Kitty no tenía miedo de sí misma y vivía dentro de su cuerpo sin embarazo ni dudas. Tal vez tenía algo que ver con el hecho de ser bailarina, aunque es más probable que fuera al revés. Porque le gustaba su cuerpo, le era posible bailar.

Hicimos el amor durante varias horas en la decreciente luz vespertina del apartamento de Zimmer. Sin duda, fue una de las cosas más memorables que me han sucedido nunca y creo que al final estaba completamente transformado por la experiencia. No estoy hablando solamente de sexualidad ni de las permutaciones del deseo, sino de un espectacular derrumbe de muros interiores, de un terremoto en el corazón de mi soledad. Me había acostumbrado de tal modo a estar solo que no creí que algo semejante pudiera ocurrirme. Me había resignado a cierta clase de vida y luego, por razones totalmente oscuras para mí, aquella preciosa muchacha china había caído ante mí, descendiendo de otro mundo como un ángel. Hubiera sido imposible no enamorarse de ella, imposible no quedar arrebatado por el simple hecho de que estuviera allí.

A partir de entonces, mis días estuvieron más llenos. Trabajaba en la traducción por la mañana y en las primeras horas de la tarde y luego salía a encontrarme con Kitty, generalmente en la zona de Columbia y Juilliard. Si había alguna dificultad, era únicamente porque no teníamos muchas oportunidades de estar solos. Kitty vivía en un cuarto de Juilliard que compartía con otra estudiante y en el apartamento de Zimmer no había una puerta que se pudiera cerrar para separar el dormitorio del cuarto del estar. Aunque hubiese existido una puerta, habría sido impensable el llevarme a Kitty allí. Dadas las circunstancias de la vida amorosa de Zimmer en aquel momento, yo no habría tenido el valor de hacerlo: infligirle los sonidos de nuestro amor, obligarle a escuchar nuestros gemidos y suspiros mientras estaba sentado en la habitación contigua. Una o dos veces, la compañera de cuarto de Kitty salió por la noche y aprovechamos su ausencia para ocupar la estrecha cama de Kitty. En varias ocasiones tuvimos citas amorosas en apartamentos vacíos. Kitty era la que se encargaba de organizar estos encuentros, hablando con amigos de amigos de amigos para pedirles que nos permitieran usar un dormitorio durante unas horas. Había algo frustrante en todo aquello, pero al mismo tiempo era emocionante, una fuente de excitación que añadía un elemento de peligro e incertidumbre a nuestra pasión. Corrimos riesgos que fácilmente podrían habernos llevado a situaciones de lo más embarazosas. Una vez, por ejemplo, paramos un ascensor entre dos pisos y, mientras los furiosos vecinos gritaban y daban golpes protestando por el retraso, le bajé a Kitty los vaqueros y las bragas y le provoque un orgasmo con la lengua. Otra vez lo hicimos en el suelo de un cuarto de baño durante una fiesta, echando el pestillo y haciendo caso omiso a la gente que formaba cola fuera, esperando su turno para usar el retrete. Era un misticismo erótico, una religión secreta restringida a sólo dos miembros. Durante toda esa primera etapa de nuestra relación, nos bastaba con mirarnos para excitarnos. No bien tenía a Kitty cerca de mí, empezaba a pensar en hacer el amor con ella. Me resultaba imposible mantener las manos apartadas de ella y cuanto más conocía su cuerpo, más deseaba tocarlo. Un día, llegamos incluso a hacer el amor en el vestuario de la escuela, después de uno de sus ensayos de baile, cuando se fueron las demás chicas. Ella iba a participar en una función al mes siguiente y yo trataba de ir a sus ensayos nocturnos siempre que podía. Ver a Kitty bailar era casi tan maravilloso como abrazarla y yo seguía las evoluciones de su cuerpo por el escenario con una especie de delirante concentración. Me encantaba, pero al mismo tiempo no lo entendía. La danza me era totalmente ajena, algo que estaba más allá del alcance de las palabras, y no tenía otra opción que la de sentarme allí en silencio y abandonarme al espectáculo del movimiento puro.

Acabé la traducción a finales de octubre. La amiga de Zimmer se la pagó unos días después y esa noche Kitty y yo cenamos con él en el Palacio de la Luna. Fui yo quien eligió el restaurante, más por su valor simbólico que por la calidad de la comida, pero comimos bien de todas formas, porque Kitty les habló en mandarín a los camareros y les pidió platos que no aparecían en la carta. Zimmer estaba inspirado esa noche y habló sin parar de Trotski, Mao y la teoría de la revolución permanente. Recuerdo que en un momento determinado Kitty apoyó la cabeza en mi hombro, con una hermosa y lánguida sonrisa, y entonces los dos nos recostamos en los cojines del respaldo y dejamos que David continuara su monólogo, asintiendo de cuando en cuando mientras él resolvía los dilemas de la existencia humana. Fue un momento magnífico para mí, un momento de asombroso gozo y equilibrio, como si mis amigos se hubieran reunido allí para celebrar mi regreso al mundo de los vivos. Una vez que retiraron los platos, los tres abrimos nuestras galletas de la suerte y analizamos las predicciones con fingida solemnidad. Curiosamente, recuerdo la mía como si aún tuviera el papelito entre las manos. Decía: “El sol es el pasado, la tierra es el presente, la luna es el futuro.” Había de volver a encontrar esta enigmática frase, lo cual, retrospectivamente, hizo que el casual descubrimiento de la misma en el Palacio de la Luna pareciese estar cargado de una extraña y premonitoria verdad. Por razones que no examiné en aquel momento, me metí el papelito en la cartera y lo llevé conmigo durante los siguientes nueve meses, conservándolo hasta mucho después de haber olvidado que estaba allí.

A la mañana siguiente empecé a buscar trabajo. Aquel día no me salió nada y al otro tampoco. Comprendiendo que por los anuncios de los periódicos no iba a conseguir nada, decidí ir a Columbia y probar suerte en la oficina de empleo de los estudiantes. Como antiguo alumno de la universidad tenía derecho a utilizar ese servicio y, puesto que no tenía que pagar nada si me encontraban un trabajo, parecía razonable empezar por ahí. A los diez minutos de entrar en el Dodge Hall vi la respuesta a mis problemas mecanografiada en una tarjeta clavada en la esquina inferior izquierda del tablón de anuncios. La descripción del puesto decía lo siguiente: “Caballero anciano en silla de ruedas necesita joven que le sirva de acompañante interno. Paseos diarios, ligeras tareas de secretario. 50 dólares a la semana más habitación y manutención.” Este último detalle fue lo que. me decidió. No sólo podría empezar a ganar algo de dinero, sino que además podría dejar al fin el apartamento de Zimmer. Y, mejor aún, me trasladarla a la avenida West End esquina calle Ochenta y cuatro, lo que quería decir que estaría mucho más cerca de Kitty. Parecía perfecto. El puesto en sí no era exactamente el que uno querría para poder escribir a la familia contando que se lo habían dado, pero en cualquier caso yo no tenía familia a la que escribir.

Llamé desde allí mismo para pedir una entrevista, temeroso de que alguien se me adelantara. Antes de dos horas estaba sentado con mi futuro jefe en su cuarto de estar y a las ocho de la noche me llamó a casa de Zimmer para decirme que el puesto era mío. Me dio a entender que había sido una decisión difícil para él y que había tenido que elegir entre varios candidatos valiosos. A la larga, dudo que eso hubiera cambiado nada, pero si hubiera sabido entonces que estaba mintiendo, tal vez habría tenido una idea más clara de dónde me estaba metiendo. Porque la verdad era que no hubo otros candidatos. Yo era el único que habla solicitado el trabajo.

4

La primera vez que vi a Thomas Effing, me pareció la persona más frágil que había visto en mi vida. Todo huesos y carne temblorosa, estaba sentado en su silla de ruedas cubierto de mantas escocesas, el cuerpo derrumbado hacia un lado como un minúsculo pájaro roto. Tenía ochenta y seis años, pero aparentaba más, cien por lo menos, una edad incontable, si es que eso es posible. Todo en él era amurallado, remoto, como de esfinge, por su impenetrabilidad. Dos manos retorcidas y llenas de manchas de vejez agarraban los brazos de la silla y de vez en cuando aleteaban, pero ésa era la única señal de vida consciente. Ni siquiera se podía establecer un contacto visual con él, porque Effing era ciego, o al menos fingía serlo, y el día en que fui a su casa para la entrevista llevaba dos parches negros sobre los ojos. Al recordar ahora aquel comienzo me parece apropiado que tuviese lugar el uno de noviembre. El uno de noviembre: el Día de Difuntos, el día en que se recuerda a los santos y mártires desconocidos.

Fue una mujer quien abrió la puerta del piso. Era robusta y poco atractiva, de indeterminada mediana edad, y vestía una voluminosa bata de estar por casa estampada con flores rosas y verdes. Una vez que se aseguró de que yo era el señor Fogg que había llamado para concertar una cita a la una, me tendió la mano y me comunicó que ella era Rita Hume, enfermera y ama de llaves del señor Effing durante los últimos nueve años. Mientras tanto me miraba de arriba abajo, examinándome con la descarada curiosidad de una mujer que viera por primera vez a un marido encargado por correo. Sin embargo, había algo tan franco y amable en esas miradas que no me ofendí. Era difícil que a uno le desagradara la señora Hume, con su cara ancha y pastosa, sus fuertes hombros y sus gigantescos pechos, tan enormes que parecían hechos de cemento. Transportaba esa carga con andares anadeantes, y mientras la seguía por el vestíbulo hacia el cuarto de estar, oía silbar el aire al entrar y salir por su nariz.

Era uno de esos enormes pisos del West Side con largos pasillos, puertas correderas de roble entre las habitaciones y abigarradas molduras en las paredes. Había una densa mezcolanza victoriana y me resultó difícil absorber la repentina abundancia de objetos que me rodeaba: los libros, los cuadros, las mesitas, el revoltijo de alfombras, la confusión de maderas en la penumbra. A medio camino del recibidor, la señora Hume me cogió por un brazo y me susurró al oído:

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