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Authors: Ismail Kadare

Tags: #Ciencia Ficción

El palacio de los sueños (23 page)

BOOK: El palacio de los sueños
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La angustia se prolongó durante varios días hasta que una mañana temprano (había observado que todo le sucedía cuando menos lo esperaba) el director general lo llamó a su despacho. Por fin, se dijo, levantándose. Era curioso pero no experimentó conmoción alguna. Se trataba más bien de cierta sordera, sólo interrumpida por sus propios pasos a través del corredor. El rostro del director era solemne. Naturalmente, pensó Mark-Alem, se trata de la destitución de un Qyprilli. La gravedad es de recibo. En su familia, tanto los ascensos como las destituciones llevaban aparejada la solemnidad. No escuchaba las palabras del director. A fin de cuentas, le daba lo mismo lo que pudiera decirle aquel hombre. Deseaba salir cuanto antes de aquel despacho, marchar al departamento donde lo destinaran, a Selección o a la misma Copistería, y ocupar su puesto insignificante entre cientos de funcionarios insignificantes. En cierto momento quiso interrumpir al director. ¿Por qué no iba al grano, en lugar de darle tantas vueltas?, él no tenía necesidad de prolegómenos tan largos. Pero, en apariencia, al director le satisfacía jugar con él como el gato con el ratón. Quién podía saberlo, quizá le alegrara desembarazarse de aquel vástago de los Qyprilli. Puede que pensara que hacía peligrar su propio puesto. En una ocasión le pareció que hacía cierta alusión a ello. Mark-Alem arrugó el entrecejo. ¿Cómo podía hacer uso con él de un cinismo tan grosero? Su descaro rebasaba todos los límites. Mark-Alem no daba crédito a sus propios oídos: ¡el director le estaba dando la enhorabuena! ¿Y por qué no te vas a burlar?, se dijo y al poco pensó: esto es para volverse loco.

—Mark-Alem, ¿no se siente usted bien? —le preguntó el director con voz suave.

—Lo escucho, señor —dijo fríamente Mark-Alem.

Ahora le correspondía el turno al director de mirarlo con sorpresa. Sonrió tímidamente.

—A decir verdad, no habría siquiera imaginado que acogiera usted de este modo una noticia así…

—¿Cómo? —dijo Mark-Alem con la misma frialdad.

El director extendió los brazos.

—Desde luego, cada cual puede recibir noticias semejantes del modo que prefiera; con mayor razón usted, que pertenece a una ilustre familia presidencial…

—Puede usted ir más derecho al asunto —lo apuró Mark-Alem sintiendo que la frente se le cubría de sudor.

El director lo miraba con ojos desorbitados.

—Creo que me he expresado claramente —dijo en voz baja—. Y, a decir verdad, no soy capaz de comprender cómo es posible que llame a alguien a mi despacho para comunicarle…

A Mark-Alem le zumbaban los oídos. Lo que estaba escuchando era por completo increíble. Fragmentariamente, aunque con dificultad, lo que el otro le decía comenzaba a penetrar en su conciencia. Las palabras «nombramiento», «destitución», «sustitución del director», «puesto de director», habían sido en realidad pronunciadas, mas en sentido opuesto a lo que él había interpretado. Hacía casi un cuarto de hora que el director general del Tabir Saray le explicaba que él, Mark-Alem, conservando su puesto de jefe del Sueño Maestro, era asimismo nombrado, y por orden directa de arriba, primer director adjunto del Palacio de los Sueños, por tanto segundo directo suyo, el director general quien, por razones de salud que Mark-Alem no desconocía, estaría ausente con frecuencia.

El director general continuaba mirándolo con sorpresa repitiendo lentamente todo lo que acababa de decir, con expresión de intentar comprender qué había en ello que justificara semejante reserva, junto a la que se presentía ahora una sombra de sospecha y desconfianza.

Mark-Alem se frotó los ojos y, sin apartar la mano de ellos, dijo a media voz:

—Discúlpeme, se lo ruego, la verdad es que no me encuentro bien. ¡Perdone!

—No es nada. No es nada Mark-Alem —dijo el director—. A decir verdad, al entrar ya me has parecido un poco cansado. Debes cuidarte, sobre todo ahora que vas a estar sobrecargado de trabajo. Fíjate en mí, me he descuidado y ahora lo tengo que pagar. ¡Enhorabuena una vez más! ¡Mis felicitaciones de todo corazón! ¡Buena suerte!

En los días que siguieron Mark-Alem recordaba la escena con el director con un sufrimiento casi físico. Su trabajo le exigía todavía más. El director general faltaba de verdad cada vez con mayor frecuencia a causa de su enfermedad y él debía sustituirlo numerosos días en sus funciones. Sumergido en innumerables asuntos, se había tornado aun más huraño. El mecanismo gigantesco que él dirigía, trabajaba, a efectos prácticos, noche y día. Sólo ahora llegaba a hacerse idea de las verdaderas dimensiones del Tabir Saray. Encumbrados funcionarios del Estado entraban temerosos en su despacho. El propio viceministro del Interior, que acudía a verlo con frecuencia, se cuidaba de no interrumpirlo nunca cuando hablaba. En sus ojos, igual que en los del resto de los altos funcionarios, tras la sonrisa de cortesía había siempre un punto helado, del que surgía siempre la misma pregunta: ¿hay algún sueño respecto a mí? Podían ser poderosos o respetados, ocupar altos puestos y disfrutar de influyentes apoyos, pero eso no bastaba, ni mucho menos. Aparte de lo que fueran en su vida, lo importante era su papel en los sueños de otros, los enigmáticos carruajes en que viajaban, los emblemas o inscripciones misteriosas que ostentaban estos últimos.

Todas las mañanas, al recibir el informe habitual, Mark-Alem experimentaba la sensación de tener en sus manos la noche recién acabada de millones y millones de seres. Él, que imperaba en las zonas oscuras de la vida de la gente, poseía sin duda un inmenso poder. Cada día era más consciente de ello.

Un día, movido por un impulso repentino, se levantó de la mesa de su despacho y con paso lento descendió al Archivo. Reinaba el mismo olor pesado a carbón que había respirado tiempo atrás. Los funcionarios permanecían a su lado como sombras, dispuestos a servirle. Pidió el cartapacio de los Sueños Maestros de los últimos meses y, cuando se lo trajeron, después de ordenar a los funcionarios que lo dejaran trabajar tranquilo, comenzó a hojearlo con calma. Sus dedos le transmitían un creciente desasosiego a medida que pasaba las hojas. Los latidos de su corazón se habían tornado extremadamente lentos. En la cabecera de las hojas, a la derecha, estaban escritas las fechas y otras anotaciones de referencia. El último viernes de diciembre. El primero de enero. El segundo de enero. Ah, por fin el que buscaba, el Sueño Maestro fatal que había llevado a su tío a la tumba y lo había elevado a él a la dirección del Tabir. Lo leyó con dificultad, como si tuviera los ojos tapados con un trapo blanco que dejara pasar apenas ramalazos de luz lechosa. Era justo aquel sueño del vendedor de verduras de la capital que había pasado dos veces por sus manos, acompañado de la interpretación aproximativa que ya conocía: Puente-Koprü-Qyprilli. Instrumento musical-epopeya albanesa. El toro rojizo que, incitado por ella, embestía contra el Estado. ¡Oh, Dios!, se dijo. Conocía de sobra todo aquello, sin embargo el hecho de verlo escrito lo hizo estremecerse de la cabeza a los pies. Cerró el cartapacio y se marchó con el mismo paso parsimonioso.

Desde que se encontraba al frente del Tabir había tenido acceso a multitud de secretos aterradores, sin embargo no había logrado descubrir el enigma de aquella noche, el golpe recibido por los Qyprilli, seguido de su respuesta.

El interrogatorio del vendedor de verduras proseguía en su celda. Sus declaraciones habían sobrepasado ya las ochocientas páginas y estaba todavía lejos de terminar. Un día pidió que se lo trajeran y durante horas enteras se dedicó a estudiarlo. Era la primera vez que tenía un expediente semejante ante sus ojos. Cientos de páginas cubiertas de ínfimos detalles de la vida cotidiana del vendedor de verduras. Allí estaba anotado todo sin excepción: las clases de verduras y de frutas que vendía, las coliflores, los pimientos, las lechugas, las coles, la hora de llegada, la descarga, detalles sobre las charlas, los daños producidos por la descomposición, la disputa con el proveedor acerca del asunto, la fluctuación de los precios, los clientes, sus conversaciones, los problemas caseros que se deducían de ellas, las estrecheces económicas, las enfermedades ocultas, las peleas, las crisis, los parentescos, toda clase de murmuraciones escuchadas a medias, frases de borrachos al final del día, de barrenderos, vagabundos, palabras de transeúntes desconocidos, conservadas quién sabe por qué en la memoria, y de nuevo la multitud de hortalizas, las espinacas, su venta al inicio y al final de la temporada, su riego para mantenerlas frescas, la obcecación de los campesinos que las traían, las disputas por los precios, por los daños, el rocío en la lechuga que incrementaba el peso, las historias de las amas de casa, sus conversaciones y cotilleos, y todo volvía a comenzar por el principio y parecía que nunca fuera a tener fin.

Al cerrar el grueso cartapacio, le pareció que se separaba de un huerto interminable preñado de verdor y de rocío, entre los que resultaba de todo punto inconcebible que se hubiese escondido una víbora. Junto al cansancio por la lectura de lo declarado experimentó una sensación de frescor y, sorprendentemente, cierta lástima por el vendedor, quien no parecía tener la menor idea de lo que había desencadenado con su sueño. Sin embargo, antes de que le llegara el turno al examen del sueño mismo, que ocuparía sin duda cientos de páginas más, surgiría el problema de saber si el vendedor había tenido aquel sueño de verdad. Pero, a fin de cuentas, tampoco eso tenía ninguna importancia especial. Lo que había de suceder había sucedido y ahora ya nadie podía darle marcha atrás.

Durante los días posteriores Mark-Alem no volvió a acordarse del vendedor de verduras. Se acercaba el cambio de estación, un período repleto de tensión para el Palacio de los Sueños y no le quedaba tiempo para perderlo en nimiedades. Los informes que le remitían estaban cada vez más cargados de problemas que requerían urgente solución. El insomnio de Albania proseguía, y había adquirido una amplitud sin precedentes. Ciertamente, no era misión del Palacio de los Sueños restablecer la calma; no obstante, dado que el ambiente continuaba siendo tenso, era preciso prestarle oídos a la preparación de los expedientes relativos a su sueño, que menguaban sin cesar. Para colmo, el director de la Banca Imperial le había hablado pocos días antes, durante una larga entrevista, de la posibilidad de una nueva devaluación de la moneda, que podía abrir paso a otra crisis económica. Eso significaba que el Palacio de los Sueños, una vez tomada buena nota de ello, debía redoblar su atención en lo tocante a los sueños vinculados con dicho tema que Mark-Alem, a pesar de su breve experiencia en Selección e Interpretación, no ignoraba eran cientos, distribuidos entre los diversos cartapacios. Entretanto, otros importantes organismos del Estado, de manera indirecta, alertaban sobre la agitación reinante en los medios intelectuales judíos y armenios (oh, Dios, ¿no estarán reclamando una nueva matanza?), sobre cierto deterioro de los vínculos de los grandes bajalatos con la metrópoli, y la eterna llamada de atención, repetida puede que centenares de veces, sobre el relajamiento de los sentimientos religiosos entre la juventud, llamada de atención que, era sabido, procedía del Seyhul-Islam.

Absorto en todo esto, Mark-Alem ni siquiera percibía la aproximación de la primavera. El ambiente se había templado un tanto, las cigüeñas regresaban, pero él no había advertido nada aún.

Una tarde, prácticamente a la misma hora y en el mismo corredor de la primera vez, vio a un grupo de personas que sacaban silenciosamente un ataúd de una de las celdas. El vendedor de verduras, se dijo, sin volver la cabeza para comprobarlo ni siquiera por curiosidad.

Algo más tarde, mientras rodaba en el interior de su carruaje, la visión retornó a su memoria, pero se deshizo de ella al instante. A través de los vidrios de las ventanillas, bajo la luminosidad purpúrea del día que declinaba, se percibían los primeros brotes de hierba en los parques, entre los árboles todavía desnudos.

Al llegar a casa encontró en ella al mayor de sus tíos, el gobernador. No había vuelto a la capital después de la ejecución de Kurt. Hablaban de su próximo enlace. Su madre tenía los ojos velados, se diría que la primavera había logrado alcanzarla. Él escuchaba ausente y en silencio sus palabras. Sorprendido, como si estuviera haciendo un descubrimiento, pensó que tenía veintiocho años. Desde que había entrado en el Palacio de los Sueños, donde el tiempo discurría de acuerdo con otras leyes, había casi olvidado su propia edad.

Ellos, quizás estimulados por su silencio, hablaban animadamente de la muchacha que le estaba destinada. Diecinueve años, rubia, como le gustaban a él… Sacaban a colación el tema con extrema cautela, como si tuvieran en las manos un jarrón de cristal. Mark-Alem no dijo ni sí, ni no. En los siguientes días, para no poner en peligro el éxito que creían haber logrado, no volvieron a mencionarlo.

Aparte de las dos cenas que su madre ofreció en honor de su hermano mayor, la semana transcurrió con sosiego en su casa. El tallista encargado de las lápidas de la familia acudió a mostrar el modelo de los caracteres de la inscripción y los ornamentos de bronce que decorarían el sepulcro de Kurt.

Durante la semana siguiente Mark-Alem volvió muy tarde a casa. El Soberano había reclamado un largo informe sobre el modo de dormir y los sueños del Imperio entero. En todos los departamentos del Tabir se había prolongado el horario de trabajo. El director general estaba nuevamente enfermo y Mark-Alem debía elaborar personalmente el texto definitivo del informe.

Ante su mesa de trabajo sentía con frecuencia que su cerebro estaba sobrecargado. Había instantes en que miraba con sorpresa las hojas escritas, como si no las hubiera escrito con su mano. Allí estaba el sueño lúgubre de uno de los imperios más grandes del mundo. Cuarenta y tantas nacionalidades, casi todas las creencias religiosas, casi todas las razas humanas. Si el informe hubiera tenido carácter mundial, el sueño del resto de la humanidad difícilmente le habría añadido gran cosa. Era, por tanto, en cierto modo, el sueño de todo el planeta, una negrura tenebrosa sin límite ni final, de cuyo abismo Mark-Alem se esforzaba por extraer algunos retazos de verdad. Hypnos mismo, la divinidad griega del sueño, no habría estado más informado que él en lo relativo a los sueños humanos.

Una tarde cogió de la biblioteca la
Chronique
familiar. La última vez que la había hojeado fue aquella mañana fría en que partió a trabajar como simple funcionario en el Palacio que ahora dirigía. Mientras sus dedos resbalaban sobre las hojas, aún no alcanzaba a comprender qué pretendía encontrar allí. Después sintió que no buscaba nada, tenía simplemente prisa por llegar al final, allí donde las hojas estaban en blanco… Era la primera vez que se le ocurría añadir algo a la crónica centenaria. Durante largo rato permaneció inmóvil sobre ella. Se habían producido acontecimientos importantes, la guerra con Rusia había acabado, Grecia se había separado del Imperio, el resto de los Balcanes permanecía en constante agitación. En cuanto a Albania… Como una estrella lejana y fría, se velaba ante sus ojos, cada vez más distante de él, y se preguntó si acaso era consciente de lo que había en su interior. Y si lo era ¿tenía derecho a hablar de ello…? De este modo permaneció dubitativo mientras la pluma iba haciéndose más pesada en su mano, hasta tocar finalmente el papel y, en lugar de la palabra Albania, escribir:
allí
. Miró aquel adverbio que sustituía el nombre de su patria y sintió de pronto todo el peso de lo que su conciencia denominó inmediatamente «tristeza qyprilliana», expresión que no se hallaba en ninguna lengua del mundo, pero que merecía ser incluida en todas.

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