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Authors: Justin Cronin

El pasaje (117 page)

BOOK: El pasaje
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Alicia espoleó su caballo y se alejó al galope, y pasó al lado de Hollis sin mirarlo. Greer lo había asignado a uno de los camiones de suministros para que distribuyera comida y agua a los hombres.

—¿Qué pasa? —preguntó a Sara.

—Espera un momento. Comandante Greer —llamó.

Greer ya estaba avanzando por la línea. Se volvió hacia ella.

—Se trata de Sancho, señor. Creo que se está muriendo.

Greer asintió.

—Entiendo. Gracias por avisarme.

—Es usted su comandante en jefe, señor. Creo que le agradecería una visita.

El rostro del hombre no demostró la menor emoción.

—Enfermera Fisher, nos quedan cuatro horas de luz y debemos recorrer sesenta kilómetros de terreno despejado. Eso es lo que me preocupa en este momento. Haga lo que pueda. ¿Es eso todo?

—¿Tenía algún amigo íntimo,? ¿Alguien que pueda acompañarlo?

—Lo siento, ahora no puedo desprenderme de ningún hombre. Estoy seguro de que él lo comprendería. Le ruego me disculpe.

Se alejó a caballo.

Sara se dio cuenta de que estaba reprimiendo las lágrimas.

—Vamos —dijo Hollis, y la tomó del brazo—. Yo te ayudaré.

Volvieron al camión. Withers se había dormido de nuevo. Empujaron un par de cajas al lado de la litera de Sancho. Su respiración era más entrecortada. Se había formado un poco de espuma en sus labios, que estaban azules a causa de la hipoxia. Sara no tuvo que tomarle el pulso para saber que tenía el corazón acelerado.

—¿Qué podemos hacer por él? —preguntó Hollis.

—Hacerle compañía, supongo. —Sancho iba a morir, lo había sabido desde el primer momento, pero ahora estaba sucediendo, y todos sus esfuerzos se le antojaban demasiado pobres—. No creo que le quede mucho.

En efecto. Mientras miraban, la respiración del hombre se acompasó. Sus párpados se agitaron. Sara había oído que, en los últimos momentos, la vida de una persona desfila ante sus ojos. Si eso era cierto, ¿qué estaba viendo Sancho? ¿Qué vería ella si estuviera en su lugar? Sara tomó la mano vendada e intentó pensar en algo que decir, en algo que le sirviera de consuelo. Pero no se le ocurrió nada. No sabía nada de él, sólo su nombre.

Cuando todo terminó, Hollis tapó la cara del soldado con la manta. Oyeron que Withers se despertaba. Sara se detuvo y vio que tenía los ojos abiertos y estaba parpadeando, con el rostro grisáceo cubierto de sudor.

—¿Ha...?

Sara asintió.

—Lo siento. Sé que era su amigo.

Pero el hombre no hizo nada por darle la razón. Tenía la cabeza en otra parte.

—Maldita sea —gruñó—. Vaya sueño de mierda. Como si estuviera allí.

Hollis se había puesto también de pie.

—¿Qué ha dicho?

—¿De qué sueño habla, sargento? —preguntó Sara angustiada.

El hombre se estremeció, como si intentara expulsarlo de la memoria.

—Fue horrible. Su voz. Y aquel hedor.

—¿La voz de quién, sargento?

—Una mujer gorda —contestó Withers—. Una mujer gorda y fea, que respiraba humo.

Al frente de la hilera, cuando levantó la cabeza del motor, Michael vio a Alicia, que descendía de las colinas a través de la nieve. Pasó a su lado en dirección a la retaguardia, mientras llamaba a Greer.

¿Qué coño estaba pasando?

Wilco estaba parado al lado de Michael, boquiabierto, mientras sus ojos seguían al caballo de Alicia. El resto del escuadrón de Alicia estaba corriendo también hacia ellos.

—Acaba esto —dijo Michael, y como Wilco no contestó, le puso la llave inglesa en la mano—. Hazlo, y deprisa. Creo que vamos a movernos.

Michael corrió tras ella, siguiendo las huellas que había dejado en la nieve. A cada paso que daba, la certeza aumentaba: Alicia había visto algo, algo malo, en las colinas. Hollis y Sara bajaron del camión, y todos se dirigían hacia Greer y Alicia, que ya habían desmontado. Alicia estaba señalando hacia las colinas, su brazo describió una amplia franja, después se arrodilló y dibujó frenéticamente en la nieve. Cuando Michael llegó, oyó a Greer decir:

—¿Son muchos?

—Habrán avanzado durante la noche. Las huellas todavía están frescas.

—Comandante Greer... —empezó Sara.

Greer alzó una mano para interrumpirla.

—¿Son muchos, maldita sea?

Alicia se levantó. —No, no son muchos —contestó—. Son los Muchos. Y se dirigen hacia aquella montaña.

64

Theo despertó. No estaba sobresaltado, sino con la sensación de caer: estaba rodando y precipitándose hacia el mundo de los vivos. Tenía los ojos abiertos. Se dio cuenta de que llevaban un rato abiertos. «El niño», pensó. Extendió la mano y encontró a Mausami a su lado. Se removió bajo su mano y subió las rodillas. Eso era. Había estado soñando con el niño.

Estaba calado hasta los huesos, y tenía la piel resbaladiza y sudorosa. Se preguntó si tendría fiebre. Tenías que sudar para acabar con la fiebre. Eso decía siempre Profesora, y también su madre, mientras sus dedos le acariciaban la cara cuando estaba acostado en la cama, ardiendo. Pero eso había sido mucho tiempo antes, un recuerdo de un recuerdo. Hacía tantos años que no tenía fiebre que había olvidado la sensación.

Apartó las mantas a un lado y se puso en pie, temblando de frío, mientras la humedad de su cuerpo absorbía el calor. Llevaba la misma camisa delgada que había gastado durante todo el día, cortando leña en el jardín. Por fin estaban preparados para pasar el invierno; todo estaba atrancado, ordenado y guardado. Se quitó la camisa empapada de sudor y cogió otra de una pequeña cómoda. En uno de los edificios anexos había descubierto armarios llenos de ropa, algunas prendas todavía sin desembalar: camisas, pantalones, calcetines, ropa interior térmica y jerseys hechos de un material que tenía el tacto del algodón pero que no lo era. Los ratones y las polillas habían estropeado algunas, pero no todas. Quien hubiera abastecido aquel lugar, lo había abastecido para mucho tiempo. Recuperó sus botas y la escopeta, que había dejado junto a la puerta, y bajó la escalera. El fuego de la sala de estar se había reducido a unas ascuas relucientes. No sabía qué hora era, pero sintió que faltaba poco para el amanecer. Con el correr de las semanas, a medida que Mausami y él se adaptaban a un ritmo, dormir por la noche y despertar con los primeros rayos del sol en la ventana, había empezado a desarrollar un sentido del tiempo que se le antojaba natural y nuevo al mismo tiempo. Era como si se hubiera zambullido en un profundo embalse de instinto, una memoria largo tiempo sepultada. No era sólo la ausencia de las luces, como había llegado a creer. Era el lugar en sí. Maus también lo había sentido, aquel primer día, cuando habían ido juntos al río a pescar, y más tarde, en la cocina, cuando ella le había dicho que estarían a salvo.

Se sentó para calzarse las botas, bajó un jersey grueso del gancho, comprobó la carga de la escopeta y salió al porche. Hacia el este, al otro lado de la hilera de colinas que cercaban el valle, un suave resplandor se estaba insinuando en el cielo. Durante la primera semana, mientras Maus dormía, se había quedado sentado en el porche todas las noches. Sintió una punzada de tristeza. Toda su vida había tenido miedo de la oscuridad, y lo que ésta podía acarrear. Nadie, ni siquiera su padre, le había dicho nunca lo hermoso que era el cielo nocturno, el cual conseguía que te sintieras pequeño y grande al mismo tiempo, y también parte de algo, algo inmenso y eterno. Se quedó un momento parado en el frío, mirando las estrellas y dejando que el aire de la noche entrara y saliera de sus pulmones, despertando su mente y su cuerpo. Aprovechando que estaba levantado encendería un fuego, para que Mausami no se despertara en una casa helada.

Salió al patio. Durante días no había hecho otra cosa que cortar y acarrear leña. Los bosques cercanos al río estaban llenos de hojas muertas, secas e ideales para encender un fuego. La sierra que había encontrado no servía, por culpa de los dientes corroídos, pero el hacha se hallaba en buen estado. Ahora, los frutos de sus esfuerzos descansaban amontonados en filas en el granero, y había más debajo del alero, cubierto por una lona de plástico.

Pensó en esa gente mientras avanzaba hacia la puerta del granero, que estaba entreabierta. La gente de las fotos que había descubierto. Se preguntó si habrían sido felices allí. No había encontrado más fotografías en la casa, y no se le había ocurrido registrar el coche hasta dos días antes. No sabía muy bien qué estaba buscando, pero cuando llevaba unos minutos sentado en el asiento del conductor, oprimiendo botones y accionando interruptores con la esperanza de descubrir algo, encontró el que debía. Se abrió una puertecita en el salpicadero, que reveló un fajo de mapas y, escondido debajo, un billetero de piel. Embutido en los pliegues había una tarjeta con las palabras DEPARTAMENTO DE HACIENDA DE UTAH, NEGOCIADO DE VEHÍCULOS A MOTOR, y debajo un nombre: DAVID CONROY, MANSARD PLACE, 1634, PROVO, UTAH. «Así se llamaban», le dijo a Mausami, y se la enseñó. Los Conroy.

Pero la puerta del granero, pensó Theo, a la puerta del granero le pasaba algo. ¿Por qué estaba entreabierta? ¿Se habría olvidado de cerrarla? Tan pronto como hubo pensado en ello percibió un sonido nuevo: un leve crujido en el interior.

Se quedó de piedra. No oyó nada durante un buen rato. Tal vez eran imaginaciones suyas.

Entonces volvió a oírlo.

Al menos, lo que hubiera dentro no había reparado en su presencia todavía. Si fuera un viral, sólo le quedaba una bala. Podría volver a casa y avisar a Mausami, pero ¿adónde irían? Lo mejor era aprovechar el factor sorpresa. Con cuidado, casi sin respirar, montó la escopeta y escuchó el chasquido cuando la primera bala entró en la recámara. Oyó un suave golpe dentro del granero, seguido de un suspiro casi humano. Extendió el cañón hacia adelante hasta que entró en contacto con la madera de la puerta, y la abrió con delicadeza cuando, detrás de él, un susurro iluminó la oscuridad.

—¿Qué estás haciendo, Theo?

Era Mausami, con su camisón largo y el pelo derramado sobre los hombros. Parecía flotar, como una aparición en las tinieblas previas al amanecer. Theo abrió la boca para hablar, para decirle que volviera, cuando la puerta se abrió y golpeó el cañón de la escopeta con una fuerza que lo hizo girar sobre sí. Antes de que pudiera enterarse de lo que sucedía, el arma se disparó y lo lanzó hacia atrás. Una sombra saltó al patio.

—¡No dispares! —gritó Mausami.

Era un perro.

El animal se detuvo a unos metros de Mausami, con el rabo entre las piernas. Tenía el pelaje espeso, de un gris plateado con manchas negras. Estaba delante de Maus como haciéndole una reverencia, parado sobre sus patas esqueléticas, el cuello inclinado en señal de sumisión, las orejas aplastadas contra los hombros. Daba la impresión de no saber adónde mirar, si huir o atacar. Un gruñido grave escapó de su garganta.

—Ten cuidado, Maus —advirtió Theo.

—No creo que vaya a hacerme daño. ¿Verdad, muchacho? —Se acuclilló y extendió una mano hacia el perro para que la olfateara—. Sólo estás hambriento, ¿verdad? Buscabas algo de comer en el granero.

El perro se encontraba entre Theo y Mausami. Si el animal hacía un movimiento agresivo, la escopeta no serviría de nada. Theo la volvió del revés para utilizarla a modo de garrote, y dio un paso adelante, lleno de cautela.

—Baja el arma —dijo Maus.

—Maus...

—Hablo en serio, Theo. —Sonrió al animal, con la mano todavía extendida—. Vamos a enseñar a este hombre tan simpático lo buen perro que eres. Ven aquí, muchacho. ¿No quieres olisquear la mano de mamá?

El animal se acercó a ella, retrocedió, volvió a avanzar y el botón negro de su morro apuntó a la mano extendida de Mausami. Mientras Theo miraba, confuso, el perro apoyó la cara contra la mano y empezó a lamerla. Enseguida Maus estaba sentada en el suelo, arrullando al animal, acariciándole la cara y el cuello.

—¿Lo ves? —rió ella, mientras el perro, sacudiendo la cabeza de placer, le daba un gran lametón en la oreja—. Es un encanto. ¿Cómo te llamas, amiguito? ¿Tienes nombre?

Theo se dio cuenta de que todavía estaba sujetando la escopeta por encima de la cabeza, dispuesto a golpear. Relajó su postura y se sintió avergonzado.

Mausami le miró con el ceño fruncido.

—Estoy segura de que no te lo tendrá en cuenta. ¿Verdad, chiquito? —dijo al animal, mientras le masajeaba vigorosamente el pelaje—. ¿Qué me dices, delgaducho? ¿Te apetece desayunar? ¿Qué te parece?

El sol se había alzado sobre la meseta. Theo se dio cuenta de que la noche había terminado, y les había dejado un perro.

—Conroy —dijo.

Mausami lo miró. El perro le estaba lamiendo la oreja, frotaba su morro contra ella de una forma que parecía casi indecente.

—Así lo llamaremos —explicó Theo—:
Conroy.

Mausami tomó la cara del perro entre las manos y le acarició las mejillas.

—¿Así te llamas? ¿Te llamas
Conroy
? —Asintió y lanzó una carcajada—. Pues te llamarás
Conroy
.

Theo no quería dejarlo entrar en casa, pero Maus estaba decidida. En cuanto abrió la puerta, el perro subió la escalera al trote y deambuló por todas las habitaciones como si fuera el propietario, mientras sus largas uñas repiqueteaban entusiasmadas en el suelo. Maus le preparó un desayuno a base de pescado y patatas fritas en manteca de cerdo, y dejó el cuenco debajo de la mesa de la cocina. Conroy ya había ocupado su lugar en el sofá, pero cuando oyó el ruido de la loza al tocar el suelo se lanzó como una tromba hacia la cocina y sepultó la cara en el cuenco, que fue empujando hacia el otro lado de la habitación mientras comía. Maus llenó un segundo cuenco con agua y lo dejó también en el suelo. Cuando Conroy hubo terminado de comer, y después de tomar un largo sorbo de agua, regresó al sofá, donde se acomodó con un suspiro de satisfacción.

Conroy
, el perro. ¿De dónde había salido? Era evidente que había vivido con gente, que alguien lo había cuidado. Estaba delgado, pero no era lo que Theo habría llamado un perro famélico. Tenía el pelo muy enmarañado, pero por lo demás parecía sano.

—Llena la bañera —ordenó Maus—. Si va a sentarse en el sofá, quiero bañarlo.

Theo encendió un fuego fuera para hervir agua. Cuando la bañera estuvo preparada, el sol de la mañana estaba alto sobre el patio. El invierno estaba a la vuelta de la esquina, pero a mediodía la temperatura podía ser suave, lo bastante elevada como para ir en mangas de camisa. Theo se sentó en un tronco y vio cómo Maus bañaba al perro, le pasaba puñados de su preciado jabón por el pelaje plateado, utilizando los dedos para desenredarlo. La cara del perro reflejaba una abyecta humillación. Parecía estar diciendo: «¿Un baño? ¿De quién ha sido la idea?». Cuando hubo terminado, Theo lo levantó de la bañera, una gran cosa mojada, y Maus se arrodilló de nuevo (pues cada día le costaba más realizar incluso aquellos movimientos sencillos) para envolverlo en una manta.

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