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Authors: Justin Cronin

El pasaje (118 page)

BOOK: El pasaje
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—No estés celoso.

—¿Lo estoy?

Pero lo había pillado: así era como se sentía.
Conroy
se había desembarazado de la manta para sacudirse con entusiasmo, y las gotas de agua salieron disparadas en todas direcciones.

—Será mejor que te vayas acostumbrando —continuó Mausami.

Era verdad. El niño no tardaría en nacer. Todo el cuerpo de Maus parecía hinchado. Hasta el pelo, lustroso y abundante, parecía más grande. Theo esperaba que se quejara de todo eso, pero nunca lo hacía. Mientras la miraba con
Conroy
, que al final había capitulado ante los tardíos e innecesarios esfuerzos de ella por secarlo con la manta, se sintió repentinamente contento, contento por todo. Cuando estaba en la celda sólo deseaba morir. Incluso antes. En parte siempre había luchado contra esa sensación: tirar la toalla. Theo conocía ese tirón, un anhelo tan intenso como el ansia. Entregarse, precipitarse en la salvaje oscuridad. Era como una especie de juego, verse vivir los días como si ya estuvieras medio muerto, engañando a todo el mundo, incluso a Peter. Lo peor de todo era que ese engaño era fácil de soportar, hasta que al final era el engaño lo que lo sostenía a uno. Cuando Michael le había hablado de las baterías aquella tarde en el porche, no pudo reprimirse. En el fondo había pensado: «Gracias a Dios que ha terminado».

Y ahora, menudo cambio. Había recuperado la vida. Más que eso. Era como si le hubieran dado una nueva.

Terminaron el día y se retiraron con el sol.
Conroy
se había instalado al pie de la cama. Como todas las noches, Theo y Maus hicieron el amor y sintieron las patadas del niño entre ellos. Un golpeteo persistente para llamar la atención, como un código. Al principio, se le había antojado inquietante, pero ya no. Todo formaba un conjunto, las patadas y golpes del niño en su bolsa de carne tibia, y los leves gritos que emitía Mausami, así como el ritmo de sus movimientos, incluso los ruidos de
Conroy
en el suelo, que movía vigilante sus huesos. Una bendición, pensó Theo. Ésa fue la palabra que acudió a su mente cuando el sueño se apoderó de él. Eso era aquel lugar. Una bendición.

Entonces se acordó de la puerta del granero.

Sabía que había echado el cerrojo. El recuerdo estaba claro y concreto en su mente: cerrar la puerta sobre sus goznes chirriantes y echar el pestillo sobre su soporte, antes de volver a la casa.

Pero si eso era cierto, ¿cómo había entrado
Conroy
?

Al instante siguiente se embutió los pantalones, se calzó las botas con una mano y se puso el jersey con la otra. Durante todo el día, mientras entraba y salía de la casa, no lo había hecho ni una sola vez.

No había mirado dentro del granero.

—¿Qué pasa? —estaba diciendo Mausami—. Theo, ¿qué sucede?

Estaba sentada con la manta sobre el pecho.
Conroy
, que intuyó la agitación, se puso en pie como impulsado por un resorte y paseó alrededor de la habitación.

Theo cogió la escopeta.

—Quédate aquí.

Habría dejado a
Conroy
con ella, pero el perro se negó. En cuanto Theo abrió la puerta de la casa,
Conroy
salió disparado al patio. Por segunda vez en lo que iba de día, Theo avanzó hacia el granero, con la culata de la escopeta apretada contra el hombro. La puerta continuaba abierta, tal como él la había dejado.
Conroy
se le adelantó y desapareció en la oscuridad.

Franqueó el umbral, con la escopeta alzada y preparada para disparar. Oyó al perro moverse en la oscuridad, olfateando el suelo.

—¿
Conroy
? —susurró—. ¿Qué pasa?

Cuando sus ojos se adaptaron a la oscuridad, vio al perro, que estaba dando vueltas al otro lado del Volvo aparcado. Al lado de la pila de leña, en el suelo, descansaba el farol que Theo había dejado allí unos días antes. Apretó la escopeta contra la pierna, se arrodilló y encendió la mecha. Oyó que
Conroy
había encontrado algo en la tierra.

Era una lata. La recogió, sujetándola por sus bordes arrugados, donde alguien había utilizado un cuchillo para abrirla. Las paredes interiores de la lata estaban mojadas y olían a carne. Theo levantó más el farol, y su cono de luz se esparció sobre el suelo. Huellas de pisadas. Pisadas humanas, en el polvo.

Alguien había estado allí.

65

Era el médico quien lo había hecho. Era el médico quien la había salvado, y a quien, al final, Lacey confiaba en haberle procurado cierto consuelo.

Era extraño ver cómo el paso de los años había afectado la manera en que Lacey recordaba los sucesos de aquella lejana noche, cuando todo había comenzado. Los chillidos y el humo. Las llamadas de los agonizantes y los muertos. Una gran marea negra de noche eterna que barría el mundo y era testigo de los acontecimientos. A veces los recordaba con tanta claridad como si, en lugar de décadas, sólo hubieran transcurrido días. En otras ocasiones, las imágenes que veía y los sentimientos que experimentaba parecían pequeños, dudosos y lejanos, como briznas de paja transportadas en una ancha corriente de tiempo en que ella también flotaba, a través de años y años.

Recordaba a uno, Carter. Carter, que había ido a por ella cuando huía del coche de Wolgast, gritando y haciendo aspavientos. Carter, que había respondido a su llamada y corrido en su dirección, posándose ante ella como una gran ave afligida. «Yo... soy... Carter.» No era como los demás. Detrás de la monstruosa visión en que se había convertido, Lacey vio que no le gustaba lo que estaba haciendo, que tenía el corazón partido. Había caos a su alrededor, gritos, disparos y humo. La gente corría y la adelantaba, gritando, disparando y muriendo, sus destinos ya escritos cuando el mundo empezó, pero Lacey ya no estaba en aquel lugar, pues cuando Carter apoyó la boca sobre su cuello, y acomodó el suave latir del corazón de Lacey al de él, ella lo sintió. Todo su dolor y perplejidad, y la larga y triste historia de quién era. La cama de andrajos y fardos que había debajo de la autovía, el sudor y la suciedad de su piel y su largo viaje; el gran coche reluciente que paró a su lado con su rejilla de dientes enjoyados, y la voz de la mujer, que lo llamaba por su nombre haciéndose oír sobre el sucio rugido del mundo; la dulzura de la hierba segada y la frescura sudorosa de un vaso de té; la llamada del agua, y los brazos de la mujer, Rachel Wood, que tiraban de él hacia abajo, abajo. Fue su vida lo que sintió Lacey en su interior, su pequeña vida humana, que él nunca había amado tanto como amaba a la mujer cuyo espíritu portaba ahora en su interior (pues Lacey también sintió eso), y sus dientes hundidos en la suave curva de su cuello, llenando los sentidos de Lacey con el calor de su aliento, y entonces oyó su propia voz en el silencio:

«Que Dios lo bendiga, que Dios lo bendiga y proteja, señor Carter.»

Entonces se marchó. Ella yacía en el suelo, sangrando, el tiempo transcurría y la enfermedad empezaba a manifestarse. Sabía que, durante su encuentro, había descubierto la forma de penetrar en su interior. Lacey cerró los ojos y rezó para ver una señal, pero ésta no llegó. Como en aquel campo después de que los hombres la dejaran, cuando era una niña. Le pareció que, en aquella hora oscura, Dios se había olvidado de ella, pero, cuando la aurora abrió el cielo sobre su rostro, surgió un hombre de la oscuridad. Oyó el ruido suave de sus pasos sobre la tierra, y percibió el olor a humo de su piel y pelo. Intentó hablar, pero no pudo. El hombre no habló, ni tampoco le dijo su nombre. La levantó en brazos sin decir nada, acunándola como si fuera una niña, y Lacey pensó que era Dios en persona, que había venido para llevarla al cielo. Sus ojos estaban ocultos en las sombras. Su pelo era una corona oscura, despeinada y hermosa, al igual que su barba, que era una densa masa gris sobre su cara. La llevó a través de las ruinas humeantes, y Lacey vio que estaba llorando. «Son las lágrimas de Dios», pensó, suspirando por tocarlas. Nunca se le había ocurrido que Dios quisiera llorar, pero estaba equivocada, por supuesto. Dios estaría llorando siempre. Lloraría y lloraría, y no pararía. Una placidez exaltada se apoderó de ella. Durmió un rato. No recordaba qué ocurrió a continuación, pero cuando todo hubo terminado y la enfermedad había remitido, abrió los ojos y supo que él lo había conseguido: la había salvado. Había encontrado el Camino de Amy, ella había encontrado el Camino por fin.

«Lacey —oyó—. Escucha.»

Escuchó. Las voces se movían sobre ella como la brisa sobre el agua, como una corriente en la sangre. Por todas partes.

«Escúchalos, Lacey. Escúchalos a todos.»

Y esperó durante años. Ella, la hermana Lacey Antoinette Kudoto, y el hombre que la había llevado en brazos a través del bosque, que al fin y al cabo no era Dios, sino humano, un ser humano. El buen doctor, pues así lo consideraba, ése era el nombre que utilizaba cuando pensaba en él, aunque su nombre de pila era Jonas. Jonas Lear. El hombre más triste del mundo. Juntos habían construido la casa en la cañada donde Lacey vivía todavía. No era mucho más grande que las cabañas que recordaba de las carreteras polvorientas y los campos de arcilla roja de su infancia, pero era más robusta, y había sido construida para perdurar. El médico le había dicho en una ocasión que ya había construido una casa antes, una cabaña a orillas de un lago en los bosques de Maine. Había construido esa cabaña con su esposa, Elizabeth, que había muerto, cosa que no dijo, aunque no era necesario que lo hiciera. El recinto abandonado era una recompensa que esperaba a su nuevo propietario. Habían cogido la madera de los restos quemados del Chalé. En los almacenes encontraron martillos, sierras, garlopas y bolsas de clavos, así como sacos de hormigón y una hormigonera, para echar en los cuatro postes que harían las veces de cimientos de la cabaña y poner argamasa en las piedras del campo que cargaron para construir la chimenea. Durante todo un verano desprendieron tablillas del techo de los viejos barracones, pero descubrieron que tenían goteras, el asfalto estaba roto en demasiados lugares, y al final apilaron hierba y terrones de tierra encima, con los que hicieron un tejado. También había armas, armas a centenares, armas de todo tipo y naturaleza. No fue fácil desprenderse de tantas armas. Durante un período de tiempo se dedicaron a eso, a desmontar las armas de los soldados hasta que sólo quedó una inmensa montaña de piezas relucientes, que ni siquiera se tomaron la molestia de enterrar.

Sólo la abandonó una vez, el tercer verano en la montaña, para ir a buscar semillas. Cogió la única arma que había guardado, un rifle, con la comida, el combustible y los demás pertrechos que iba a necesitar, todo embalado en la furgoneta que había preparado para el viaje. Tardaría tres días, había dicho, pero tuvieron que transcurrir dos semanas completas antes de que Lacey oyera el ruido de la furgoneta al ascender la montaña. El hombre salió de la cabina con una expresión tan desesperada que Lacey comprendió que el único motivo por el que había regresado era que le había prometido que lo haría. Había llegado hasta Grand Junction, confesó, antes de tomar la decisión de dar media vuelta. En la furgoneta iban los prometidos paquetes de semillas. Aquella noche, el hombre encendió el fuego y se sentó al lado en un terrible y desolado silencio, con la vista clavada en las llamas. Nunca había visto ella tanto dolor en los ojos de un hombre, y aunque sabía que no podía extirpar ese dolor, fue aquella misma noche cuando le dijo que creía que deberían vivir juntos desde aquel día como marido y mujer, en todos los sentidos. Ofrecerle ese amor con sabor a perdón le pareció poca cosa. Y cuando eso sucedió, a su debido tiempo, comprendió que el amor que ella había ofrecido era un amor deseado. Era el final del viaje que había empezado en los campos de su infancia, hacía tantos años.

Él nunca volvió a marcharse.

Durante aquellos años ella lo amó con su cuerpo, que no envejecía como el de él. Lo amó y él la amó, cada uno a su manera, los dos solos en su montaña. Con el transcurso de los años la muerte se fue apoderando de él poco a poco, primero una cosa y después otra, primero acercándose, y después abriéndose paso de manera cada vez más decidida. Los ojos y el pelo. Los dientes y la piel. Las piernas, el corazón y los pulmones. Había muchos días en que Lacey deseaba poder morir también, para que el hombre no tuviera que hacer solo aquel último viaje.

Sintió su ausencia una mañana en que estaba trabajando en el jardín. Entró en la casa, después fue al bosque, y lo llamó por el nombre. Era pleno verano, el aire fresco y brillante, que se derramaba sobre las hojas como una lluvia de luz de sol. El hombre había elegido un lugar donde los árboles eran delgados y el cielo se veía en todo su esplendor. Desde allí podía ver el valle, y al otro lado, como un gran mar en calma, las montañas onduladas que se alejaban hacia el horizonte azul. Estaba apoyado en una pala, tratando de recuperar el resuello. Ahora era un hombre viejo, gris y frágil, pero allí estaba, cavando un hoyo en el suelo.

—¿Qué es ese hoyo? —preguntó ella.

—Es para mí —respondió él—. Para que cuando me vaya no tengas que cavarlo tú. Es absurdo tener que esperar a cavar un hoyo en pleno verano.

Estuvo cavando todo el día, hasta bien entrada la noche. Extraía pequeñas cantidades de tierra, y entre palada y palada descansaba para respirar. Ella observaba desde el borde del claro, porque él no quiso que ella lo ayudara. Y cuando terminó, y el hoyo hubo alcanzado una dimensión satisfactoria, regresó a la casa donde habían vivido juntos durante tantos años, a la cama que había construido con sus propias manos con pesados maderos sujetos y cuerdas fibrosas que se combaban con el peso de ambos, y por la mañana estaba muerto.

¿Cuánto tiempo hacía? Lacey hizo una pausa en su narración, mientras los ojos de Amy y del joven (los ojos de Peter) la observaban desde el otro lado de la habitación. Qué extraño le resultaba contar esas historias, después de tanto tiempo. La historia de Jonas, la de aquella terrible noche, y la de todo cuanto aconteció en ese lugar. Había avivado el fuego y puesto una olla a calentar. El aire de la casa, dos habitaciones de techo bajo separadas por una cortina, era tibio y fragante, iluminado por el resplandor del fuego.

—Cincuenta y cuatro años —dijo, en respuesta a la pregunta que ella misma se había formulado. Lo repitió para sí. Hacía cincuenta y cuatro años que Jonas la había dejado sola. Agitó la olla, que contenía un guiso de diversas cosas, la carne de una gorda zarigüeya y verduras recias, los tubérculos tan resistentes que había almacenado para el invierno. Sobre las estanterías, alojadas en unos tarros, estaban las semillas que ella utilizaba cada año, descendientes de las que Jonas había llevado en paquetes. Calabacines y tomates, patatas y calabazas, cebollas, nabos y lechuga. Sus necesidades eran escasas, el frío no la afectaba, y podía pasar días o incluso semanas sin apenas comer. Pero Peter debía de estar hambriento. Era tal como había imaginado, joven y fuerte, con un rostro decidido, aunque había pensado que sería más alto.

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