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Authors: Justin Cronin

El pasaje (122 page)

BOOK: El pasaje
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Lacey miró hacia atrás. Babcock se había posado junto a ella, en la boca del túnel. Era lo más terrible y grandioso que Dios había creado. Lacey no sentía miedo, sólo admiración por aquella magnífica obra de Dios. Por el hecho de que Él hubiera creado un ser con un diseño tan perfecto, preparado para devorar el mundo. Y mientras ella lo miraba y él proyectaba su gran y terrible brillo (una luz sagrada, como la que desprenden los ángeles), el corazón de Lacey se inflamó con la certeza de que no se había equivocado, de que la larga noche de su vigilia concluiría tal como ella había previsto. Una vigilia que se había iniciado muchos años antes, una húmeda mañana de primavera, cuando abrió la puerta del convento de las Hermanas de la Misericordia en Memphis, en Tennessee, y acogió a una niña.

«Jonas —pensó—, ¿ves como tenía razón? Todo está perdonado. Todo lo que se ha perdido puede reencontrarse. Jonas, voy a decírtelo. Ya estoy contigo.»

Se precipitó hacia el túnel.

«Ven a mí. Ven a mí ven a mí ven a mí.»

Corrió. Estaba en aquel lugar, pero también en otro. Estaba corriendo por el túnel, arrastrando a Babcock al interior, pero también volvía a ser aquella niña, la del campo. Percibió el dulce olor a tierra, y sintió el frío aire de la noche sobre las mejillas. Oyó la voz de sus hermanas y su madre, que la llamaban desde la puerta.

«Corre, hija, corre lo más deprisa que puedas.»

Llegó a la puerta y siguió corriendo, por el pasillo con sus luces zumbantes, hasta la sala de la camilla, vasos de precipitación y baterías, todas las cositas del viejo mundo y sus terribles sueños de sangre.

Se detuvo y giró sobres sus talones hacia la puerta. Y allí estaba.

«Soy Babcock. Uno de los Doce.»

«Al igual que yo», pensó la hermana Lacey cuando, detrás de ella, el temporizador de la bomba llegó a las 0:00, los átomos de su núcleo se derrumbaron unos sobre otros, y su mente se llenó para siempre de la luz blanca y pura del cielo.

69

Era Amy, y era eterna. Era una de los Doce y también el Otro, el que estaba encima y detrás, el Cero. Era la Chica de Ninguna Parte, La Que Entró, la que vivió mil años: Amy de las Multitudes, la Chica de las Almas Dentro de Ellas.

Era Amy. Era Amy. Era Amy.

Fue la primera en levantarse. Después de los estruendos y los temblores, las sacudidas y los rugidos. La pequeña casa de Lacey corcoveaba y se sacudía como un caballo, como un bote en el mar. Todo el mundo gritaba y chillaba, acurrucado contra la pared y a la espera.

Pero entonces todo terminó. La tierra se serenó. El aire estaba lleno de polvo. Todo el mundo tosía y se atragantaba, asombrado de estar vivo.

Estaban vivos.

Condujo a Peter y a los demás al exterior, dejando atrás los cadáveres de los muertos, hasta la luz del amanecer donde aguardaban los Muchos. Que ya no eran los Muchos de Babcock.

Estaban por todas partes. Un mar de caras y ojos. Avanzaron hacia ella en la inmensidad de su número, hacia la luz de la aurora. Intuyó el espacio vacío en su interior, donde había estado el sueño, el sueño de Babcock, y en su lugar la pregunta, feroz y ardiente.

«¿Quién soy quién soy quién soy?»

Y ella lo sabía. Amy lo sabía. Los conocía a todos, a cada uno de ellos. Los conocía a todos por fin. Ella era el barco, tal como Lacey había dicho. Llevaba sus almas dentro de ella. Las había llevado desde el primer momento, a la espera de ese día, cuando les devolviera lo que les pertenecía por derecho: la historia de quiénes eran. El día en que harían su transición.

«Venid a mí —pensó—. Venid a mí venid a mí venid a mí.»

Y acudieron. Desde los árboles, desde los campos nevados, desde los lugares ignotos. Se movió entre ellos, los tocó y acarició, y les dijo lo que anhelaban saber.

«Tú eres... Smith.

Tú eres... Tate.

Tú eres... Duprey.

Tú eres Erie tú eres Ramos tú eres Ward tú eres Cho tú eres Singh Atkinson Johnson Montefusco Cohen Murrey Nguyen Elberson Lazaro Torres Wright Winborne Pratt Scalamonti Mendoza Ford Chung Frost Vandyne Carlin Park Diego Murphy Parsons Richini O’Neil Myers Zapata Young Scheer Tanaka lee White Gupta Solnik Jessup Rile Nichols Maharana Rayburn Kennedy Mueller Doerr Goldman Pooley Price Kahn Cordell Ivanov Simpson Wong Palumbo Kim Rao Montgomery Busse Mitchell Walsh McEvoy Bodine Olson Jaworski Ferguson Zachos Spenser Ruscher...»

El sol se estaba elevándose sobre las montañas, con un brillo cegador.

«Venid —pensó Amy—. Venid a la luz y recordad.

Tú eres Cross tú eres Flores tú eres Haskell Vázquez Andrews McCall Barbash Sullivan Shapiro Jablonski Choi Zeidner Clark Huston Rossi Culhane Baxter Nunez Athanasian King Higbee Jensen Lombardo Anderson James Sasso Lindquist Masters Hakeemzedah Levander Tsujimoto Michie Osther Doody Bell Morales Lenzi Andriyajova Watkins Bonilla Fitzgerald Tinti Asmundson Aiello Daley Harper Brewer Klein Weatherall Griffin Petrova Kates Hadad Riley MacLeod Wood Patterson...»

Amy sentía su dolor, pero ahora era diferente. Era un vuelo sagrado. Mil vidas recordadas pasaban a su través, mil historias de amor y trabajo, de padres e hijos, de deber, alegría y pesar. Camas en las que habían dormido y comidas ingeridas, y la dicha y el dolor del cuerpo, y una visión de hojas de verano desde una ventana una mañana en que había llovido; noches de soledad y noches de amor, el alma dentro del cuerpo que siempre ansía ser reconocida. Se movía entre ellos, tendidos en la nieve, que ya no eran los Muchos, cada uno en el lugar de su elección.

Los ángeles de nieve.

«Recordad —les dijo—. Recordad.»

«Yo soy Flynn yo soy González yo soy Young Wentzell Armstrong O’Brien Reeves Forajian Watanabe Mulroney Chernesky Logan Braverman Livingston Martin Campana Cox Torrey Swartz Tobin Hecht Stuart Lewis Redwine Pho Markovich Todd Mascucci Kostin Laseter Salib Hennesey Kasteley Merriweather Leone Barkley Kiernan Campbell Lamos Marion Quang Kagan Glazner Dubois Egan Chandler Sharpe Browning Ellenzweig Nakumura Giacomo Jones yo soy yo soy soy...»

El sol obraría su efecto. Pronto estarían muertos, después se transformarían en cenizas, y después en nada. El viento esparciría sus cuerpos. La estaban abandonando por fin. Notó que sus almas se elevaban y zarpaban.

Peter estaba a su lado. Era imposible describir la expresión de su cara.

—Amy.

No tardaría en decírselo, pensó. Le diría todo cuanto sabía, todo cuanto creía. Lo que le aguardaba, y el largo viaje que emprenderían juntos. Pero todavía no era el momento de hablar.

—Entra —dijo, tomó la pistola vacía de sus manos y la tiró a la nieve—. Entra y sálvala.

—¿Puedo salvarla?

Y Amy asintió.

—Tienes que hacerlo —dijo.

Sara y Michael habían depositado a Alicia sobre la cama y la habían despojado del chaleco, que estaba empapado de sangre. Tenía los ojos cerrados, y parpadeaba.

—¡Necesito vendas! —gritó Sara. Tenía más sangre en las manos y el pelo. Su rostro estaba cubierto de polvo—. ¡Que alguien me traiga algo para detener la hemorragia!

Hollis utilizó su cuchillo para cortar un trozo de tela de las sábanas. No estaban limpias, no había nada limpio, pero tendrían que conformarse.

—Hay que atarla —dijo Peter.

—Peter, la herida es demasiado profunda —dijo Sara. Meneó la cabeza desesperada—. De todos modos, da igual.

—Dame tu cuchillo, Hollis.

Indicó a los demás lo que debían hacer, cortar las sábanas de la cama de Lacey en tiras largas, y después atarlas juntas. Ataron las manos y pies de Alicia a los postes de la cama. Sara dijo que la hemorragia parecía estabilizada, una señal ominosa. Tenía el pulso acelerado y débil.

—Si sobrevive —advirtió Greer desde el pie de la cama— estas sábanas no conseguirán sujetarla.

Pero Peter no le hacía caso. Se trasladó a la sala principal, donde había dejado su mochila. La caja metálica continuaba dentro, con las jeringas. Sacó uno de los frascos y volvió al dormitorio, donde lo entregó a Sara.

—Dale esto.

Ella lo cogió y examinó.

—No sé qué es, Peter.

—Es Amy —contestó él.

Sara administró medio frasco a Alicia. Esperaron todo el día y toda la noche. Alicia se había sumido en una especie de crepúsculo. Tenía la piel seca y caliente. La herida del cuello se había cerrado y adquirido una apariencia amoratada, púrpurea e inflamada. De vez en cuando daba la impresión de que despertaba, emergiendo de una especie de pesadilla, y gemía. Después volvía a cerrar los ojos.

Habían sacado fuera los cadáveres de los virales, junto con los demás. Sus cuerpos se habían transformado a toda prisa en cenizas grises que todavía remolineaban en el aire y cubrían todas las superficies, como una capa de nieve sucia. Por la mañana, pensó Peter, todos habrían muerto. Michael y Hollis habían atrancado las ventanas y vuelto a colgar las puertas de sus goznes. Cuando cayó la oscuridad, quemaron en la chimenea lo que quedaba de la cómoda. Sara dio unos puntos en la cabeza a Greer, y se la envolvió en otro vendaje hecho a base de trozos de sábanas. Durmieron por turnos, y dos de ellos se quedaron vigilando a Alicia. Peter dijo que se quedaría levantado toda la noche con ella, pero al final el agotamiento se apoderó de él y también se durmió, acurrucado en el frío suelo al lado de la cama.

Por la mañana, Alicia había empezado a forcejear contra sus ligaduras. Se le había ido todo el color de la piel. Sus ojos, detrás de los párpados, se veían rosados a causa de los capilares rotos.

—Dale más.

—Peter, no sé lo que estoy haciendo —dijo Sara. Estaba agotada y demacrada. Todos lo estaban—. Podría matarla.

—Hazlo.

Le administraron el resto del frasco. Había empezado a nevar de nuevo en el exterior. Greer y Hollis fueron a explorar el bosque y regresaron una hora después, medio congelados. La temperatura había caído en picado, dijeron.

Hollis sacó a Peter fuera.

—La comida se va a convertir en un problema —dijo en voz baja. Habían hecho un inventario de la alacena de Lacey. Casi todos los tarros estaban destrozados.

—Ya lo sé.

—Pero eso no es todo. Sé que la bomba estaba en el subsuelo, pero podría escaparse radiación. Michael dice que, como mínimo, habrá en el nivel freático. No creo que debamos quedarnos aquí mucho tiempo más. Hay una especie de edificio al otro lado del valle. Parece que hay una colina que podremos utilizar para atajar hacia el este.

—¿Qué haremos con Lish? No podemos moverla.

Hollis hizo una pausa.

—Sólo estoy diciendo que podríamos quedarnos aislados aquí. Eso acarrearía graves problemas. No deberíamos intentar huir medio muertos de hambre bajo una ventisca.

Hollis tenía razón y Peter lo sabía.

—¿Quieres salir a explorar?

—Cuando amaine la nieve.

Peter aceptó con un cabeceo.

—Llévate a Michael.

—Estaba pensando en Greer.

—Debería quedarse aquí —dijo Peter.

Hollis guardó silencio un momento, mientras asimilaba el significado de las palabras de Peter.

—De acuerdo —dijo.

La nevada se prolongó durante toda la noche. Por la mañana, el cielo estaba limpio y despejado. Hollis y Michael reunieron sus pertrechos. Si todo iba bien, dijo Hollis, regresarían antes de que anocheciera. Pero también podrían estar ausentes un día entero. En el patio nevado, Sara abrazó a Hollis, y después a Michael. Greer y Amy estaban dentro con Alicia. Durante las últimas veinticuatro horas, desde que le habían administrado la segunda dosis del virus, su estado parecía haber alcanzado una especie de estabilidad. Pero la fiebre aún era elevada, y sus ojos habían empeorado.

—No lo prolongues... demasiado —dijo Hollis a Peter en voz baja—. A ella no le gustaría.

Esperaron. Amy no se separaba de Alicia, no abandonaba ni un momento su lugar junto a la cama. Todo el mundo se daba cuenta de lo que estaba ocurriendo. La luz más difusa provocaba que se encogiera, y había empezado a tirar de las ligaduras de nuevo.

—Está resistiendo —dijo Amy—. Pero no creo que pueda aguantar.

Cayó la oscuridad, y no había ni rastro de Michael y Hollis. Peter nunca se había sentido tan impotente. ¿Por qué no estaba funcionando, como había pasado con Lacey? Pero él no era médico, sólo actuaban guiados por la intuición. La segunda dosis podría haberla matado. Peter era consciente de que Greer lo estaba mirando, a la espera de que actuara. Pero no podía hacer nada.

Ya había amanecido cuando Sara lo zarandeó para despertarlo. Peter se había quedado dormido en la silla, con la cabeza apoyada contra el pecho.

—Creo que... está sucediendo —dijo.

Alicia estaba respirando con mucha celeridad. Todo su cuerpo estaba tenso, los músculos de su mandíbula se agitaban, un aleteo bajo la superficie de la piel. Un leve gemido surgía de su garganta. Por un momento se relajó. Después volvió a ocurrir.

—Peter.

Se volvió y vio a Greer, parado en el umbral. Sostenía un cuchillo.

—Ha llegado el momento.

Peter se levantó y se interpuso entre Greer y la cama donde yacía Alicia.

—No.

—Sé que es difícil, pero ella es un soldado. Un soldado del Cuerpo de Expedicionarios. Es hora de que emprenda el viaje.

—Me refería a que esto no es asunto de su incumbencia. —Extendió la mano—. Deme el cuchillo, comandante.

Greer vaciló y escudriñó el rostro de Peter.

—No tienes por qué hacerlo.

—Sí, debo hacerlo. —No sentía miedo, sólo resignación—. Se lo prometí. Soy el único que puede hacerlo.

Greer le entregó el cuchillo. Un peso y equilibrio conocidos: Peter vio que era el de él, que había dejado en la puerta con Eustace.

—Me gustaría estar a solas con ella, si no os importa.

Se despidieron. Peter oyó que la puerta de la casa se abría y volvía a cerrarse. Se acercó a la ventana y arrancó una de las tablas sueltas, de modo que la suave luz grisácea de la mañana bañó la habitación. Alicia gimió y volvió la cabeza. Greer tenía razón. Peter pensó que no debían de quedarle más de un par de minutos. Recordó lo que había dicho Muncey al final, la rapidez con que se producía. Quería sentir cómo salía de su interior.

Peter se sentó en el borde de la cama, empuñando el cuchillo. Quiso decirle algo, pero las palabras se le antojaron demasiado nimias para expresar lo que sentía. Esperó en silencio y dejó que los recuerdos de ella acudieran a su memoria. Las cosas que habían dicho y hecho, y lo que no habían hablado. Sólo pudo pensar en eso.

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