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Authors: Justin Cronin

El pasaje (44 page)

BOOK: El pasaje
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Cargó con Amy hasta la cocina y encendió la lámpara. El cristal de la ventana que había sobre el fregadero había aguantado. La sentó en una silla. Encontró una bayeta y la ciñó alrededor de su pierna herida. Amy estaba llorando, con las palmas de las manos apretadas contra los ojos. La piel del rostro y los brazos, que había estado expuesta a la explosión, presentaba un tono rosa intenso, y empezaba a pelarse.

—Sé que duele —dijo Wolgast—, pero tienes que abrirlos. Necesito ver si se te ha clavado algún cristal.

Tenía una linterna sobre la mesa, preparada para examinar sus ojos en cuanto los abriera. Era una emboscada, pero ¿qué otra cosa podía hacer?

Ella negó con la cabeza, y se alejó de él.

—Tienes que hacerlo, Amy. Quiero que seas valiente. Por favor.

Siguieron forcejeando un rato, pero al final se rindió. Dejó que él le apartara las manos y abrió los ojos apenas, pero volvió a cerrarlos.

—¡La luz me hace daño! —lloró.

Llegó a un acuerdo con ella: contaría hasta tres, abriría los ojos, y los mantendría abiertos mientras él volvía a contar hasta tres.

—Uno —empezó—. Dos. ¡Tres!

Amy abrió los ojos, con todos los músculos de la cara tensos a causa del miedo. Wolgast empezó a contar de nuevo, mientras exploraba su cara con el haz de la linterna. Ni cristales, ni señales de heridas visibles. Tenía los ojos intactos.

—¡Tres!

Ella cerró los ojos de nuevo, temblorosa y sollozante.

Gracias al botiquín de primeros auxilios, embadurnó la piel de Amy con crema antiquemaduras, le envolvió los ojos con una venda y la llevó a la cama.

—Tus ojos se pondrán bien —la tranquilizó, aunque no sabía si estaba diciendo la verdad—. Creo que es sólo temporal, a causa del fogonazo.

Estuvo sentado un rato con ella, hasta que su respiración se tranquilizó y comprobó que estaba dormida. Tendrían que marcharse, pensó, poner cierta distancia entre ellos y la explosión, pero ¿adónde irían? Primero, los incendios, y después la lluvia, habían acabado con la carretera. Podrían intentarlo a pie, pero ¿hasta dónde podría llegar, sin apenas poder caminar, guiando a una niña ciega a través de los bosques? Sólo podía confiar en que la explosión hubiera sido de escasa importancia, o se hubiera producido más lejos de lo que sospechaba, o en que el viento hubiera empujado la radiación en otra dirección.

En el botiquín de primeros auxilios encontró una pequeña aguja de coser y un ovillo de hilo negro. Faltaba una hora para el amanecer cuando bajó las escaleras para ir a la cocina. Se sentó a la mesa, iluminado por la lámpara, se quitó el trapo atado y los pantalones empapados en sangre. El corte era profundo pero muy limpio, la piel se veía como papel parafinado roto sobre un filete de carne roja como la sangre. Había cosido botones, incluso una vez el dobladillo de unos pantalones. ¿Sería muy difícil? Bajó del armarito de encima de la pila la botella de
whisky
que había encontrado en Milton’s, muchos meses antes. Se sirvió un vaso. Se sentó y tomó el licor a toda prisa, inclinó la cabeza hacia atrás para beber sin sentir el sabor, se sirvió un segundo vaso y lo bebió también. Después, se levantó, se lavó las manos en el fregadero, sin prisas, y las secó con un paño. Se sentó de nuevo, enrolló el trapo y se lo puso en la boca. Cogió en una mano la botella de
whisky
y la aguja de coser en la otra. Lástima que no tuviera más luz. Inhaló aire y lo retuvo. Después vertió
whisky
sobre el corte.

Ésa fue la peor parte. Después de eso, cerrar la herida fue coser y cantar.

Despertó y descubrió que se había dormido con la cabeza sobre la mesa. La habitación estaba helada, y el aire conservaba un olor extraño, químico, como a neumáticos quemados. Fuera, caía una nieve grisácea. Wolgast salió cojeando al porche. Se dio cuenta de que no era nieve, sino ceniza. Bajó los peldaños. Cayó ceniza sobre su cara y sobre su pelo. No sintió miedo, ni por él ni por Amy. Era un prodigio. Alzó la cabeza y recibió las cenizas. Sabía que estaban pobladas de gente. Una lluvia de cenizas de almas.

Podrían haberse trasladado al sótano, pero daba igual. La radiación estaría por todas partes, en el aire que respiraban, en los alimentos que comían y en el agua que corría desde el lago hasta la bomba de la cocina. Se quedaron en el segundo piso, donde, por lo menos, las ventanas atrancadas ofrecían cierta protección. Tres días después, el día en que quitó a Amy los vendajes (había recuperado la vista, tal como él había prometido), Wolgast empezó a vomitar y no pudo parar. Siguió vomitando incluso después de que sólo pudiera expulsar un delgado moco negro, como alquitrán para techar. La pierna estaba infectada, o al menos la radiación la había afectado. Un pus verdoso manaba de la herida y empapaba los vendajes. Proyectaba un olor asqueroso, un olor que también estaba en su boca, ojos y nariz. Daba la impresión de que le impregnaba el cuerpo.

—Me pondré bien —dijo a Amy, quien, después de todo lo que había sucedido, seguía igual que antes. Su piel escaldada se había desprendido, y debajo aparecía una nueva capa, blanca como leche iluminada por la luna—. Unos días de descanso, y me pondré como nuevo.

Llevó su catre bajo el alero, a la habitación contigua a la de Amy. Notaba que los días pasaban a su alrededor, a través de él. Sabía que se estaba muriendo. El revestimiento de su garganta y estómago, el pelo, las encías que sujetaban sus dientes... Las células de su cuerpo se dividían a toda velocidad y se destruían, ¿o acaso no era ése el efecto de la radiación? Y ahora había llegado a su núcleo, lo estaba tanteando como una gran mano mortífera, negra y de huesos finos. Notaba que se estaba disolviendo como una píldora en agua, un proceso irrevocable. Tendrían que haber intentado huir de la montaña, pero ya era tarde para eso. En la periferia de su conciencia, era consciente de la presencia de Amy, de sus movimientos en la habitación, de que sus ojos vigilantes y demasiado sabios estaban clavados en él. Le acercaba tazas de agua a sus labios agrietados. Se esforzaba por beber, deseaba sentir la humedad, pero sobre todo deseaba complacerla, ofrecerle la tranquilidad de que se recuperaría. Pero no retenía nada.

—Me encuentro bien —le decía ella una y otra vez, aunque tal vez sólo lo estaba soñando. Su voz sonaba muy cerca de su oído. Le acariciaba la frente con un paño. Sentía su aliento suave en la cara, en la habitación en penumbras—. Me encuentro bien.

Era una niña. ¿Qué sería de ella cuando él muriera? Esa niña que apenas dormía o comía, y cuyo cuerpo desconocía el dolor o la enfermedad.

No, ella no moriría. Eso era lo peor, lo más terrible que habían hecho. El tiempo se abría a su alrededor, como olas alrededor de un muelle. Pasaba de largo, mientras Amy continuaba igual. «El total de los días de Noé fue de novecientos cincuenta años.» Aunque ignoraba cómo lo habían conseguido, Amy no moriría, no podía morir.

«Lo siento —pensó—. Hice lo que pude y no fue suficiente. Tuve demasiado miedo desde el principio. Si había un plan, no me di cuenta. Amy, Eva, Lila, Lacey... Yo sólo era un hombre. Lo siento, lo siento, lo siento, lo siento.»

Una noche despertó y descubrió que estaba solo. Lo intuyó enseguida: flotaba en el aire una sensación de partida, de ausencia y huida. El mero hecho de alzar las mantas le exigió todas sus fuerzas. El tacto de la tela en su mano era como papel de lija, como púas de fuego. Se sentó, con un esfuerzo monumental. Su cuerpo era una inmensa cosa agonizante que su mente apenas podía contener. Y no obstante, todavía le pertenecía, el mismo cuerpo con el que había vivido todos los días de su existencia. Era extraño morir, sentir que le estaba abandonando. No obstante, otra parte de él siempre lo había sabido.

«Morir —le dijo su cuerpo—. Morir. Para eso vivimos, para morir.»

—Amy —dijo, y oyó su voz, un graznido apenas audible. Un sonido débil e inútil, sin forma, que pronunciaba un nombre sin que hubiera nadie en una habitación a oscuras—. Amy.

Consiguió bajar la escalera hasta la cocina y encender la lámpara. Bajo su resplandor tembloroso, todo parecía seguir como siempre, aunque la estancia había cambiado. La misma estancia donde Amy y él habían vivido juntos durante un año, y al mismo tiempo un lugar nuevo por completo. No habría podido decir qué hora era, ni qué día, ni qué mes. Amy se había ido.

Salió dando tumbos al porche y se internó en el bosque oscuro. Un gajo de luna colgaba sobre los árboles, como un juguete infantil suspendido de un cable, una luna sonriente que oscilaba sobre la cuna de un niño. Su luz se derramaba sobre un paisaje de cenizas, todo agonizante, la superficie viviente de la tierra desprendida, que revelaba el núcleo rocoso de todo. Como un decorado, pensó Wolgast, un decorado para el fin de todas las cosas, de todos los recuerdos de las cosas. Atravesó el polvillo blanco quebrado sin rumbo fijo, gritando, llamándola.

Estaba en los árboles, en el bosque, la casa a una distancia inmensa detrás de él. Dudó si sería capaz de orientarse para regresar, pero ya daba igual. Todo había terminado, él estaba acabado. Ni siquiera era capaz de llorar. Al final, pensó, todo se reducía a elegir un lugar. Si tenías suerte, podías lograr eso.

Estaba sobre el río, bajo la luna, entre los árboles desnudos desprovistos de hojas. Cayó de rodillas y se sentó con la espalda apoyada contra uno, y cerró los ojos cansados. Algo se estaba moviendo sobre él en las ramas, pero sólo fue consciente de ello de una forma vaga. Un roce de cuerpos en los árboles. Algo que alguien le había dicho en una ocasión, hacía muchas vidas, acerca de desplazarse en los árboles de noche. Pero recordar el significado de aquellas palabras exigía una fuerza de voluntad que ya no poseía. La idea lo abandonó.

Una nueva sensación lo recorrió, fría y definitiva, como la corriente de aire de una puerta abierta a la hora más profunda del invierno, al espacio silencioso que separa las estrellas. Cuando el amanecer lo encontrara, él ya no estaría. «Amy», pensó, mientras las estrellas empezaban a caer, por todas partes y a su alrededor. Y trató de ocupar su mente únicamente con un nombre, el nombre de su hija, para que lo ayudara a abandonar la vida.

«Amy, Amy, Amy.»

III
La última ciudad
18

Del Diario de Ida Jaxon («El Libro de Tía»)

Presentado en la III Conferencia Global sobre el Período de Cuarentena en Norteamérica

Centro para el Estudio de las Culturas y Conflictos Humanos

Universidad de Nueva Gales del Sur, República Indoaustraliana

16-21 de abril de 1003 d.V.

[Empieza el extracto]

... y se hizo el caos. Han transcurrido tantos años, pero jamás olvidas una visión semejante, los miles de personas, todas aterrorizadas, apretujadas contra las verjas, los soldados y perros intentando tranquilizar a la gente, los disparos lanzados al aire. Y yo, con no más de ocho años de edad, con mi maletita, la que mi mamá me había preparado la noche antes, sin dejar de llorar, porque sabía lo que estaba haciendo, enviarme lejos de ella para siempre.

Los brincos habían tomado Nueva York, Pittsburg y el D.C. Casi todo el país, por lo que puedo recordar. Yo tenía familiares en todos esos lugares. Había muchas cosas que no sabíamos. Por ejemplo, qué había ocurrido en Europa, Francia o China, aunque oí a mi padre hablar con otros hombres de la calle sobre el hecho de que el virus era diferente allí, que mataba sin más a todo el mundo, y por lo tanto supongo que era posible que Filadelfia fuera la última ciudad del mundo poblada de gente en aquel momento. Estábamos en una isla. Cuando pregunté a mi mamá por la guerra, explicó que los brincos eran personas como tú y yo, pero enfermas. Yo también había estado enferma, así que me llevé un susto de muerte cuando dijo eso. Me puse a llorar como una desesperada, pensando que un día me despertaría y la mataría a ella y a mi padre y a mis primos como hacían los brincos. Me abrazó con fuerza y me dijo: «No, Ida, es diferente, no es lo mismo, calla y deja de llorar», y así lo hice. Pero durante un tiempo no entendí muy bien por qué había una guerra y soldados por todas partes, si la gente sólo padecía carraspera o algo por el estilo en la garganta.

Así los llamábamos, brincos. Vampiros no, aunque la palabra se oía con frecuencia. Así los llamaba mi primo Terrence. Me lo enseñó en un tebeo que tenía, una especie de libro ilustrado, si no recuerdo mal, pero cuando pregunté a mi padre sobre eso y le enseñé los dibujos me dijo que no, que los vampiros eran una invención, hombres apuestos y educados con traje y capa, y que eso de allí era real. No era un cuento. Ahora se los llama de muchas maneras, por supuesto, voladores y pitillos y beodos y virales y toda la pesca, pero nosotros los llamábamos brincos por lo que hacían cuando te cazaban. Brincaban. Mi padre dijo que daba igual cómo los llamara, que eran unos hijos de puta malvados. «Tú quédate dentro como dice el ejército, Ida.» Me sorprendió oírle hablar de aquella manera, porque mi padre era diácono de la Iglesia episcopaliana metodista africana, y nunca lo había oído hablar así, ni utilizar palabras de ese tipo. La noche era lo peor, sobre todo aquel invierno. No teníamos las luces que hay ahora. No había mucha comida, salvo la que nos daba el ejército, ni ningún tipo de calefacción, salvo si encontrabas algo para quemar. El sol se ponía y sentías el miedo, que se abría como la tapa de algo. No sabíamos si aquélla sería la noche en que llegarían los brincos. Mi padre había atrancado las ventanas de nuestra casa y llevaba una pistola encima toda la noche, sentado a la mesa de la cocina a la luz de la vela, escuchando la radio, tal vez bebiendo un poco. Había sido oficial de comunicaciones en la armada y entendía de esas cosas. Una noche entré y lo encontré llorando. Sentado con la cara en las manos, estremecido y llorando, con las mejillas surcadas de lágrimas. No sé qué fue lo que me despertó, salvo quizá los ruidos que hacía. Mi padre era un hombre fuerte, y me dio vergüenza verlo en ese estado. «¿Qué pasa, papá, por qué lloras así, te ha asustado algo?», le pregunté. Y él negó con la cabeza y respondió: «Dios ya no nos quiere, Ida. Tal vez hemos hecho algo. Pero no nos quiere. Nos ha abandonado». Entonces entró mi madre y le dijo: «Cállate, Monroe, estás borracho», y me llevó a la cama de nuevo. Así se llamaba mi padre, Monroe Jaxon III. Mi mamá era Anita. En aquel momento no lo sabía, pero creo que aquella noche estaba llorando porque se había enterado de lo del tren. Aunque también pudo haber sido por otra cosa.

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