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Authors: Justin Cronin

El pasaje (45 page)

BOOK: El pasaje
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Sólo el buen Señor sabe por qué perdonó a Filadelfia durante tanto tiempo. Ya apenas me acuerdo, salvo la sensación, de vez en cuando. Pequeñas cosas, como salir con mi padre de noche para comprar hielo en la esquina, y mis amigos del colegio Joseph Pannell, y una niña pequeña llamada Sharise que vivía en la esquina de la manzana, las dos podíamos pasarnos horas jugando. La busqué en el tren, pero no la encontré.

Recuerdo dónde vivía. West Laveer, 2121. Había una universidad cerca, y tiendas, y calles bulliciosas y toda clase de gente que iba de un lado a otro todo el día. Y recuerdo una vez que mi padre me llevó al centro, lejos de nuestro barrio, en autobús para ver los escaparates de Navidad. No podría tener más de cinco años en aquella época. Pasamos con el autobús por delante del hospital donde trabajaba mi padre, haciendo rayos X, que eran imágenes fotográficas de los huesos de la gente. Trabajaba en eso desde que terminó el servicio militar y conoció a mi mamá, y siempre decía que era un trabajo perfecto para un hombre como él, ver el contenido de las cosas. Le habría gustado ser médico, pero hacer rayos X era lo más parecido. Me enseñó los escaparates de las tiendas, adornados para Navidad, con luces y nieve y árboles y figuras que se movían dentro de ellos, elfos y renos y todo eso. Nunca he sido más feliz que en aquel momento, un espectáculo tan bonito, parados en el frío como estábamos, los dos juntos. Íbamos a comprar un regalo para mamá, me dijo, su manaza sobre mi cabeza, una bufanda o unos guantes. Las calles estaban atestadas de gente, mucha gente, de edades y aspecto diferentes. Me gusta pensar en eso incluso ahora, enviar mi mente hacia aquel día. Ya nadie se acuerda de la Navidad, pero era un poco como la Primera Noche de ahora. No recuerdo si llegamos a comprar la bufanda y los guantes. Supongo que sí.

Ahora todo eso ha desaparecido. Y las estrellas. De vez en cuando pienso que eso es lo que más añoro del Tiempo de Antes. Desde la ventana de mi dormitorio miraba por encima de los tejados de los edificios y las casas y las veía, aquellos puntos de luz en el suelo, colgando como si el mismísimo Dios hubiera adornado el cielo para Navidad. Fue mi mamá quien me dijo los nombres de algunas, y que si las mirabas un rato empezabas a distinguir imágenes, cosas sencillas como cucharas y gente y animales. Yo pensaba que podías mirar las estrellas y ver a Dios. Como mirarlo a la cara. Era necesaria la oscuridad para verle bien. Quizá se olvidó de nosotros y quizá no. Puede que fuéramos nosotros quienes nos olvidáramos, cuando ya no pudimos ver las estrellas. A decir verdad, es lo único que me gustaría ver otra vez antes de morir.

Había otros trenes, creo. Nos dijeron que salían trenes de todas partes, de las demás ciudades que los enviaban antes de que llegaran los brincos. Tal vez la gente habla así cuando está asustada y se aferra a la última brizna de esperanza. No sé cuántos llegaron a su destino. Algunos iban a California, otros a lugares cuyo nombre no recuerdo. Sólo habíamos oído hablar de uno, durante los primeros tiempos. Antes de que existieran los Caminantes y la Ley Única, cuando la radio todavía estaba permitida. Creo que estaba en Nuevo México. Pero le pasó algo a sus luces y ya no volvimos a saber nada más de él. Por lo que me han dicho Peter, Theo y los demás, creo que somos los únicos que quedamos.

Pero yo quería escribir sobre el tren, Filadelfia y todo lo que ocurrió aquel verano. La gente estaba fatal. El ejército estaba por todas partes, no sólo soldados, sino tanques y otras cosas por el estilo. Mi padre decía que estaban para protegernos de los brincos, pero para mí no eran más que hombres grandes con fusiles, la mayoría blancos, y mi padre siempre me había dicho: «Busca el lado positivo, Ida, pero no confíes en el hombre blanco». Lo decía así, como si todos fueran un solo hombre, aunque eso parece muy raro ahora, por supuesto, con toda la gente mezclada como está. Es probable que quienquiera que esté leyendo esto ni siquiera sepa de qué estoy hablando. Conocíamos a un tipo de nuestra calle al que mataron por intentar cazar un perro. Imagino que pensó que comerse un perro era mejor que nada. Pero el ejército le disparó y lo colgó de una farola de Olney Avenue con un letrero prendido en el pecho que rezaba
SAQUEADOR
. No sé qué estaba intentando saquear, salvo quizá un perro que estaba medio muerto de hambre y, de todos modos, iba a morir.

Una noche oímos un gran estruendo, y luego otro y otro, y aviones que pasaban aullando sobre nuestras cabezas, y mi padre me dijo que habían volado los puentes, y durante todo el día siguiente vimos más aviones y percibimos el olor de fuego y humo, y supimos que los brincos estaban cerca. Ardían zonas enteras de la ciudad. Fui a la cama y desperté más tarde al oír la alarma de un despertador. Nuestra casa se componía de cuatro habitaciones y las voces se oían en todas partes, no podías estornudar en una habitación sin que alguien te dijera «Jesús» desde otra. Oí que mi mamá lloraba y lloraba, y mi padre le decía: «No puedes, hemos de ser fuertes, Anita», y cosas por el estilo, y después la puerta de mi habitación se abrió y vi a mi padre parado en el umbral. Sostenía una vela y nunca en mi vida había visto aquella expresión en su cara. Como si hubiera visto un fantasma,., y el fantasma era él. Me vistió a toda prisa debido al frío y dijo: «Sé buena, Ida, y di adiós a tu madre», y cuando lo hice ella me abrazó durante un buen rato, llorando con tal sentimiento que me duele sólo de pensar en ello, incluso ahora, después de tantos años. Vi la maletita junto a la puerta y dije: «¿Vamos a algún sitio, mamá? ¿Nos marchamos?». Pero ella no me contestó, siguió llorando y llorando, sin dejar de abrazarme, hasta que mi padre la obligó a soltarme. Después nos fuimos, mi padre y yo. Sólo los dos.

No me di cuenta de que estábamos en plena noche hasta que estuvimos fuera. Hacía frío y viento. Caían copos, y pensé que era nieve, pero cuando lamí uno que había caído en mi mano comprendí que eran cenizas. Se notaba el olor del humo, y me picaban los ojos y la garganta. Tuvimos que caminar mucho, casi toda la noche. Las únicas cosas que se movían en la ciudad eran los camiones del ejército, algunos con altavoces encima y voces que salían de ellos, diciendo a la gente que no robara, que mantuviera la calma y hablando de la evacuación. Vimos algunas personas, pero no muchas, aunque veíamos más y más a medida que avanzábamos, hasta que las calles estuvieron tan abarrotadas que nadie podía dar un paso más. Nadie decía ni una palabra, todos caminaban en la misma dirección en que lo hacíamos nosotros, cargados con cosas. Creo que ni se me pasó por la cabeza que sólo nos íbamos los Pequeños.

Aún estaba oscuro cuando llegamos a la estación. Ya he dicho una o dos cosas sobre eso. Mi padre me dijo que debíamos llegar temprano para evitar las colas, siempre había odiado las colas, pero daba la impresión de que la mitad de la ciudad había tenido la misma idea. Esperamos mucho rato, pero las cosas se estaban poniendo feas, se palpaba en el ambiente. Como una tormenta que se aproximara, el aire zumbaba y restallaba. La gente estaba demasiado asustada. Se declaraban incendios y los brincos se aproximaban, eso era lo que decía la gente. Oíamos grandes estruendos a lo lejos, como truenos, y aviones que pasaban volando sobre nuestras cabezas a toda velocidad. Y cada vez que veías uno, tus oídos zumbaban y escuchabas una detonación un segundo después, y la tierra se estremecía bajo tus pies. Algunas personas llevaban pequeños con ellas, pero no todas. Mi padre me aferraba la mano con fuerza. Había una abertura en la verja por la que los soldados dejaban pasar a la gente, y por ahí debíamos entrar nosotros. Estaba tan lleno de gente apretujada que apenas podía respirar. Algunos soldados llevaban perros. «Pase lo que pase, no te sueltes, Ida —dijo mi padre—. No te sueltes.»

Llegamos lo bastante cerca para ver el tren que había debajo de nosotros. Estábamos en un puente y las vías corrían debajo. Intenté seguir su longitud con la mirada, pero no pude, de largo que era. Daba la impresión de alejarse hacia el horizonte, cien vagones de longitud. No se parecía a ningún tren que hubiera visto. Los vagones no tenían ventanillas, y de los lados salían grandes postes con redes colgando, como las alas de un pájaro. En el techo había soldados con grandes fusiles en jaulas metálicas, como las que utilizas para los canarios. Al menos, pensé que eran soldados, porque llevaban trajes plateados metálicos para protegerse de los incendios.

No sé qué fue de mi padre. No te acuerdas de algunas cosas porque tu mente no quiere aceptarlas una vez sucedidas. Recuerdo a una mujer que llevaba un gato en una caja, y a un soldado diciendo: «Señora, ¿qué se cree que está haciendo con ese gato?», y entonces ocurrió algo muy rápido, y creánlo o no, el soldado le disparó allí mismo. Y entonces sonaron más disparos, y la gente se puso a correr, empujar y gritar, y mi padre y yo nos separamos. Cuando busqué a mi padre, su mano ya no estaba. La multitud se movía como un río, me arrastraba con ella. Fue horrible. La gente chillaba que el tren no iba lleno, pero se estaba marchando. Aunque no lo puedan creer, yo había perdido la maleta y estaba pensando en eso: «He perdido la maleta y mi padre se pondrá furioso». Siempre me decía: «Cuida de tus cosas, Ida, no seas descuidada. Trabajamos mucho para comprar las cosas que tenemos, de modo que no las trates de cualquier manera». Así pues, yo pensaba que me había metido en el peor lío de mi vida por culpa de la maleta, cuando alguien me tiró al suelo, y cuando me levanté vi que estaba rodeada de gente muerta. Y uno era un chico a quien conocía del colegio. Vincent Gum, siempre lo llamábamos así, Vincent Gum, con nombre y apellido, y el chico siempre se estaba metiendo en líos por culpa de su vicio de mascar chicle, y siempre tenía uno en la boca en el colegio. Pero ahora tenía un agujero en el centro del pecho y estaba tendido de espaldas en el suelo en un charco de sangre. Del agujero del pecho salía más sangre en burbujitas, como jabón de baño. Recuerdo haber pensado: «Ése es Vincent Gum, y está ahí, muerto. Una bala le ha atravesado el cuerpo y lo ha matado. Nunca más volverá a moverse, hablar o mascar chicle, nada de nada, y se quedará para siempre tirado ahí con esa expresión despistada en su cara».

Yo continuaba en el puente que pasaba sobre el tren, y la gente estaba empezando a saltar. Todo el mundo gritaba. Un montón de soldados disparaba contra ella, como si alguien les hubiera ordenado disparar a lo que fuera. Miré por encima del borde y vi los cadáveres apilados como troncos en una chimenea, y sangre por todas partes, tanta sangre como si hubiera un escape en el mundo.

Alguien me levantó entonces. Pensé que era mi padre, que había logrado encontrarme después de todo, pero no era él, sino otro hombre. Un hombre blanco, grande y gordo con barba. Me alzó por la cintura y corrió hacia el otro lado del puente, donde había una especie de sendero que discurría entre malas hierbas. Estábamos en lo alto de una pared sobre las vías, y el hombre me sujetó por las manos y me bajó, y yo pensé: «Va a soltarme y moriré como Vincent Gum». Estaba mirando al hombre y nunca olvidaré sus ojos. Eran los ojos de una persona convencida de que iba a morir. Cuando miras así, no eres ni joven ni viejo, blanco o negro, ni siquiera hombre o mujer. Nada de eso importa ya. Estaba gritando: «Que alguien la coja, que alguien coja a la niña». Y entonces, alguien agarró mis piernas desde abajo y me bajó, y lo siguiente que recuerdo es que iba en el tren y que éste se estaba moviendo. Y en algún momento pensé que nunca más volvería a verlos, ni a mi mamá, ni a mi padre, ni a nadie a quien hubiera conocido hasta aquel día.

Lo que recuerdo después de eso es más una sensación que algo real. Recuerdo niños llorando, tener hambre, la oscuridad y el calor y el olor de los cuerpos apretujados. Oíamos disparos fuera y notábamos que el calor de los incendios atravesaba las paredes del tren como si todo el mundo ardiera. Llegaron a estar tan calientes que ni siquiera podías tocarlas sin quemarte la piel de la mano. Algunos niños no tenían más de cuatro años, eran unos bebés. Nos acompañaban dos centinelas, un hombre y una mujer. La gente cree que los centinelas eran del ejército, pero no era verdad, eran de la FEMA, la Agencia Federal para el Manejo de Emergencias. Lo recuerdo porque estaba escrito en letras mayúsculas amarillas en la parte posterior de sus chaquetas. Mi padre tenía parientes en Nueva Orleans, pues se había criado allí antes de hacer el servicio militar, y siempre decía que FEMA significaba
«Fix Everything My Ass»
. No me acuerdo de qué fue de la mujer, pero el hombre era un primera familia, un Chou. Se casó con otra Vigilante, y después de que ella muriera, tuvo otras dos esposas. Una de ellas fue Marie Chou, la abuela de Old Chou.

La cuestión fue que el tren no paró. Por nada del mundo. De vez en cuando, oíamos un gran estruendo y el vagón se estremecía como una hoja en el viento, pero nosotros continuábamos adelante. Un día, la mujer salió del vagón para ayudar con algunos de los demás niños, y volvió llorando. Oí decirle al hombre que los vagones que iban detrás del nuestro habían desaparecido. Habían construido el tren de forma que si los brincos entraban en un vagón, podían dejarlo atrás, y ésas eran las explosiones que habíamos oído, un vagón tras otro desprendiéndose. No quise pensar en esos vagones ni en los niños que iban dentro, y hasta hoy no lo he hecho. De modo que no voy a escribir nada más al respecto.

Lo que querrán saber es qué pasó cuando llegué aquí, y me acuerdo de algo, porque fue así cómo encontré a Terrence, mi primo. No sabía que iba en el tren conmigo: iba en uno de los otros vagones. Y tuvo la suerte de no ir en uno de los vagones de atrás, porque cuando llegamos no había más que tres, y dos casi vacíos. Estábamos en California, dijeron los Vigilantes. California no era un estado como antes, dijeron, sino un país independiente. Nos esperaban unos autobuses que nos conducirían a las montañas, a un lugar seguro. El tren se detuvo y todo el mundo estaba asustado pero emocionado a la vez, bajar del tren después de tantos días, y entonces la puerta se abrió y la luz era tan brillante que todos tuvimos que taparnos la cara con las manos. Algunos niños lloraban porque pensaban que eran los brincos, que los brincos venían a por nosotros, y alguien dijo: «No seáis estúpidos, no son los brincos», y cuando abrí los ojos me quedé aliviada al ver a un soldado parado delante. Estábamos en el desierto. Nos ayudaron a bajar y había muchos más soldados a nuestro alrededor, y una fila de autobuses aparcados en la arena y helicópteros sobrevolando el suelo, levantando polvo y produciendo un ruido ensordecedor. Nos dieron agua para beber, agua fría. En toda mi vida nunca me había sentido tan contenta de probar agua fría. La luz era tan brillante que mis ojos me dolían de pasear la mirada a mi alrededor, pero fue entonces cuando vi a Terrence. Estaba parado en el polvo como los demás, sosteniendo una maleta y una almohada sucia. Nunca he abrazado a un chico con tanta fuerza o durante tanto rato, y los dos reíamos, llorábamos y decíamos: «Mira qué bien». No éramos primos en primer grado, sino más bien en segundo, si no recuerdo mal. Su padre era sobrino de mi padre, Carleton Jaxon. Carleton era soldador en el astillero, y Terrence me contó más tarde que su padre fue uno de los hombres que construyó el tren. Un día antes de la evacuación, el tío Carleton había llevado a Terrence a la estación y lo había dejado en la locomotora, muy cerca del conductor, y le dijo que se quedara allí. No te muevas, Terrence. Haz lo que el conductor te diga. Por eso Terrence estaba conmigo ahora. Era tres años mayor que yo, pero me pareció todavía más mayor en aquel momento, así que le dije: «Cuidarás de mí, ¿verdad, Terrence? Dime que lo harás». Y él asintió y dijo que lo haría, y así lo hizo hasta el día de su muerte. Fue el primer Jaxon que desempeñó el cargo de Hogar, y desde entonces siempre ha habido un Jaxon en el Hogar.

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