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Authors: Justin Cronin

El pasaje (71 page)

BOOK: El pasaje
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Por supuesto, lo sabía todo sobre los fusiles. Los fusiles no eran ningún secreto. Los fusiles de Demo, que procedían del búnker del ejército que había muerto. No fue Raj quien se lo contó. Sanjay tendría que haberlo supuesto, pero de todos modos le supuso una decepción saber que Raj había elegido a Demo antes que a él. Pero Raj se lo había contado a Mimi, quien se lo había contado a Gloria (la parlanchina esposa de Raj era incapaz de guardar un secreto más de cinco segundos; al fin y al cabo, era una Ramírez), la cual, una mañana durante el desayuno, en los días posteriores a la desaparición de Demo Jaxon, quien había salido por la puerta cuando nadie estaba mirando, sin ni siquiera un cuchillo en el cinto, había largado la historia a bocajarro, diciendo: «No estoy segura de que debas saberlo».

Doce cajas, le dijo Gloria, en voz baja y confidencial. Su rostro proyectaba la seriedad de un alumno ansioso. Estaban en la central eléctrica, detrás de una pared que derribaron. Fusiles nuevos y relucientes, fusiles del ejército, salidos de un búnker que Demo, Raj y los demás habían descubierto. Gloria quiso saber si era importante. ¿Había hecho bien al contárselo? Su ansiedad era puro fingimiento. Su voz decía una cosa, pero sus ojos le revelaban la verdad. Sabía lo que significaban los fusiles.

—Sí —dijo, y asintió—. Sí, creo que es posible. Creo que es mejor no decir nada a nadie. Gracias por la información, Gloria.

Sanjay no se hacía ilusiones de ser el único. Aquella mañana había abordado a Mimi, y le explicó con palabras muy claras que no debía decírselo a nadie. Pero era imposible guardar un secreto así. Zander tenía que saberlo. La central eléctrica era su reino. Old Chou también, sin duda, puesto que Demo se lo contaba todo. Sanjay no creía que Soo, Jimmy y Dana, la hija de Willem, lo supieran. Sanjay había llevado a cabo sondeos cautelosos, y nunca había detectado nada. Tenía que haber más (Theo Jaxon, para empezar), pero ¿a quién más se lo habría contado? ¿A qué otra persona le habría susurrado «Conozco un secreto que debes saber», de manera confidencial, como había hecho Gloria aquella mañana durante el desayuno? Por lo tanto, no se trataba de si los fusiles saldrían a la luz, sino de cuándo lo harían, y bajo qué circunstancias, y de quién era amigo de quién, una lección que había aprendido aquella mañana en el Asilo.

Por eso Sanjay había querido alejar a Mausami de la muralla, lejos de Theo Jaxon.

Desde el día en que nació, Sanjay lo había sabido: ella era la razón de todo. Era cierto que, en algunos momentos, incluso en fechas recientes, Sanjay se descubría deseando un hijo, lo cual habría aportado a su vida una perfección de la que ahora carecía. Pero Gloria no podía. Los habituales abortos y falsas alarmas, y sus hemorragias habían desaparecido. Mausami había nacido tras un embarazo que había parecido otro desastre en ciernes (Gloria lo había pasado fatal desde el primer momento), y una tortura en forma de parto de dos días que Sanjay, que había tenido que escuchar los gemidos desesperados desde la sala de espera del hospital, no creía que nadie en el mundo pudiera soportar.

Pero Gloria se había impuesto. Fue Prudence Jaxon, nada menos, quien le enseñó su hija a Sanjay, sentado con la cabeza en las manos, la mente obnubilada por las horas de espera y los terribles sonidos procedentes del pabellón. Para entonces ya había aceptado la idea de que la niña moriría, y también Gloria, y lo dejarían solo. Recibió el bulto envuelto en mantas sin dar crédito a lo que veía, y por un momento creyó que Prudence le había entregado el cadáver del bebé.

—Es una niña —dijo Prudence—, una niña sana. —Incluso entonces había tardado un momento en asimilar la idea, en relacionar las palabras con aquella cosa que sostenía en brazos—. Tienes una hija, Sanjay.

Y cuando apartó a un lado la ropa y vio su cara, tan sorprendente en su condición humana, la boca diminuta, la corona de pelo oscuro, y los ojos tiernos y saltones, supo que, por primera y única vez en su vida, estaba sintiendo amor.

Y después había estado a punto de perderla. Había sido una ironía del destino que se enamorara de Theo Jaxon, que se parecía tanto a su padre. Mausami había hecho lo imposible por ocultarlo, y también Gloria, para protegerlo de aquella información. Pero Sanjay se dio cuenta de lo que estaba pasando. Por lo tanto, cuando esperaba oír que había decidido emparejarse con Theo, Gloria le había comunicado la noticia, y sintió que se le quitaba un peso de encima. Al fin y al cabo, ¡era Galen Strauss! Si le hubieran pedido que eligiera al mejor partido para su hija, el afortunado no habría sido Galen, ni muchísimo menos. Habría preferido a alguien más robusto, como Hollis Wilson o Ben Chou. Pero lo realmente importante era que Galen no tenía nada que ver con Theo Jaxon. No era ningún Jaxon, y todo el mundo sabía que amaba a Mausami. Si ese amor, en el fondo, implicaba cierta debilidad, incluso desesperación, Sanjay estaba dispuesto a aceptarlo.

Todo esto pasaba por su mente mientras contemplaba a la chica en el hospital, a mediodía. La Chica de Ninguna Parte. Como si todos los hilos de la vida de Sanjay, Mausami, Babcock, Gloria, los fusiles y todo lo demás estuvieran trenzados en su imposible persona, en el misterio que constituía.

Daba la impresión de que estaba durmiendo. O algo por el estilo. Sanjay había enviado a Sara a la habitación de fuera, con Jimmy. Ben y Galen estaban vigilando la puerta que daba al exterior. No sabía muy bien por qué lo había hecho, pero deseaba examinar a la chica a solas. No cabía duda de que la herida era grave, y todo cuanto Sara había explicado inducía a Sanjay a creer que la chica no sobreviviría. No obstante, cuando la vio tendida ante él, con los ojos cerrados y el cuerpo inmóvil, sin el menor asomo de alteración o sufrimiento en el rostro, o la hermosa cadencia de su respiración, Sanjay no pudo quitarse de encima la impresión de que era más resistente de lo que aparentaba. Alcanzada por la ballesta de un centinela. Una herida como ésa habría matado a un adulto, y no digamos a una chica de su edad. ¿Cuántos años tendría? ¿Dieciséis? ¿Trece? ¿Era más joven o mayor? Sara había hecho lo posible por lavar a la chica y le había conseguido una bata de algodón de las que se abren por delante. La tela tenía el tono gris invernal que adquiere después de muchos años de lavados. Estaba sujeta a su cuerpo sólo por la manga derecha. La izquierda colgaba con una inquietante sensación de vacío, como si sostuviera una extremidad invisible. Habían dejado la bata abierta para dejar al descubierto el grueso vendaje de lana que rodeaba su pecho y un esbelto hombro, subido hasta la base de su cuello blanco. No tenía cuerpo de mujer, eso estaba claro. Sus caderas y su pecho eran tan concisos como los de un chico, y las piernas, cuando aparecían por debajo del dobladillo raído de la bata, poseían una pulcritud juguetona y unas rodillas nudosas de adolescente. Era sorprendente que en las rodillas no se apreciasen marcas ni cicatrices, productos de algún percance infantil como la caída de un columpio o una trifulca en el patio del colegio.

Y qué decir de su piel, pensó Sanjay, mientras contemplaba sus rodillas, después los brazos, y por fin la cara, en un repaso visual cuya finalidad era abarcarla en su totalidad una vez más. No era ni blanca ni pálida. Ninguna palabra parecía capturar la calidad de su resplandor apagado. Como si la claridad de su tono no fuera ausencia de color, sino algo especial. Luminosa, decidió Sanjay. Ésa era la cualidad de su piel, luminosa. Pero en realidad percibió algo de color donde el sol la había acariciado, en las manos, los brazos y la cara, dejando una estela de pecas descoloridas sobre sus mejillas y cara. Tuvo un sentimiento de ternura paternal, que se le grabó en la memoria. Mausami tenía las pecas iguales cuando era pequeña.

La ropa y la mochila de la chica habían ido a parar al fuego, pero no antes de que el Hogar, provisto de gruesos guantes, hubiera examinado sus pobres pertenencias empapadas de sangre. Sanjay no sabía qué esperaba, pero desde luego no era lo que había encontrado. La mochila era de lona verde vulgar, tal vez militar, pero nadie podía afirmarlo con certeza. Todos estuvieron de acuerdo en que algunos objetos (una navaja, un abrelatas o un rollo de cordel grueso) parecían útiles, pero la elección parecía arbitraria. Era imposible decidir qué importancia tenía el conjunto. Una piedra redonda y pulida; un pedazo de hueso calcinado por el sol; un collar con un relicario vacío; un libro con el misterioso título de
Cuento de Navidad,
de Charles Dickens. Edición ilustrada. La flecha lo había perforado como si fuera un blanco. Las páginas se habían hinchado a causa de la sangre de la chica. Old Chou recordaba que Navidad era una especie de reunión del Tiempo de Antes, como la Primera Noche. Pero nadie lo sabía con certeza.

Sólo la chica podía contar su historia. La Chica de Ninguna Parte estaba encerrada en su burbuja de silencio. El significado de su aparición era evidente: quedaba gente viva en el mundo exterior. Con independencia de quiénes fueran y dónde vivieran, habían expulsado a uno de los suyos, una chica indefensa, que había logrado llegar hasta allí. Un hecho que, cuando Sanjay pensaba en él, debería ser una buena noticia, un motivo de celebración indisimulada. Las horas posteriores a su llegada no habían producido otra cosa que un silencio angustiado. No había oído a nadie decir: «No estamos solos. Esto es lo importante. El mundo no es un lugar muerto».

Todo se debía a Profesora, pensó. El mero hecho de que ella hubiera muerto influía. Era por lo que Profesora te contaba el día en que salías del Asilo. Por regla general, cuando la gente pensaba en eso, se reía y contaba la historia de su liberación. «¡Es increíble el escándalo que monté! —decían todos—. ¡Tendrías que haber visto cómo lloraba!» Como si no estuvieran hablando de su infancia, seres inocentes que debían ser contemplados con compasión y comprensión, sino de un ser diferente por completo, visto desde lejos y algo ridículo. Y era cierto. En cuanto sabías que el mundo era un lugar en el que reinaba la muerte, ya no creías ser el niño que habías sido. Ver la cara apesadumbrada de Mausami el día de su liberación había sido una de las experiencias más dolorosas de toda la vida de Sanjay. Había quienes no conseguían superarlo (eran los que se rendían), pero la mayoría lograban encontrar una manera de seguir adelante. Descubrías una manera de desechar la esperanza, de embotellarla, guardarla en una estantería y dedicarte a las tareas de tu vida. Como había hecho Sanjay, y Gloria, e incluso Mausami. Todos ellos.

Pero ahora estaba la chica. Su sola presencia desmentía la verdad comúnmente aceptada. El que una persona (una muchacha indefensa) se materializase y saliera de la oscuridad era tan inquietante como una nevada en pleno verano. Sanjay lo había visto en los ojos de los demás, Old Chou, Walter Fisher, Soo, Jimmy y el resto. Todo el mundo. Era anormal. Era absurdo. La esperanza era algo que causaba dolor, y eso era la chica. Una dolorosa clase de esperanza.

Carraspeó (¿cuánto tiempo llevaba mirándola?) y habló.

—Despierta.

No hubo respuesta. Pero creyó detectar, detrás de los párpados, un involuntario destello de conciencia. Habló de nuevo, pero ahora en voz más alta.

—Si me oyes, despierta.

Un movimiento detrás de él interrumpió sus cavilaciones. Sara atravesó la cortina, seguida de Jimmy.

—Por favor, Sanjay. Déjala descansar.

—Esta mujer es una prisionera, Sara. Hay cosas que necesitamos saber.

—No es una prisionera, es una paciente.

Sanjay volvió a contemplar a la chica.

—No parece que esté agonizante.

—No sé si lo está o no. Es un milagro que siga viva, con toda la sangre que perdió. Bien, ¿quieres hacer el favor de marcharte? Es un milagro que consiga mantener limpio este lugar, con todos vosotros campando a vuestras anchas.

Sanjay se dio cuenta de cuán derrotada parecía la mujer, con pelo sudoroso y desgreñado, y los ojos llorosos a causa del cansancio. Había sido una noche muy larga para todos, que había dado paso a un día todavía más largo. Y no obstante, su rostro transmitía sensación de autoridad. Ella dictaba las reglas en el Hospital.

—¿Me avisarás cuando despierte?

—Sí. Ya te lo he dicho.

Sanjay se volvió hacia Jimmy, parado junto a la cortina.

—De acuerdo, Jimmy. Vámonos.

Pero el hombre no reaccionó. Estaba mirando a la chica, fijamente.

—¿Jimmy?

Apartó la mirada.

—¿Qué has dicho?

—He dicho que nos vayamos. Dejemos trabajar a Sara.

Jimmy meneó la cabeza.

—Lo siento. Supongo que me he distraído un momento.

—Deberías dormir un poco —dijo Sara—. Tú también, Sanjay.

Salieron al porche, donde Ben y Galen estaban de guardia, sudando a causa del calor. Antes se había congregado una multitud, gente ansiosa de ver a la caminante, pero Ben y Galen los habían dispersado. Pasaba ya de mediodía. Sólo se veían algunas personas por las cercanías. Al otro lado de la calle, Sanjay vio que un equipo de Maquinaria Pesada, provisto de mascarillas, botas pesadas y cubos se dirigía al Asilo para desinfectar de nuevo la Sala Grande.

—No sé qué pasa —dijo Jimmy—. Pero esa chica tiene algo que... ¿Has visto sus ojos?

Sanjay se sobresaltó.

—Estaban cerrados, Jimmy.

El hombre había clavado la mirada en el suelo del porche, como si hubiese dejado caer algo y no lo encontrara.

—Ahora que lo pienso, puede que los tuviera cerrados —dijo—. ¿Por qué me dio la impresión de que me estaba mirando?

Sanjay no dijo nada. La pregunta era absurda. Sin embargo, las palabras de Jimmy le tocaron la fibra. Mientras miraba a la chica, Sanjay había experimentado la sensación de que le estaba observando. Miró hacia los otros dos hombres.

—¿Alguno de vosotros dos sabe de qué está hablando?

Ben se encogió de hombros.

—Ni idea. Tal vez esté colada por ti, Jimmy.

Jimmy se volvió con brusquedad. Su rostro, que brillaba a causa del sudor, estaba dominado por el pánico.

—¿Quieres hacer el favor de hablar en serio? Entra y comprenderás a qué me refiero. Es muy raro, te lo digo yo.

Los ojos de Ben se desviaron hacia Galen, quien se encogió de hombros.

—Joder —dijo Ben—, sólo era una broma. ¿Por qué te has cabreado tanto?

—No me ha hecho ninguna gracia, maldita sea. ¿Y tú de qué te ríes, Galen?

—¿Yo? Pero si yo no he dicho nada.

Sanjay sintió que su paciencia se agotaba.

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