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Authors: Justin Cronin

El pasaje (34 page)

BOOK: El pasaje
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Tal vez Cole lo habría deducido a la larga, pero en su ausencia la idea había cobrado vida propia. Daba igual que el proyecto violara media docena de tratados internacionales. Daba igual que fuera la idea más estúpida que Richards hubiera oído en su vida. Lo más probable era que se tratara de un farol. Pero los faroles, a veces, se convertían en realidad. ¿Alguien era capaz de pensar en serio, siquiera por un momento, que se podían limitar esas cosas a las cuevas del norte de Pakistán?

Le sabía mal por Sykes, y le preocupaba bastante. El tipo estaba hecho un desastre, apenas había salido de su despacho desde que la información había llegado desde Armas Especiales. Cuando Richards le había preguntado si Lear lo sabía, Sykes lanzó una larga y siniestra carcajada.

—Pobre tipo —dijo—. Todavía cree que está intentando salvar el mundo. Y, tal como van las cosas, quizá sea necesario hacerlo. No me puedo creer que esto haya llegado incluso a plantearse.

Unos camiones blindados transportarían a los fluorescentes a Grand Junction. Desde allí serían enviados por tren a White Sands. En cuanto a Richards, estaba planteándose muy en serio comprarse una propiedad en, digamos, el norte de Canadá, cuando todo aquello hubiera concluido de manera satisfactoria.

Los barrenderos serían los primeros en marcharse. Los técnicos y la mayor parte de los soldados también, empezando con los que estaban más jodidos, como Paulson. Después de aquel día en la plataforma de carga y descarga, Richards había estudiado su expediente. Paulson, Derrick G. Edad, veintidós años. Alistado directamente en el instituto de Glastonbury, en Connecticut. Un año en las arenas, y después de vuelta a Estados Unidos. El chico no tenía antecedentes, y además era listo: tenía un CI de 136. No cabía duda de que habría podido ir a la universidad, o al OCS. Llevaba veintitrés meses en el recinto. Lo habían castigado dos veces por dormirse durante la guardia y por uso no autorizado del correo electrónico, pero eso era todo.

Lo que le preocupaba era lo que Paulson sabía, o creía saber. Richards lo había intuido enseguida. No se trataba de algo que Paulson hubiera dicho o hecho, sino de la expresión de Carter cuando Richards abrió la puerta de la furgoneta, como si el pobre tipo hubiera visto un fantasma, o algo peor. Nadie, salvo el personal científico y los barrenderos, pisaba el nivel 4. Sin otra cosa que hacer que vagar entre la nieve, era inevitable que los reclutas se entregaran a diversas conjeturas, conversaciones deshilvanadas en la mesa del comedor. Pero Richards intuía que Paulson había propagado algo más que meras habladurías.

Tal vez Paulson estaba soñando. Tal vez todos estaban soñando.

Si Richards estaba soñando entonces, lo hacía con las monjas. Aquella parte no le había gustado. Hacía tiempo, tanto que se le antojaba otra vida, había ido a un colegio católico. Un puñado de viejas arpías a quienes gustaba abofetear y golpear, pero las había respetado. Se creían lo que decían, y lo hacían. Por lo tanto, disparar contra monjas iba en contra de sus principios. La mayoría estaban dormidas cuando las mató. Pero una se había despertado. La forma en que abrió los ojos le llevó a pensar que lo estaba esperando. Ya se había cargado a dos. Ella era la tercera. Abrió los ojos en la cama y Richards vio, a la pálida luz que entraba por la ventana, que no era un bacalao reseco como las demás, sino que era joven, y no carecía de atractivo. Después cerró los ojos y murmuró algo, quizá una oración, y Richards le disparó a través de la almohada.

Se le había escapado una monja. Lacey Antoinette Kudoto, la chiflada. Había leído su informe psicológico de la diócesis. Nadie creería su historia, y aunque lo hicieran, la cadena se interrumpía en el oeste de Oklahoma con un puñado de policías muertos a tiros por malvados agentes del FBI y un Chevy Tahoe de diez años que había quedado tan maltrecho que, para volver a montarlo, se necesitarían pinzas y mil años.

De todos modos, no le había gustado disparar a aquella monja.

Richards estaba sentado en su despacho, contemplando los monitores de seguridad. Eran las 22:26. Los barrenderos entraban y salían de Contención con los carritos de los conejos, pero nadie se los comía. El ayuno había empezado con Cero, pero se había contagiado a los demás desde la aparición de Carter, o tal vez un par de días después. Era intrigante, pero en cualquier caso, si Armas Especiales se salía con la suya, los fluorescentes no tardarían en comer algo. Cuando eso sucediese, Richards confiaba en estar pescando en la bahía de Hudson, o sacando nieve para construir un iglú.

Miró el monitor del cuarto de Amy. Allí estaba Wolgast, sentado a su lado. Habían llevado un lavabo portátil con una cortina de nailon y un catre para que pudiera dormir. Pero no había dormido nada, sino que se había limitado a quedarse sentado a su lado día tras día, tomándola de la mano, hablándole. A Richards le daba igual lo que dijera; sin embargo los miraba durante horas, casi tanto como vigilaba a Babcock.

Devolvió la atención al cuarto de Babcock. Giles Babcock, Número Uno. Babcock estaba colgado cabeza abajo de los barrotes, con los ojos, de un siniestro color anaranjado, clavados en la cámara, moviendo sin cesar las mandíbulas, que masticaban el aire. «Soy tuyo y tú eres mío, Richards. Todos somos de alguien, y yo soy para ti.»

«Sí —pensó Richards—. Que te den a ti también.»

El comunicador de Richards zumbó sobre su cintura.

—Aquí la puerta principal —dijo la voz que había al otro lado—. Se ha presentado una mujer.

Richards examinó el monitor. Había dos centinelas, uno con el comunicador pegado a la oreja y el otro con el arma descolgada. La mujer estaba parada ante el círculo de luz, alrededor de la garita de la entrada.

—¿Y qué? —dijo—. Deshaceos de ella.

—Ésa es la cuestión, señor —dijo el centinela—. No quiere irse. Tampoco parece que haya venido en coche. Creo que ha venido a pie.

Richards estaba mirando fijamente el monitor. Vio que el centinela dejaba caer el comunicador al suelo y descolgaba el arma.

—¡Eh! —le oyó gritar Richards—. ¡Vuelva aquí! ¡Alto o disparo!

Richards oyó el sonido de su arma. El segundo centinela se puso a correr hacia la oscuridad. Dos disparos más, el sonido ahogado a través del comunicador caído en el barro. Transcurrieron diez segundos, y luego veinte. Después volvieron hacia la luz. Richards dedujo, a juzgar por su lenguaje corporal, que la habían perdido.

El primer centinela recuperó su comunicador del suelo y miró a la cámara.

—Lo siento. Se ha escapado. ¿Quiere que vayamos a buscarla?

Por Dios. Lo que faltaba.

—¿Quién era?

—Una mujer negra, con un acento raro —explicó el centinela—. Dijo que estaba buscando a alguien llamado Wolgast.

No murió. Ni al instante, ni en los días que siguieron. Y al tercer día le contó su historia.

—Érase una vez una niña —dijo Wolgast—. Más pequeña incluso que tú. Se llamaba Eva, y su padre y su madre la querían mucho. La noche después de nacer, su padre la levantó de la cuna de la habitación del hospital, donde todos dormían, y la apretó contra su piel desnuda, y desde aquel momento estuvo dentro de él, sin la menor duda. Su hija estaba dentro de él, en su corazón.

Alguien debía de estar observando, escuchando. La cámara estaba encima de su hombro. Le daba igual. Fortes entraba y salía. Extraía sangre a Amy y le cambiaba las bolsas, y Wolgast habló horas y horas durante el tercer día, se lo contó todo a Amy, la historia que no había contado a nadie.

—Y entonces, algo pasó. Era su corazón. Su corazón, ya sabes. —Le enseñó el lugar del pecho donde estaba—. Su corazón empezó a encogerse. Mientras su cuerpo crecía, su corazón no, y después todo lo demás dejó de crecer también. Habría dado mi corazón de haber podido, porque para empezar era de ella. Siempre lo había sido, y siempre sería de ella. Pero no podía hacerlo, no podía hacer nada, nadie podía, y cuando ella murió, yo morí con ella.

El hombre que era se había esfumado. Y el hombre y la mujer ya no pudieron continuar amándose, porque su amor no era más que tristeza, y echaban de menos a la niña.

Le contó su historia, de principio a fin. Y cuando la historia llegaba a su fin, el día lo hizo también.

—Y entonces llegaste tú, Amy —dijo Wolgast—. Entonces te conocí. ¿Lo comprendes? Era como si ella hubiera vuelto conmigo. Vuelve, Amy. Vuelve, vuelve, vuelve.

Levantó la cara.

Abrió los ojos.

Y Amy también abrió los de ella.

13

Lacey estaba en el bosque. Se movía en cuclillas, desplazándose de árbol a árbol, lejos de los soldados. El aire era frío y tenue, le perforaba los pulmones. Apoyó la espalda contra un árbol y se permitió respirar.

No tenía miedo. Las balas de los soldados no eran nada. Las había oído silbar a través de la maleza, pero ni siquiera habían pasado cerca. ¡Y eran tan pequeñas! Las balas... ¿Cómo podían hacer daño las balas a la gente? Después de haber hecho tan largo viaje, con tan escasas probabilidades de lograrlo, ¿cómo podían confiar en asustarla con una nimiedad como aquélla?

Se asomó al otro lado del tronco. Vio a través de la maleza el resplandor del puesto de los centinelas, oyó hablar a los dos hombres, sus voces transportadas por la noche sin luna. «Mujer negra, acento raro», decía uno, y el otro repetía una y otra vez: «Mierda, se nos va a caer el pelo por esto. ¿Cómo coño la hemos podido perder, eh? ¿Cómo? ¡Ni siquiera apuntaste!».

Tenían miedo de la persona con la que estaban hablando por teléfono. Lacey sabía que no era nadie, nada. Y los soldados eran como niños, unos descerebrados. Como los del campo, hacía ya tanto tiempo. Recordó cómo, después de tantas horas, habían hecho lo que habían hecho. Creían que le estaban arrebatando algo (lo leyó en las sonrisas oscuras dibujadas en sus bocas, lo saboreó en su aliento agrio sobre su cara), y era verdad, lo habían hecho. Pero ahora los había perdonado y había recuperado aquella cosa, que era la propia Lacey, y más por añadidura. Cerró los ojos. Y pensó lo siguiente:

Mas tú, Yavé, escudo que me ciñes,

mi gloria, el que realza mi cabeza.

A voz en grito clamo hacia Yavé,

y él me responde desde su santo monte.

Selah.

Yo me acuesto y me duermo,

me despierto, pues Yavé me sostiene.

No temo a esas gentes que a millares

se apuestan contra mí por doquier.

¡Levántate, Yavé!

¡Dios mío, sálvame!

Tú hieres en la mejilla a todos mis enemigos,

los dientes de los impíos tú los rompes.

Se estaba desplazando de nuevo entre los árboles. El hombre que había hablado con el centinela por teléfono decía que enviaría más hombres tras ella. Y, no obstante, experimentaba algo parecido al goce, una nueva y ágil energía, más rica y profunda que cualquier otra cosa que hubiera sentido en su vida. Había ido adquiriendo forma durante las semanas de viaje hacia... bien, ¿dónde? No sabía cómo se llamaba. Para ella no era más que el sitio donde estaba Amy.

Había tomado algunos autobuses. Había subido a la parte posterior del camión de alguien con dos perros labradores y una caja con crías de cerdo. Algunos días se había despertado donde estaba, con la conciencia definida de que aquel día tocaba caminar, sólo caminar. Lacey comía de vez en cuando, o si le parecía correcto, llamaba a la puerta de una casa y preguntaba si le permitían que durmiera en una cama. Y la mujer que abría la puerta (porque siempre era una mujer, daba igual a qué puerta llamara) decía que por supuesto podía entrar, y la conducía a una habitación con una cama ya preparada, sin decir ni una palabra al respecto.

Y entonces, un día se puso a subir por una larga carretera de montaña, la gloria de Dios en la luz del sol que la rodeaba, y supo que había llegado.

«Espera —dijo la voz—. Espera a que el sol se ponga, hermana Lacey. El camino te enseñará el camino.»

Y así fue: el camino le enseñó el camino. Ahora la perseguían más hombres. Cada paso, cada chasquido de ramita, cada inhalación de aire era como un disparo estruendoso que le revelaba su posición. Estaban desplegados detrás de ella en una amplia hilera de seis, con sus armas apuntadas a la oscuridad, a la nada, a un lugar donde Lacey había estado, pero ya no estaba.

Llegó a un claro entre los árboles. Había una carretera. A la izquierda, a doscientos metros de distancia, se alzaba el puesto de guardia, bañado por un chorro de luz. A la derecha, la carretera se internaba entre los árboles y descendía en picado. El rumor del río llegaba de algún lugar.

Nada le revelaba el significado de aquel lugar, pero sabía que debía esperar. Se tiró al suelo y aplastó el estómago contra la tierra. Los soldados estaban detrás de ella, a cincuenta metros de distancia, y luego cuarenta, y después treinta.

Oyó el ruido bajo y tortuoso de un motor diésel, cuyo sonido agudo se calmó cuando el conductor cambió de marcha para ascender la cuesta final. Poco a poco, elevó su morro y su luz hacia ella. Se acuclilló cuando los faros barrieron la cumbre de la colina. Una especie de camión del ejército. El gemido del motor se alteró cuando el conductor cambió de marcha otra vez y empezó a acelerar.

¿Ahora?

Y la voz dijo: «Ahora».

Se levantó y corrió con toda la velocidad que las piernas le permitieron en dirección a la parte posterior del camión. Un parachoques amplio, y encima, una zona de carga abierta, oculta por una lona oscilante. Por un momento dio la impresión de que se había movido demasiado tarde, de que el camión iba a dejarla atrás, pero dio una última carrera y consiguió atraparlo. Sus manos encontraron el borde de la puerta, un pie descalzo y después el otro abandonaron la carretera. Lacey Antoinette Kudoto voló por los aires. Se izó y saltó rodando al interior.

Su cabeza golpeó el suelo del compartimento de carga del camión. Abrió los ojos.

Cajas. El camión iba lleno de cajas.

Avanzó hacia la parte delantera y se aplastó contra la pared trasera de la cabina. El camión aminoró la velocidad cuando se acercó al puesto de guardia. Lacey contuvo el aliento. Podía pasar cualquier cosa. Ya no estaba en sus manos.

Los frenos de aire silbaron. El camión se detuvo.

—Déjame ver las instrucciones.

La voz era la del primer centinela, el que había ordenado a Lacey que se detuviera. Apenas un niño, con un arma. A juzgar por la procedencia de la voz, dedujo que estaba parado sobre el estribo del vehículo. De pronto, el aire se impregnó de olor a tabaco.

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