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Authors: Justin Cronin

El pasaje (74 page)

BOOK: El pasaje
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Había empeorado, y mucho. Un hedor agrio a axila sin lavar y calcetines sudados. Como a queso mohoso y cebolla. El aire estaba tan cargado que Michael apenas podía concentrarse.

—Elton, vete, ¿quieres? Estás apestando toda la casa.

El anciano estaba sentado en su lugar habitual, delante del panel situado a la derecha de Michael, con las manos apoyadas sobre los brazos de su vieja silla de ruedas, y la cara vuelta a un lado. Después de encender las luces (todos los niveles estaban en verde por el momento; con independencia de lo sucedido en la central eléctrica, seguían enviando corriente montaña arriba), Michael había vuelto a trabajar en el transmisor, que ahora estaba desmontado sobre el mostrador. Sus imágenes abultaban bajo la lupa articulada que había ido a buscar al cobertizo. Había temido una visita de Sanjay, para preguntarle por las baterías. Estaba preparado para esconderlo todo en un cajón a toda prisa. Pero la única visita oficial había sido la de Jimmy, bien entrada la tarde. Jimmy parecía desorientado y congestionado, como si estuviera incubando algún virus, y había preguntado por las baterías con timidez, como si se hubiera olvidado de ellas y estuviera demasiado avergonzado como para sacar el tema a colación. No había avanzado más de un metro desde la puerta, aunque el olor habría disuadido a cualquiera, una barricada de hedor humano, y por lo visto no se había fijado en la lupa, que estaba tirada allí para que la viese cualquiera que tuviera dos dedos de frente, ni en la ranura del panel abierta, con sus cables de colores, el circuito al aire y el soldador a su lado.

—Hablo en serio, Elton. Si vas a dormir, hazlo en la parte de atrás.

El anciano cobró vida y los dedos se tensaron sobre los brazos de la silla. Volvió su cara ciega y rígida hacia Michael.

—De acuerdo. Lo siento. —Se pasó la mano por la cara—. ¿Lo soldaste?

—Estoy en ello. En serio, Elton. Aquí no estás solo. ¿Cuándo fue la última vez que te bañaste?

El viejo no dijo nada. Ahora que lo pensaba, no tenía muy buen aspecto, aunque, para empezar, los patrones por los que se regía Elton tampoco eran muy exigentes. Estaba sudoroso, pálido, y como si no estuviera allí. Mientras Michael miraba, Elton alargó una mano hacia la superficie de la mesa y tanteó con los dedos hasta que éstos se posaron sobre los auriculares, aunque no se los encasquetó.

—¿Te encuentras bien?

—¿Hum?

—Sólo digo que no tienes muy buen aspecto.

—¿Están las luces encendidas?

—Desde hace una hora. ¿Estabas muy dormido?

Elton se humedeció los labios con una gruesa lengua. ¡Joder!, ¿qué pasaba? ¿Tenía algo en los dientes?

—Puede que tengas razón. Será mejor que me acueste.

El hombre se puso en pie y se alejó arrastrando los pies por el estrecho pasillo que comunicaba la zona de trabajo con la parte posterior de la cabaña. Michael oyó el chirrido de los muelles cuando su corpachón se tendió en el catre.

Bien, al menos no estaba en la habitación. Ya olía mejor.

Michael devolvió su atención al trabajo que tenía entre manos. Había acertado en lo tocante al objeto que la chica llevaba alojado en el cuello. El transmisor estaba conectado a un chip de memoria, pero era de un tipo que desconocía, mucho más pequeño y sin ningún puerto visible, salvo un par de clavitos dorados. Uno estaba conectado con el transmisor, y el otro a la filigrana de cables con cuentas. Por lo tanto, o bien los cables formaban un conjunto de antenas, y el transmisor dependía del chip, lo cual no parecía probable, o bien los cables eran sensores de algún tipo, el origen de los datos que el chip estaba grabando.

La única forma de salir de dudas era leer el contenido del chip. Y la única forma de hacerlo era soldarlo al tablero de memoria del ordenador central.

Era un riesgo. Michael iba a soldar una pieza de circuitos desconocidos al panel de control. Tal vez el sistema no lo leyera. Tal vez el sistema se colgara y las luces se apagaran. Lo más sensato sería esperar a la mañana siguiente para hacerlo, pero en ese momento iba acelerado, y su mente se había aferrado al problema como una ardilla con una nuez en los dientes. No habría podido esperar ni queriendo.

Antes, tendría que desconectar el ordenador central de la corriente. Esto significaba cerrar los controladores para depender en exclusiva de las baterías. Podía hacerse durante un rato, pero no muy largo. Sin que el sistema controlara la corriente, cualquier fluctuación podía averiar un disyuntor. De modo que, una vez el ordenador central estuviera desconectado de la corriente, tendría que trabajar deprisa.

Suspiró y solicitó el menú del sistema.

¿Apagar?

Pulsó la S.

El disco duro empezó a aminorar la velocidad de sus revoluciones. Michael saltó de su silla y corrió hacia la caja de disyuntores.

No se movía ninguno.

Enseguida se puso manos a la obra. Liberó la placa madre, la dejó sobre la mesa debajo de la lupa, y tomó el hierro al rojo vivo en una mano y el hilo de soldar en la otra. Lo acercó a la punta del hierro (de la que había surgido una nube de humo) y vio que una sola gota descendía hacia el canal abierto de la placa madre.

Bingo.

Levantó el chip con las pinzas. Sólo disponía de una oportunidad. Se agarró la muñeca derecha para que ésta no temblara, apoyó con delicadeza los contactos expuestos del chip en el soldador y lo mantuvo así durante diez segundos, mientras la gota de soldador líquida se enfriaba y endurecía a su alrededor.

Sólo entonces se permitió respirar. Volvió a encajar el tablero en el panel y cargó el ordenador central de nuevo.

Durante el largo minuto que transcurrió mientras el sistema volvía a conectarse a la corriente, y el disco duro zumbaba y chasqueaba, Michael Fisher cerró los ojos y pensó: «Por favor».

Y cuando abrió los ojos, lo vio en el directorio del sistema. DISPOSITIVO DESCONOCIDO. Seleccionó la imagen y miró mientras se abría la pantalla. Había dos particiones, A y B. La primera era diminuta, unos pocos kilobytes. Pero B no.

B era gigantesca.

Contenía dos archivos de tamaño idéntico. Uno debía de ser la copia de seguridad del otro. Eran dos archivos idénticos de tal magnitud que te dejaban helado. El chip. Era como si todo el mundo estuviera escrito en su interior. Quienquiera que hubiese creado esa cosa, para luego introducirla en la chica, era un tipo de persona desconocida para él. No parecía pertenecer a su mundo. Se preguntó si debería ir a buscar a Elton, y preguntarle qué opinaba de aquello. Pero los ronquidos procedentes de la parte posterior de la cabaña le informaron de que sería gastar fuerzas para nada.

Cuando Michael abrió el archivo, lo hizo de una manera casi furtiva, tapándose los ojos con una mano, y mirando a través de los huecos de los dedos.

33

Tuvo un golpe de suerte. Cuando se acercaba al hospital, Peter vio a un solo centinela montando guardia. Subió los escalones con determinación.

—Buenas noches, Dale.

La ballesta de Dale colgaba a su lado. Suspiró exasperado, ladeó un poco la cabeza y acercó a Peter el oído bueno.

—Ya sabes que no puedo dejarte entrar.

Peter torció el cuello para mirar por las ventanas delanteras. Un farol brillaba sobre el escritorio.

—¿Sara está dentro?

—Se fue hace un rato. Dijo que iba a buscar algo de comer.

Peter calló, sin moverse. Todo era cuestión de esperar. Vio que la indecisión se insinuaba en la cara de Dale. Por fin, éste tiró la toalla y se hizo a un lado.

—Date prisa.

Peter atravesó la puerta y entró en el pabellón. La chica estaba acurrucada en el catre, con las rodillas apretadas contra el pecho, volviendo la cara hacia el otro lado. Al oírlo entrar, no se movió. Peter supuso que estaba dormida.

Colocó una silla al lado del catre y se sentó con la barbilla apoyada en las manos. Debajo del pelo revuelto pudo ver la marca del cuello, donde Sara había extraído el transmisor, una línea apenas discernible, cerrada casi por completo.

La chica se despertó, como si diera la bienvenida a sus pensamientos, y se volvió hacia él. Los blancos de sus ojos eran húmedos y enormes, y brillaban a la luz de la lámpara que se filtraba a través de la cortina.

—Hola —dijo Peter. Se notó la voz ronca—. ¿Cómo te encuentras?

La chica tenía las manos apretadas, hundidas hasta las muñecas en el hueco que separaba sus rodillas. Su forma de mover el cuerpo parecía concebida para parecer más pequeña de lo que era.

—He venido a darte las gracias por salvarme.

Notó un rápido envaramiento bajo la bata, como si encogiera los hombros.

«De nada.»

Se le hacía raro hablar de esa manera, y lo más raro era que no le parecía tan raro. Nunca había oído el sonido de la voz de la chica, pero no lo consideraba un defecto. Era algo tranquilizador, como si hubiera descartado el ruido de las palabras.

—Supongo que no tienes ganas de hablar —insinuó Peter—. ¿Por qué no me dices cómo te llamas? Podríamos empezar por ahí, si quieres.

La chica no dijo nada, no indicó nada.

«¿Por qué tendría que decirte cómo me llamo?»

—Bien, de acuerdo —dijo Peter—. Me da igual. Nos quedaremos sentados aquí.

Y eso fue lo que hizo. Se quedó sentado con ella en la oscuridad. Al cabo de un rato, el rostro de la chica se relajó. Fue pasando el tiempo, y sin dar más señales de que reconociera su presencia, cerró los ojos de nuevo.

Mientras Peter esperaba en silencio, un cansancio súbito se apoderó de él, y trajo consigo un recuerdo: una noche, hacía mucho tiempo, cuando había entrado en el hospital y visto a su madre velando a un paciente, tal como él estaba haciendo ahora. No podía recordar quién era aquella persona, ni si el recuerdo se componía de varios recuerdos entrelazados. Podría haber sido una noche, o muchas. Pero durante la noche que recordaba había atravesado la cortina y encontrado a su madre sentada en una silla al lado de un catre, la cabeza caída a un lado, y supo que estaba dormida. La persona del catre era un niño, una forma pequeña oculta en la oscuridad. La única luz procedía de una vela apoyada sobre una bandeja, junto a la cama. Avanzó sin decir palabra. No había nadie más en la sala. Su madre se removió, inclinó la cara hacia él. Era joven, sana, y él estaba contento, muy contento, de volver a verla.

«Cuida de tu hermano, Theo.»

—Mamá —dijo—. Soy Peter.

«No es fuerte como tú.»

Lo despertaron voces procedentes de fuera y el ruido de la puerta al abrirse. Sara entró en el pabellón. El farol oscilaba en su mano.

—¿Va todo bien, Peter?

Parpadeó al notar el repentino resplandor. Tardó un momento en recordar dónde estaba. Se había quedado dormido sólo un minuto, aunque parecía más rato. El recuerdo, y el sueño que lo había inducido, ya se habían difuminado.

—Estaba... No lo sé. —¿Por qué se estaba disculpando?—. Creo que me he dormido.

Sara estaba atareada con el farol, moviendo una bandeja con ruedas hasta el lado del catre, donde se sentaba la chica, con una expresión despierta y vigilante en su cara.

—¿Cómo has convencido a Dale de que te dejara entrar?

—Oh, Dale es buen chico.

Sara se sentó en el catre de la chica y abrió el maletín. Sacó lo que había llevado: pan plano, una manzana y un trozo de queso.

—¿Tienes hambre?

La chica comió deprisa y liquidó la comida con veloces bocados. Primero el pan y después el queso, que olisqueó con suspicacia antes de probarlo, y por fin la manzana, hasta el corazón. Cuando terminó, se secó la cara con el dorso de la mano, con lo que extendió los restos de zumo sobre las mejillas.

—Bien, creo que hemos solucionado ese problema —dijo Sara—. No son los mejores modales en la mesa que he visto, pero tu apetito es de lo más normal. Voy a echar un vistazo a tu vendaje, ¿vale?

Sara desanudó la bata y la apartó. Dejó al descubierto el hombro vendado de la chica, pero el resto cubierto. Cortó la tela con unas tijeras. En el lugar donde había penetrado la flecha, desgarrando piel, músculo y hueso, tan sólo quedaba una pequeña depresión rosácea. A Peter le recordó la carne de un bebé, aquella dulce frescura de una piel nueva.

—Todos mis pacientes deberían curar igual de deprisa. Es absurdo dejar esos puntos. Date la vuelta para que pueda quitarlos.

La chica obedeció y se volvió en el catre. Sara cogió unas pinzas y empezó a extraer las suturas de la herida, que fue tirando de una en una a un cuenco metálico.

—¿Alguien más está enterado de esto? —preguntó Peter.

—¿Cómo se ha curado? Creo que no.

Le quitó el último punto.

—Sólo Jimmy. —Volvió a subir la bata sobre el hombro de su paciente—. Ya está.

—¿Jimmy? ¿Qué quería?

—No lo sé. Supongo que lo envió Sanjay. —Se volvió en el catre para mirarle—. Fue un poco extraño. No lo oí entrar. Levanté la vista y allí estaba, parado en la puerta, con esa... expresión en la cara.

—¿Expresión?

—No sé cómo describirla. Le dije que la chica no había hablado todavía y se marchó. Pero de eso hace horas.

Peter se sintió desconcertado de repente. ¿De qué expresión se trataba? ¿Qué había visto Jimmy?

Sara levantó las pinzas de nuevo.

—Muy bien, tu turno.

Peter estaba a punto de decir: «¿Mi turno de qué?», pero entonces lo recordó: el codo. El vendaje se había convertido ya en un trapo mugriento. Supuso que el corte estaría curado a aquellas alturas. Hacía días que no lo examinaba.

Se sentó en uno de los catres vacíos. Sara se acomodó a su lado y quitó el vendaje, tras lo cual percibieron un olor agrio de piel reseca.

—¿Te has tomado la molestia de limpiarte el vendaje?

—Creo que me olvidé.

Sara sujetó el brazo y se inclinó con las pinzas. Peter se dio cuenta de que la chica le estaba mirando fijamente.

—¿Alguna noticia de Michael? —Sintió una punzada de dolor cuando ella tiró de la primera sutura—. ¡Ay, ve con cuidado!

—Sería mejor que te estuvieras quieto. —Sara se encogió de hombros, sin mirarle, y reanudó su tarea—. Paré en el Faro camino de casa. Aún sigue trabajando. Elton le está ayudando.

—¿Elton? ¿Tan listo es?

—No te preocupes, es de confianza. —Sara le dirigió una mirada preocupada. Sacudió la cabeza—. Es curioso que estemos hablando de esto, así de repente. Quién es de confianza y quién no. —Le dio una palmadita en el brazo—. Muévelo un poco.

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