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Authors: Justin Cronin

El pasaje (103 page)

BOOK: El pasaje
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Cuando el primer viral se arrojó hacia el Humvee, Alicia agarró a Sara de la muñeca y tiró. Sara describió un amplio arco al extremo del brazo de Alicia y salió despedida del vehículo cuando éste se desvió. Durante un horrible instante, sus ojos se encontraron con los de Peter, al tiempo que sus pies rozaban el suelo, los ojos de una mujer que iba a morir y lo sabía. Pero entonces Alicia volvió a tirar con fuerza, en esa ocasión hacia arriba. La mano libre de Sara encontró la escalerilla, y las dos subieron. Sara y Alicia cayeron rodando en el interior de la cabina.

Y eso fue lo que ocurrió. Un estruendo ensordecedor, como un trueno. La locomotora dio un violento salto hacia adelante, liberada de su peso. Todo lo que contenía la cabina saltó por los aires. Peter, parado al lado de la escotilla abierta, cayó hacia atrás y su cuerpo se estrelló contra el mamparo. Pensó en Amy. ¿Dónde estaba Amy? Mientras caía al suelo, oyó un sonido nuevo, más fuerte que el primero, y supo lo que era: un rugido ensordecedor y un chirrido metálico, cuando los vagones de atrás descarrilaron, surcaron el aire y atravesaron el suelo del desierto a toda velocidad como una avalancha de acero, todos sus pasajeros muertos, muertos, muertos.

Se detuvieron a mediodía. «Final de trayecto», dijo Michael, al tiempo que disminuía la velocidad. Los planos que Billie les había enseñado indicaban que las vías morían en la ciudad de Caliente. Tenían suerte de que el tren los hubiera llevado tan lejos.

—¿Hasta dónde? —preguntó Peter.

—Cuatrocientos kilómetros, más o menos —dijo Michael—. ¿Ves aquella cordillera? Señalaba a través del parabrisas. Eso es Utah.

Descendieron del tren. Se encontraban en una especie de estación ferroviaria, con vías por todas partes, sembradas de vehículos abandonados: locomotoras, camiones cisterna y camiones de plataforma. La tierra era menos seca. Crecían la hierba alta y los álamos, y soplaba una suave brisa que refrescaba el aire. Corría agua cerca. Oyeron el canto de los pájaros.

—No lo entiendo —dijo Alicia, rompiendo el silencio—. ¿Adónde esperaban ir?

Peter había dormido en el tren; había quedado claro que los virales no los perseguían, y despertó al amanecer para descubrirse acurrucado en el suelo al lado de Theo y Maus. Michael había estado levantado toda la noche, pero la terrible experiencia de los días anteriores había pasado factura a todo el mundo. En cuanto a Olson, quizá había dormido, pero Peter lo dudaba. El hombre no había hablado con nadie, y ahora estaba sentado en el suelo, frente a la locomotora, mirando fijamente a la lejanía. Cuando Peter le había contado lo de Mira, no pidió detalles, sino que se limitó a asentir. «Gracias por contármelo», le dijo.

—A cualquier parte —contestó Peter al cabo de un momento. No estaba seguro de cuáles eran sus sentimientos. Los acontecimientos de la noche anterior (y de los cuatro días vividos en el Refugio) se le antojaban un sueño febril—. Creo que querían ir a... cualquier parte.

Amy se había separado del grupo, y se había adentrado en el campo. La miraron durante un momento, mientras caminaba a través de la hierba que el viento mecía.

—¿Crees que comprende lo que hizo? —preguntó Alicia.

Fue Amy quien había volado el enganche. El interruptor estaba localizado en la parte posterior del compartimento de la locomotora, junto a la unidad de distribución eléctrica. Debía de estar conectado con un bidón de queroseno o combustible, había conjeturado Michael, mediante un dispositivo de ignición. Eso habría bastado. Un mecanismo de seguridad, en caso de que entraran en los vehículos.

—Es lógico si te paras a pensarlo —dijo Michael.

Eso suponía Peter, pero ninguno de ellos había sido capaz de explicar cómo había sabido Amy lo que debía hacer, ni qué la había impulsado a accionar el interruptor. Sus actos parecían estar, como todo lo demás, más allá de su comprensión. Y no obstante, habían sobrevivido gracias a ella... otra vez.

Peter la contempló durante un buen rato. En la hierba, alta hasta la cintura, casi parecía flotar, las manos alejadas de los costados, que rozaban los extremos plumosos. Habían transcurrido muchos días desde la última vez en que había pensado en lo ocurrido en el hospital. Pero mientras la observaba deambular entre la hierba, le asaltó el recuerdo de aquella noche extraña. Se preguntó qué habría dicho a Babcock cuando le plantó cara. Era como si perteneciera a dos mundos, uno que él podía ver y otro que no. El significado de su viaje se ocultaba en el interior de ese mundo oculto.

—Esta noche ha muerto mucha gente —dijo Alicia.

Peter contuvo el aliento. Sintió frío de repente, a pesar de que hacía sol. Aún observaba a Amy, pero estaba pensando en Mira, el cuerpo de la chica apretado contra el techo del tren, la mano del viral extendida hacia ella, el tirón fatal. El espacio vacío donde había estado y el sonido de sus chillidos al caer.

—Creo que llevaban muertos mucho tiempo —dijo—. Una cosa es segura: no podemos quedarnos aquí. Vamos a ver con qué contamos.

Hicieron un inventario de sus suministros, que extendieron en el suelo al lado de la máquina. No había gran cosa: media docena de escopetas, un par de pistolas con pocas balas en cada una, un rifle automático, dos cargadores para el rifle más veinticinco balas para las escopetas, seis cuchillos, treinta litros de agua en jarras, más lo que había en el depósito del tren, unas decenas de litros de diésel, pero sin vehículo que alimentar, un par de lonas de plástico, tres latas de cerillas de azufre, el botiquín médico, un farol de queroseno, el diario de Sara (que había sacado de la mochila cuando habían abandonado la cabaña, para embutirlo dentro del jersey) y nada de comida. Hollis dijo que quizá habría caza en la zona. No debían desperdiciar las municiones, pero podían colocar alguna trampa. Tal vez encontraran algo comestible en Caliente.

Theo estaba durmiendo en el suelo del compartimento de la locomotora. Había conseguido transmitirles un resumen aproximado de los acontecimientos, tal como él los recordaba: sus recuerdos sesgados del ataque al centro comercial, el tiempo que había pasado en la celda, el sueño de la mujer en la cocina, su lucha por mantenerse despierto, y las visitas burlonas del hombre que, para Peter, no podía ser otro que Jude. No obstante, le resultaba trabajoso hablar, y al final se había sumido en un sueño tan profundo que Sara tuvo que tranquilizar a Peter y demostrarle que su hermano todavía respiraba. La herida de la pierna de Mausami era peor de lo que había pensado, pero no entrañaba riesgo de muerte. La bala, o más probablemente un fragmento de proyectil de una escopeta, había hecho impacto en el muslo, abriendo un hoyo sangriento de aspecto espeluznante, pero había salido de manera limpia. La noche anterior, Sara había utilizado aguja e hilo del botiquín para coser la herida y desinfectarla con alcohol de una botella que había descubierto debajo de la pila del diminuto lavabo de la locomotora. Debió de hacerle un daño espantoso, pero Maus lo había soportado todo en un silencio estoico, apretando los dientes mientras aferraba la mano de Theo. Mientras estuviera desinfectada, dijo Sara, todo iría bien. Con suerte, hasta podría caminar en uno o dos días.

Se suscitó la cuestión de adónde debían ir. Fue Hollis quien sacó el tema, y Peter se quedó sorprendido. No se le había pasado por la cabeza la idea de que dejaran de avanzar. Cada vez estaba más convencido de que era fundamental descubrir lo que les esperaba en Colorado, y creía que era demasiado tarde como para dar media vuelta. Pero Hollis, se vio obligado a admitir, tenía razón. Theo, Finn y la mujer a quien Alicia, y ahora Mausami, habían identificado como Liza Chou procedían de la Colonia. Ignoraban qué pasaba con los virales (y era evidente que pasaba algo), pero por lo visto querían gente viva. ¿Debían regresar para advertir a los demás? En cuanto a Mausami, aunque su pierna curara, ¿podría continuar a pie? Carecían de vehículos, y quedaban muy pocas municiones para las armas que poseían. Era probable que encontraran comida durante el camino, pero eso les retrasaría, y pronto se internarían en las montañas, donde el terreno sería más escabroso. ¿Cabía esperar que una mujer embarazada caminara hasta Colorado? Hollis dijo que el único motivo por el que planteaba aquel interrogante era porque alguien tenía que hacerlo. No estaba seguro de qué pensaba al respecto, y por otra parte, habían recorrido un largo camino. Babcock, fuera lo que fuera, seguía suelto, al igual que los Muchos. Dar media vuelta conllevaba riesgos.

Sentados en el suelo delante de la locomotora, los siete (Theo continuaba durmiendo en el tren) discutieron qué opciones tenían. Por primera vez desde que se habían marchado, Peter intuyó inseguridad en el grupo. El búnker y sus abundantes suministros les habían proporcionado una sensación de seguridad, falsa, quizá, pero suficiente para impulsarles a continuar adelante. Ahora, despojados de armas y vehículos, y sin otra comida que la que pudieran encontrar, después de haber recorrido cuatrocientos kilómetros hasta llegar a una tierra yerma y desconocida, la idea de llegar a Colorado había pasado a un segundo plano. Los acontecimientos del Refugio los habían dejado muy tocados. Jamás se les había ocurrido que, entre los obstáculos que debían superar, se contarían otros supervivientes humanos, ni que pudiera existir un ser como Babcock, que era un viral, pero mucho más que eso, capaz de controlar a los demás.

Alicia dijo que quería continuar, algo que no sorprendió a nadie, al igual que Mausami, aunque sólo fuera, pensó Peter para demostrar que Alicia no era más dura que ella. Caleb dijo que haría lo que el grupo decidiera, pero mientras hablaba tenía la mirada clavada en Alicia. Si llegaban a votar, Caleb la apoyaría. Michael también optó por continuar, y recordó a todo el mundo que las baterías de la Colonia estaban defectuosas. Todo se reducía a eso, dijo. Opinaba que el mensaje de Colorado era la única esperanza real con la que contaban, sobre todo después de lo que habían visto en el Refugio.

Quedaban Hollis y Sara. Hollis creía a pies juntillas que debían regresar. El que no lo hubiera dicho antes sugería que estaba convencido, al igual que Peter, de que la decisión debía ser unánime. Sentada a su lado a la sombra del tren, las piernas dobladas bajo el cuerpo, Sara parecía más insegura. Tenía la mirada clavada en el campo, donde Amy continuaba su solitaria vigilia en la hierba. Peter se dio cuenta de que hacía muchas horas que no la oía hablar.

—Acabo de recordar algo —dijo Sara al cabo de un momento—. Cuando los virales me capturaron. Retazos dispersos, en cualquier caso. —Arqueó los hombros, a medio camino entre un encogimiento y un estremecimiento, y Peter comprendió que no diría nada más al respecto—. Hollis no está equivocado, y me da igual lo que digas: Maus, no estás en forma para viajar. Pero estoy de acuerdo con Michael. Si pides mi voto, Peter, tuyo es.

—En ese caso, seguiremos adelante.

Ella desvió la mirada hacia Hollis, quien asintió.

—Sí. Seguiremos adelante.

La otra cuestión era Olson. La desconfianza de Peter hacia aquel hombre no se había aplacado, y aunque nadie había dicho nada, suponía un peligro, aunque fuera el de que se suicidara. Desde que el tren se detuviera, apenas se había movido de su sitio, con la mirada perdida en la dirección de la que habían llegado. De vez en cuando removía con los dedos la tierra suelta, recogía un puñado y la dejaba resbalar entre los dedos. Parecía un hombre que estuviera sopesando sus opciones, y ninguna de ella fuera muy buena. Peter sospechaba por dónde iban los tiros.

Hollis se llevó a Peter a un lado, mientras estaban empaquetando los suministros. Todas las escopetas y los rifles descansaban sobre una lona, al lado de las pilas de municiones. Habían decidido pasar la noche en el tren (un lugar tan seguro como cualquier otro), y partir a pie al amanecer.

—¿Qué vamos a hacer con él? —preguntó Hollis en voz baja, con la cabeza inclinada hacia Olson. Hollis sostenía una pistola. Peter llevaba la otra—. No podemos abandonarlo aquí.

—Supongo que vendrá.

—Puede que no quiera.

Peter pensó en ello por un momento.

—Que decida él —dijo por fin—. No podemos hacer nada.

Era a última hora de la tarde. Caleb y Michael habían ido a la parte posterior de la locomotora para extraer el agua de los depósitos con una manguera que habían encontrado en un armario del compartimento de popa de la máquina. Peter se volvió hacia Caleb, el cual estaba examinando un panel articulado, de un metro cuadrado aproximado, que colgaba de la parte inferior del tren.

—¿Qué es esto? —preguntó a Michael.

—Un panel de acceso. Comunica con un espacio angosto situado bajo el suelo de la locomotora.

—¿Hay algo dentro que podamos utilizar?

Michael se encogió de hombros, ocupado con la manguera.

—No lo sé. Echa un vistazo.

Caleb se arrodilló y giró la manija.

—Está atascada.

Peter, que observaba desde cinco metros de distancia, sintió que se le erizaba el vello. Algo se tensó en su interior. Ojo avizor.

—Zapatillas...

El panel se abrió y Caleb fue a parar al suelo. Una figura surgió del tubo.

Jude.

Todo el mundo buscó un arma. Jude dio tumbos hacia ellos, blandiendo una pistola. Había perdido la mitad de la cara, que revelaba una amplia mancha de carne y hueso. Uno de sus ojos había desaparecido, y en su lugar había un agujero oscuro. En aquel momento prolongado, adoptó el aspecto de un ser imposible, mitad muerto y mitad vivo.

—¡Pandilla de cabrones! —rugió Jude.

Disparó justo cuando Caleb, que iba a buscar la pistola, se plantaba ante él. La bala alcanzó al muchacho en el pecho, y el impacto lo hizo girar sobre sí mismo. En el mismo instante, Peter y Hollis encontraron el gatillo de sus armas e iluminaron el cuerpo de Jude en una danza demencial.

Vaciaron sus armas antes de que se desplomara.

Caleb estaba caído boca arriba en el polvo, y con una mano se aferraba el lugar por donde había entrado la bala. Su pecho subía y bajaba con movimientos convulsos. Alicia se arrojó al suelo junto a él.

—¡Caleb!

La sangre manaba a través de los dedos del muchacho. Sus ojos, alzados hacia el cielo vacío, estaban muy húmedos.

—Oh, mierda —dijo, y parpadeó.

—¡Haz algo, Sara!

La muerte estaba comenzando a apoderarse del rostro del muchacho.

—Oh —dijo—. Oh.

Después, algo pareció cerrarse en su pecho y se quedó inmóvil.

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